Babygirl

  • Dirección: Halina Reijn
  • Guion: Halina Reijn
  • Intérpretes: Nicole Kidman, Harris Dickinson, Antonio Banderas, Sophia Wilde, Esther McGregor…
  • País: EEUU
  • Género: Drama erótico
  • 114 minutos
  • Ya en cines

  • «Romy es una alta ejecutiva que inicia una ardiente aventura de sexo extremo con su joven becario, Samuel (Harris Dickinson) a espaldas de su marido Jacob (Antonio Banderas). Romy invertirá su rol habitual en el trabajo, pasando de ser quien da las órdenes a disfrutar siendo sometida en la cama. Esta tórrida relación extramatrimonial le permitirá encontrar el camino hacia su libertad sexual, a pesar del riesgo y los prejuicios.»

Por Elisa McCausland y Diego Salgado

Como la energía, la cultura mainstream no se crea ni se destruye, se transforma. Y, en los últimos años, ese poder transformador se ha sustanciado en la gentrificación de géneros y argumentos tradicionalmente menospreciados, por lo que habían podido evolucionar sin complejos en nichos invisibles de mercado. Ahora, en base al menoscabo de la alta cultura y la victoria aplastante de la industria cultural pop y sus tentáculos multimedia y mercadotécnicos, dichos géneros y argumentos han entrado en el dominio público; han sido presa hasta la asfixia del académico de funko y tatuaje, el programador institucional, el activista de redes sociales, el prescriptor cultural vendido al mejor postor y el cuñado con canal en YouTube y cuenta premium en Letterboxd.

Este panorama explica el revuelo causado por películas tan insustanciales y neovictorianas bajo su vitola subversiva como Pobres criaturas (2023), La sustancia (2024), Nosferatu (2024) y, ahora, Babygirl, novela romántico-erótica como tantas otras a disposición del lector/espectador vergonzante en las baldas de cualquier librería de gran superficie o la pestaña más recóndita de su servicio de streaming. Ahora bien, frente a la dignidad de esa paraliteratura devorada por mujeres —¡y hombres!— sin rostro, que subliman imaginativamente en sus páginas las miserias laborales y las frustraciones íntimas del día a día, un producto como Babygirl oferta una pátina de dignidad, de compromiso con las inquietudes de su tiempo, que certifican su directora y su reparto de prestigio, su programación en el Festival de Venecia y los innumerables debates que está suscitando en webs y programas de tendencias.

Hay pese a ello algo de verdad en el retrato inicial de Romy (Nicole Kidman), ejecutiva de altos vuelos aunque resignada a los dictados del capital y el matrimonio, cuya ardiente liaison con un becario, Samuel (Harris Dickinson), amenaza con destruir su estilo de vida y, a la vez, con descubrirle los placeres de la sumisión premeditada, ajena a la compra-venta ordinaria de voluntades a la que estamos acostumbrados; una sumisión afín a sus anhelos más inconfesables, capaz de abismarla en la autodestrucción. Durante los primeros minutos de Babygirl, Romy es un personaje inquietante, sobre el que planea la sombra de traumas y pulsiones sin resolver, y sus coqueteos con Samuel están marcados por un aura de deseo y peligro, por la incorrección y un humor canalla. La película amaga con adentrarse en atmósferas desgarradas en sintonía con Herida (Louis Malle, 1992) o Lunas de hiel (Roman Polanski, 1992) o con hablarnos francamente acerca de las intersecciones entre erotismo y capital, como la reciente y en última instancia mucho más política Emmanuelle (Audrey Diwan, 2024)

Además, su inversión del argumento erótico y de poder habitual, es decir, el idilio entre un hombre maduro y acomodado y una mujer joven y precaria, supone un tour de force para Nicole Kidman en el que hay espacio para la incomodidad —las sempiternas elegancia y delgadez de la actriz están dando paso con la edad a una estampa weird— y también para atrevidos comentarios meta: Babygirl critica los intentos de mujeres como Kidman por aparentar lozanía cuando la edad ya no acompaña, y la ficción puede leerse como secuela de Eyes Wide Shut (Stanley Kubrick, 1999) donde follar en el seno de la pareja instituida ya no funciona como solución y las relaciones de poder han adquirido unos perfiles más líquidos, más hipócritas. La escena más perversa de la película acaba por ser el sórdido pulso entre Romy y una de sus subordinadas, Esme (Sophie Wilde), con el feminismo como arma arrojadiza.

