Una batalla tras otra
- V.O.: One battle after another
- Dirección: Paul Thomas Anderson
- Guion: Paul Thomas Anderson / Novela: Thomas Pynchon
- Intérpretes: Leonardo DiCaprio, Sean Penn, Benicio del Toro, Regina Hall, Teyana Taylor, Chase Infiniti, Alana Haim…
- País: EEUU
- Género: Acción
- 161 minutos
- Ya en cines
- «Cuando su malvado enemigo resurge después de 16 años, una banda de exrevolucionarios se reúne para rescatar a la hija de uno de los suyos, encarnado por Leonardo DiCaprio. Adaptación de la novela ‘Vineland’, de Thomas Pynchon, escrita en 1990, sobre los movimientos radicales de los años sesenta.»
Por Diego Salgado & Elisa McCausland
La enésima obra maestra estrenada en 2025 que resulta estar lejos de ello una vez vista con criterio es Una batalla tras otra, décimo largometraje de Paul Thomas Anderson. Para ser justos, la nueva propuesta del director estadounidense no puede equipararse a la nadería media de este año elevada a los altares por cheerleaders críticos en virtud de demagogias argumentales varias y tres o cuatro gimmicks audiovisuales. Una batalla tras otra es una película que expande y complejiza la trayectoria previa de Anderson y su diálogo con referentes como el escritor Thomas Pynchon, y cuya potencia formal es arrolladora; al menos, hasta que la superficialidad y la autocomplacencia terminan por ser indisimulables.
En este sentido, somos de los que piensan que las cumbres creativas de Anderson han quedado muy atrás, pese a la mitomanía con que sigue acogiéndose cada uno de sus estrenos, similar a la que rodea cada nuevo cómic de Chris Ware o disco de Nick Cave; Anderson, Ware o Cave funcionan como iconos indie para masculinidades críticas cuyos simulacros antisistema a la hora de pensar la cultura no hacen otra cosa que delatar impotencias y frustraciones varias. En el caso de Anderson, sus inquietudes en torno a la subjetividad tan imperfecta como grandiosa del individuo y su aspiración al éxito en los marcos instrumentales de la Sociedad y la Historia mayormente estadounidenses, que dieron lugar en su película más obsesiva, Pozos de ambición (2007), a un severo proceso de autocrítica, han cedido el paso a flujos de conciencia expresivos en los que importa menos el destino que el trayecto… donde la mayor parte de sus ficciones últimas terminan por encallar, presas de una tendencia habitual en Anderson a «la incertidumbre, la ambigüedad, la indeterminación, la pluralidad de interpretaciones y la imposibilidad de juicios unívocos» (José Francisco Montero) que ha dejado hace tiempo de ser fructífera.
Una batalla tras otra es otro ejemplo de ese estancamiento, aunque, como hemos avanzado, al ser un cuento de ruido y furia contado por alguien muy inteligente, lo enmascara durante una parte apreciable de sus tres agotadoras horas de metraje. Anderson se apoya de nuevo en Thomas Pynchon, a quien había traducido al cine con fidelidad en Puro vicio (2014). Ahora le toca el turno a Vineland (1990), aunque la adaptación es más especulativa. Si Vineland se centraba en el fracaso de las revueltas contraculturales estadounidenses de los setenta y, pese a ello, su pertinencia mayor que nunca en los reaccionarios años ochenta de Ronald Reagan, el filme de Anderson amplía el campo de batalla —de ahí el título del filme— a la actualidad, o, más bien, a una ucronía conjugada en presente, cuando los movimientos sociales y diversos surgidos de la Gran Recesión parecen perder terreno día a día frente al avance de nuevos conservadurismos.



