A veces le rezo al océano: reescrituras de Euphoria a través de Jules

Con apenas 20 años, Elizabeth Duval acaba de publicar su tercer libro (Después de lo trans, La Caja Books) mientras termina Filosofía y Letras en la Sorbona y carga sobre sus hombros con la ingrata tarea de ser el rostro visible del activismo trans en España. Un foco que le ha llevado a aceptar conversaciones en Twich con Íñigo Errejón, a navegar polémicas en PlayZ y a poner a cientos de trolls en su sitio.  De algún modo, todavía le queda tiempo para ver los dos episodios de Euphoria que Sam Levinson ha tendido como puente entre la primera y la futura segunda temporada de la serie, dos capítulos especiales que invitan a replantearnos todo lo visto hasta el momento en el fenómeno centennial de HBO. 

«Reconozco exactamente la liberación sobre la que escribe Hunter Schafer, la liberación que se produce ante unos ojos concretos»

A veces le rezo al océano: reescrituras de Euphoria a través de Jules

Por Elizabeth Duval

Si algo une a los dos episodios especiales de Euphoria, más allá de su ruptura con los esquemas de la serie durante su primera temporada —ruptura de tono, registro y estilo, más pronunciada en el primero, el de Rue—, esto es la noción de la cura por la palabra. Presente ya no solo en las terapias psicológicas que entroncan sus narrativas, sino también en nuestro imaginario de herencia cristiano; la música de fondo, tan oportunamente mariana, nos recordará en ambos que la confesión es costumbre antigua. Rousseau decía, en el preámbulo a sus Confesiones, que su cometido de mostrarse como hombre en toda su bondad y vileza no tendría —al menos en su ejecución— ningún imitador: en esto  se equivocaba. Veamos en la primera temporada de Euphoria un tribunal de conciencia llevado a cabo por Rue y dirigido tanto contra sí misma como contra su entorno. En el capítulo de Jules, debemos apreciar en la inversión una virtud: cambiar el punto de vista para que otra voz se confiese. Esta virtud corrige y al corregir modifica nuestro recuerdo de todos los fragmentos de la serie que ya hemos visionado; nos coloca en nuestro sitio, espectadores, al decirnos que no somos únicos.

El ojo de Jules que observa —o sobre el cual se proyectan las imágenes de la temporada anterior— comunica un mensaje claro y conciso: por más que los focos cambiaran de episodio a episodio, esta ha sido la historia de Rue desde un principio. No es menos cierto que el espectador tiene, en consecuencia, muchas ganas de hacerle a Jules preguntas, preguntas y más preguntas: es su comportamiento el que otrora habíamos juzgado, concebido como impulsivo, interesado, egoísta; ¿cómo si no podríamos ver a quien, frente a la miseria de una Rue adicta a las drogas, sólo aparenta querer divertirse y buscar el placer hedonista? El impulso natural, tras el final de la temporada pasada —cuando Jules deja atrás a Rue y esta, en medio de coreografías alegóricas, vuelve a recaer—, es exigir reparaciones y justificación de la parte de Jules; queremos que enmiende sus pecados, que asuma la culpa, que se ponga de rodillas. El primer episodio especial ya corregía en parte esta primera impresión, otorgando a los personajes una profundidad por momentos perceptible en la temporada anterior (por más que estuviera cubierta por brilli-brilli, purpurina, jueguitos de cámara y luces de neón). Después de todo, es a Rue a quien nos vemos impulsados a defender y cuidar; es para ella para quien deseamos un futuro (y en esta primera persona del plural incluyo también a quien escribe estas líneas: sé que Jules tendría que haberme gustado más desde el principio, que yo soy una mujer trans, que me pincho inhibidores de testosterona exactamente como ella lo hace, que comparto tantísimas cosas y que nunca he sido politoxicómana, ¡pero qué rabia me daba cada vez que le hacía daño a Rue, y cuánto cariño me inspiraba esta última, y qué ganas de acunar con las palmitas de las manos a esa Zendaya andrajosa y derrumbada!). La “proeza” del episodio está en cambiar de tema y alterar el marco discursivo: Jules no quiere que hablemos de lo que el guion predetermina para ella, y esto a varios niveles; recordemos que Hunter Schafer colabora en dirección y guion. La psicóloga, en medio de su sesión de terapia, le pregunta por sus motivos para huir, para dejar atrás a Rue… y ella responde hablando sobre cómo se plantea dejar su tratamiento hormonal.