Sin embargo, una vez planteadas todas estas situaciones, de lo más sugerentes, la película se desentiende de explorarlas, como es costumbre en el cine de hoy, para no meterse en problemas con nadie. Tras jugar a la gentrificación irrelevante del terror en Muerte, muerte, muerte (2022) y del drama erótico en Instinct (2019) —similar en algunos aspectos a Babygirl—, la guionista y directora Halina Reijn hace lo propio en esta ocasión a fin de disimular a golpe de erotismo elevado que no sabe o no se atreve a llevar nada hasta consecuencias definitorias. La ficción deviene así escena a escena un melodrama paradójicamente trasnochado, un folletín de amor y lujo con apuntes freudianos que Reijn formaliza con tics de cámara y tonalidades fotográficas propias de hace veinte o treinta años, y temas musicales de los INXS y George Michael.

El ridículo y las consiguientes carcajadas involuntarias hacen acto de aparición en los momentos más inoportunos, particularmente por lo que respecta a la crisis emocional que la coyuntura desata en Jacob (Antonio Banderas), el marido de Romy. Quién nos iba a decir que Banderas, irresistible sexy boy en producciones de entresiglos como Nunca hables con extraños (Peter Hall, 1995), sería en la actualidad el esposo, obligado a deconstruir su masculinidad para retener a su pareja. En este aspecto, se aprecia que las sensibilidades han mutado por comparación al carácter trágico y hasta sangriento de aquellos thrillers eróticos de los noventa, a cargo en los mejores casos de Adrian Lyne y Paul Verhoeven; aunque mutar no signifique lo mismo que evolucionar. En esas películas se percibía un angst, una ironía, cierta crítica a lo establecido, que brillan por su ausencia en Babygirl.

El desenlace de la película, en el que todo vuelve con un triple salto mortal a la (a)normalidad del tardocapitalismo, la copa de vino frente al fuego y el orgasmo terapéutico, tiene poco de rupturista y menos de feminista. Hasta el ciclo novelístico y cinematográfico de Cincuenta sombras de Grey, (pen)último ejemplo de paraliteratura ajena a todo intento de gentrificación, dijo más sobre las fantasías emancipatorias de las mujeres y su relación con las programaciones de género y los constructos del heteropatriarcado capitalista que la sofisticada Babygirl.

En Erotismo de autoayuda (2013), su ensayo sobre las novelas turborománticas de E.L. James, Eva Illouz concluía que «Cincuenta sombras de Grey no es alta literatura pero corta perpendicularmente la distinción entre la ficción y la realidad al trascender la condición de ensayo simbólico en torno a ciertos dilemas y las soluciones a los mismos para erigirse en estructura performativa que propone maneras de actuar y de hacer». La Romy que interpreta Nicole Kidman prefiere simular que no le pasaba nada y no ha sucedido nada con Samuel, que todo se arregla con cerrar los ojos y montarse una película en la cabeza, y eso refleja a la perfección la propia naturaleza de Babygirl, una propuesta que solo puede considerar transgresora y feminista quien haya sido adiestrado para otorgar valores a la cultura popular solo cuando se lo prescribe su gurú de cabecera.

  • Montaje: Matthew Hannam
  • Fotografía: Jasper Wolf
  • Música: Cristobal Tapia de Veer
  • Distribuidora: Diamond Films