La novela de Pynchon y la película de Anderson comparten, en cualquier caso, una visión tan paranoide como satírica de los círculos visibles e invisibles del poder, así como de las réplicas contestatarias, víctimas a menudo del factorhumano, demasiado humano: desde los desórdenes amorosos y la traición de la feroz activista Perfidia Beverly Hills (Teyana Taylor) a la ansiedad de su hija Willa (Chase Infinity) por articular la revolución en términos difusos y contradictorios, pasando por la pareja oficial de Perfidia, Bob (Leonardo DiCaprio), un exrevolucionario convertido en un desecho humano, y su paradójico amante, Steven (Sean Penn), un militar fanático y hambriento de reconocimiento, tanto a nivel sistémico como paternal. Porque, como ocurre siempre en el cine de Anderson, Una batalla tras otra es, sobre todo, una historia de familias absurdas, quiméricas, inverosímiles, como refugio ilusorio ante una América que ha sido, es y será en esencia un vasto escenario liminal, un no-lugar donde lo civilizatorio no consigue arraigar y fluyen sin cesar las mercancías, humanas y materiales, de acuerdo con un principio rígido de utilidad y provecho económicos.
En esas circunstancias, librar una batalla tras otra supone correr detrás de espejismos y fantasmas; justo lo que hacen Perfidia, Bob, Steven, Willa y el propio Paul Thomas Anderson, que parece necesitar como sus personajes «una elaboración hiperactiva y barroca de sus motivos, una actividad frenética que le libere de la sensación ominosa de vacío (…) Anderson se pone a prueba a sí mismo con cada encuadre, cada línea de diálogo, cada corte de montaje, cada elección musical (…) la agresividad de su estilo tiene la intención de asombrar, de visibilizarle como lo ansían pesusrsonajes (…) su energía compulsiva busca ser con desesperación una vía de afirmación personal» (Geoffrey O’Brien). Desde el minuto uno de Una batalla tras otra todo el mundo corre, escapa, dispara, tropieza, huye, persigue, en un frenesí de acción con el cual puede apreciarse que Anderson se divierte, y que pone otra vez de manifiesto su virtuosismo. No solo para la gestión de los protagonismos corales y el reflejo de los estados psicológicos y sociológicos de malestar. También para que, centrando la mayor parte de la película en los cuerpos y los rostros de los intérpretes, sus movimientos y miradas abran la imaginación del espectador al fuera de campo, a un escenario desbordante de caos y belleza apocalípticos. Una batalla tras otra es, en buena medida, un fresco de ciencia ficción especulativa, y con ello también honra a Pynchon.



Anderson toma sin embargo tres decisiones que hacen de Una batalla tras otra una película menos grandiosa que grande. El primero consiste en eludir la autocrítica severa que afrontaba Pynchon en Vineland en tanto agente cultural con un pie en lo alternativo y otro en el mainstream, que el escritor ha resuelto políticamente con un alejamiento absoluto de la vida pública y la dilución de su persona en la ficción literaria. Anderson, por el contrario, se limita a algunos comentarios bonachones que no cuestionan en ningún momento quiénes son los héroes —incluyéndose a sí mismo— y quiénes los villanos de Una batalla tras otra, lo que transmite una impresión de producto mundano, coyuntural.
En esa línea, Pynchon supo anticipar en Vineland el panorama de simulacro colectivo próximo a lo distópico que vivimos plenamente en 2025 con las tecnologías audiovisuales de información, entretenimiento y comunicación como responsables, de modo que para él ya no se trataba tanto de diferenciar entre buenos y malos como de escapar a los procesos alienantes que nos fuerzan a pensar en dicotomías maniqueas, reduccionistas, para beneficio de los magnates de las corporaciones que manipulan nuestra conciencia virtual. Mientras que Ari Aster se ha atrevido a abordar la cuestión en Eddington (2025), Anderson vuelve a tropezar en el chascarrillo inofensivo y un tanto viejuno, lo que atañe asimismo a su tercera decisión, la más crucial: la fijación recurrente de su cine con los efectos generacionales de las masculinidades tóxicas no le impide fetichizar a Perfidia y su hija Willa, ausentes además de sus propias aventuras, que toman para colmo un disonante giro conservador en los últimos minutos. No es lo mismo ser un revolucionario que jugar a la revolución como burgués bohemio, la posición en que acaban por sentirse realizados los protagonistas de Una batalla tras otra, su director, y la mayor parte de sus admiradores.
Lo cierto es que el fuerte de Anderson nunca han sido los personajes femeninos, algo que se repite en Una batalla tras otra, cuyas imágenes quedan significativamente a merced de las masculinidades histéricas de Leonardo DiCaprio y Sean Penn; una de las razones —véanse el desencuentro telefónico de Bob a propósito de una contraseña o la doble muerte de Steven— por los cuales la duración se extiende mucho más allá de lo razonable. Anderson ha tenido una vez más el mérito de ser ambicioso en Una batalla tras otra, pero también ha caído en la autoindulgencia. Está en manos del espectador decidir qué factor es más determinante en su valoración del filme.




- Montaje: Andy Jurgensen
- Fotografía: Paul Thomas Anderson, Michael Bauman
- Música: Jonny Greenwood
- Distribuidora: Warner Bros