El impulso natural es exigir reparaciones y justificación de la parte de Jules. La “proeza” del episodio está en cambiar de tema y alterar el marco discursivo: Jules no quiere que hablemos de lo que el guion predetermina para ella

Si tenemos que atenernos a criterios relacionados con el tratamiento del género en la serie, uno de los componentes más interesantes del episodio es la denuncia por parte de Jules de la feminidad como “trampa” fundamentada en el deseo masculino. ¿Qué puede inducirnos a pensar que el diagnóstico de Jules sea correcto? Pensemos en Veneno, de Javier Calvo y Javier Ambrossi. En esa producción aparece el mismo fundamento de la feminidad… pero sin cuestionamiento. En uno de sus capítulos una joven Veneno observa la escena del coito entre un hombre (que será después por ella deseado) y una mujer mientras amasa el pan, y acaba amasando con energía la imagen de una vulva: es del erotismo, y del erotismo de ser dominada por un hombre, de ser un objeto, de ser su propiedad, desde donde surge una cierta fantasía o fantasma de la feminidad. Para Jules, los constantes flashbacks nos lo recuerdan hábilmente, mezclando memoria real con imaginación o fantasías sexuales. «He intentado conquistar la feminidad toda mi vida; en algún punto del camino, la feminidad me ha conquistado a mí». También es una crítica profundamente feminista, la de Jules, aunque su punto de partida sea tan íntimo —y espiritual, como dice concebir lo trans—: una impugnación absoluta de cómo esos roles están construidos, la voluntad de abandonar todo tablero de juego que no haya construido ella misma. A mamarla.

«Una impugnación absoluta de cómo esos roles están construidos, la voluntad de abandonar todo tablero de juego que no haya construido ella misma. A mamarla»

Algunos méritos más: este episodio especial reescribe la temporada anterior, lo cual no es poco. Por aquel entonces, aunque no se excusaran algunos comportamientos de Jules, los flashbacks a su paso por un psiquiátrico querían inspirar pena, lástima, una muestra de la historia de sufrimiento —ay, ¡otra historia más de personas trans maltratadas y agonizantes, porque no había suficientes!— que ha hecho de ella la persona que hoy es. Los problemas con su madre alcohólica, ahora explícitos, permiten un paralelismo con Rue que añade infinitas capas a su personaje y a cómo nosotros podemos, ahora, visionar la primera temporada: permite a la serie hacer una elaboración más justa de Jules; bajo la mano de Hunter Schafer, su personaje deja de suscitarnos lástima para provocar la empatía. Es, desde luego, un logro.

No se puede concebir a Jules como una diosa que trasciende nuestras dicotomías. Lo único que se nos exige es la mirada atenta y desinteresada del amor: la belleza de quien mira y ve

No quiero que ningún lector de este texto o espectador de Euphoria se sienta «bien» ante lo subversivo en rupturas arbitrarias del binarismo de género. No me parece que eso sea lo más interesante; pienso que quienes quieren encontrar en el guion ejemplos de subversión en pos de la subversión —que celebrar a los cuatro vientos, que laurear por sus avances en la diversidad, que reivindicar como ejemplos de que vamos en dirección de un mundo menos binario y más libre— están desvirtuando su belleza. No se puede concebir a Jules como una diosa que trasciende nuestras dicotomías cuando la serie nos transmite a gritos la necesidad de contemplarla igual que se contempla al océano: con vaivenes, cayendo en sus mismas y propias trampas, derrumbándose y levantándose. Lo único que se nos exige es la mirada atenta y desinteresada del amor: la belleza de quien mira y ve. Yo puedo ahí reconocer a quien me mira cada mañana; que alguien como yo pueda ser amada así —con sus complejidades, con sus recaídas, con sus abandonos y traspiés, pero con toda la luz posible— es algo que pocas veces antes había visto en televisión o en película alguna. Reconozco exactamente la liberación sobre la que escribe Hunter Schafer, la liberación que se produce ante unos ojos concretos. Antes de este capítulo culpaba —en un lamentable juicio moral— al personaje de Jules por no entregarse lo suficiente; ahora entiendo sus movimientos y grietas (anchas, profundas, densas): ahora me emocionan. Nunca he buscado en el arte la redención, el sentirme identificada con los personajes; siempre he pensado que si, como para Beauvais, las artes podían ser más espejos que ventanas, sería por mi culpa y no por lo desplegado ante mí. Pero Hunter Schafer escribe sobre un amor —que probablemente no sea y poco tenga que ver con el romance de Jules y Rue, cuyo tierno y desolador reencuentro se nos presenta como escena final— en el cual encuentro un espejo. No creo que todo espectador vaya a comprenderlo: me basta con que observe que esto existe. Para él será una ventana. Pero es la primera vez que una serie me mira así.