Predator: Badlands
- Dirección: Dan Trachtenberg
- Guion: Dan Trachtenberg, Patrick Aison
- Intérpretes: Elle Fanning, Dimitrius Koloamatangi…
- País: EEUU
- Género: Acción
- 107 minutos
- Ya en cines
- «Un joven Predator marginado de su clan encuentra un improbable aliado en su viaje en busca del adversario definitivo.»
Por Diego Salgado & Elisa McCausland
Argumentó Aristóteles en su Poética (siglo IV a.C.) que el espectáculo es la parte menos artística del drama: «El temor y la piedad pueden ser provocados por el espectáculo; pero el mejor camino, el que muestra al mejor poeta, es cuando surgen de la estructura y los incidentes del drama». El filósofo griego se equivocaba, por supuesto. O, para ser más exactos, su postulado tuvo sentido solo mientras la gramática y la retórica de la palabra hablada jugaron el papel que hoy desempeñan la gramática y la retórica de las imágenes en movimiento.
Para Aristóteles, «la fábula debe ser, pues, tan bien ordenada que, aún sin ver lo que acontece, quien únicamente oye el relato ha de sentirse lleno de horror y piedad ante los incidentes». El cine de gran espectáculo opera en sentido contrario, pues deduce «el temor, la piedad» de efectos audiovisuales aplicados a la máxima potencia, de modo que, incluso si no entendemos los diálogos o se nos escapa entre los dedos lo que se nos cuenta, nos sentimos colmados de «placer trágico» ante la magnitud de lo que percibimos: imágenes, sonido. Cuando Arnold Schönberg explicó que su ópera atonal La espera (1909) consistía en «la representación a cámara lenta de todo lo que ocurre durante un único segundo de máxima excitación espiritual, alargándolo hasta la media hora», estaba reivindicando el esplendor y el éxtasis derivados de una representación bigger than life, es decir, sin cortapisas narrativas ni peajes dramáticos, inspirada por la fantasía, las visiones, la alucinación. La representación consustancial al espectáculo.
En los últimos años, sin embargo, y por motivos diversos que hemos detallado en otros textos, el cine espectacular ha abdicado en gran medida de serlo y ha vuelto a reivindicar «la estructura y los incidentes del drama»; o, al menos, sus simulacros, a fin de que marcas y contenidos puedan fluir sin tropiezos expresivos por todo tipo de medios, formatos y plataformas. En este sentido, Dan Trachtenberg, máximo responsable creativo de la franquicia Predator (1987-) desde que Disney se hizo con la productora original de los filmes, 20th Century Fox, ha tenido el acierto en Predator: La presa (2022), la producción animada Predator: Asesino de asesinos (2025) y ahora en Predator: Badlands de abstraerse en lo posible de los guiños y demás servidumbres que implica abordar por enésima vez la historia de un grupo de seres humanos enfrentados a un despiadado cazador alienígena, ampliando su rango argumental en varias direcciones y elevándolo a una condición hasta cierto punto arquetípica.



Como consecuencia, Predator: Badlands es interesante sobre todo cuando sus dos protagonistas, un joven depredador empeñado en cobrarse una pieza de caza imposible y trascender la masculinidad tóxica de su padre (sic) y una ginoide en pésimo estado de conservación pero rebosante de conocimientos valiosos para sobrevivir en ambientes hostiles, encarnan una nueva versión del relato eterno acerca de caracteres antagónicos abocados a entenderse y hasta (re)conocerse cuando un enemigo común les obliga a unir fuerzas. La película demuestra ingenio y autonomía a la hora de desarrollar ese planteamiento, por lo que no causan demasiada irritación sus similitudes con Predator: La presa, que el personaje de la ginoide Thia (Elle Fanning) suponga tender un puente hacia otra franquicia fantástica reinventada por Disney, Alien, o que el final remita con descaro a una posible secuela.
Hay tres aspectos determinantes en cambio para que Predator: Badlands quede lejos de lo memorable, para que se estanque en la categoría de entretenimiento digno, pasable, realizado con tanta aplicación como falta de talento. El primero es su insistencia en la estructura y los incidentes dramáticos de que hablaba Aristóteles por la vía del dichoso lore o profundización artificiosa en el universo Predator, que fuerza a dar demasiadas explicaciones, a que los personajes hablen más de lo necesario —incluido el depredador, sí— y a que la dinámica de algunas escenas sea digna de una serie televisiva. En relación con ello, el segundo aspecto decepcionante es que el lore barajado por Predator: Badlands adolece de una expresión marcadamente infantil(oide), inocua, de chiste malo y emociones epidérmicas entre alienígenas y robots de mentalidad PG-13, que no cuesta vincular a las producciones de Star Wars y el Universo Cinematográfico de Marvel, ambos bajo la férula asimismo de Disney. Enmendando la plana a Aristóteles, podríamos concluir que los tropos dramáticos constituyen la parte menos artística del espectáculo.

El tercer aspecto, indisociable de los anteriores, es la vulgaridad de la puesta en escena. Aunque las cosas han cambiado mucho desde el estreno de Depredador (1987), lo cierto es que si Predator: Badlands existe es porque aquel filme original de hace cuatro décadas destiló una energía y una iconicidad de la que han bebido desde entonces ocho secuelas y crossovers, novelas, cómics, videojuegos, y figuras de acción y demás merchandising. Frente al carácter expansivo que otorgaron el formato panorámico y la steadycam a la siguiente realización de John McTiernan, Jungla de cristal (1988), película que preludiaba la fiesta del blockbuster manierista de los años noventa, Depredador era una propuesta implosiva: las texturas agrias del cine estadounidense de los setenta mudaban en el seno del plano en una estilización y estetización extremas. Depredador no cifraba por tanto el espectáculo en la acumulación más o menos dinámica de elementos vistosos y numerosos en pantalla, sino en la contundencia fetichista, asfixiante, de un puñado de cuerpos primero musculosos, después lacerados, y una sinfonía de hallazgos musicales, escenográficos, ópticos, prostéticos y de maquillaje y vestuario.
La condición primordial, salvaje de las imágenes que se infería de todo ello acababa por hacer que en Depredador las formas sumisas a una función —narrativa, dramática— tornasen en la adaptación de esas funciones a las formas. En las imágenes de Depredador tenía lugar el mismo efecto que Fredric Jameson apreció en la literatura de Ernest Hemingway: «Hemingway no escribía frases breves y bruscas para expresar la individualidad estoica de sus personajes (…) su estilo era preexistente, Hemingway inventó la individualidad heroica y aislada para racionalizar su manera particular de escribir». Ese triunfo de las formas está en la base de la retórica y la iconicidad de los mejores espectáculos… y brilla por su ausencia en Predator: Badlands; una película sin gestos de cámara, descolorida, de planificación alicorta —véase la lucha inicial de los hermanos depredadores en una gruta—, sumisa a la tiranía de los cromas digitales, incapaz en resumidas cuentas de alumbrar una sola estampa para el recuerdo en sus cien minutos de metraje. Aristóteles enarcaría las cejas ante la inutilidad de Dan Trachtenberg para suscitar terror y piedad, ya sea mediante la estructura y los incidentes del drama o a través de la vertiente, menos artística, del espectáculo.





- Montaje: Stefan Grube, David Trachtenberg
- Fotografía: Jeff Cutter
- Música: Sarah Schachner, Benjamin Wallfisch
- Distribuidora: Disney

