Dolor y dinero


(Pain & Gain)

  • Dirección: Michael Bay
  • Guion: Christopher Markus, Stephen McFeely (Artículo: Pete Collins)
  • Intérpretes: Mark Wahlberg, Dwayne Johnson, Anthony Mackie, Ed Harris, Tony Shalhoub, Rebel Wilson
  • Género: Thriller, comedia
  • País: EEUU
  • 129 minutos
  • Disponible en Netflix y Prime Video

Miami, años 90. Daniel Lugo y Adrian Doorbal entrenan muy duro en el gimnasio cada día. Debido a su profesión como culturistas, dedican más tiempo a atender su cuerpo que a cualquier otra faceta que suponga un esfuerzo mental. Daniel adora el fitness, pero es un trabajo que no da mucho dinero, y pensar que toda su vida se dedicará a ello le agobia, por lo que decide pasar a la acción y dar un gran golpe. Los dos, junto con Paul, un ex presidiario temeroso de Dios, forman un grupo para extorsionar y secuestrar a un empresario adinerado. El plan parece dar resultado, sin embargo, cuando están disfrutando de su victoria, comienzan los problemas.

Por José Luis Torrelavega 

Con la excepción, muy destacada, de no pocas secuencias fordianas y parte de la obra de Preston Sturges, el cine americano no ha sido un terreno propicio para el cultivo de la sátira (al tensar la cuerda demasiado, Paul Verhoeven aseguró su expulsión del paraíso). Significativamente, buena parte de los más reconocidos al cultivarla, del Billy Wilder menos sentimental a los hermanos Coen, han persistido en la confección de unos apólogos morales bañados en cinismo e iluminados desde fuera, terreno propicio (¿notan al Prejuicio activándose cual Transformer?) para la película “barata” y “de personajes” de Michael Bay, «desgraciadamente basada en hechos reales», tal y como se nos avisa al poco de comenzar… en uno de los primeros detalles, posiblemente presentes en el formidable guión de Christopher Markus y Stephen McFeely, con los que la película proclama sus intenciones: ante la tópica acotación, siempre previa y a la manera de un chantaje al espectador, al que se pide que no suspenda su incredulidad —precisamente el terreno en el que se la juegan los mejores cineastas—, con el fin de neutralizar la ficción y vender una presuntuosa relación de verosimilitud con lo que se pretende mostrar que sucedió, Dolor y Dinero (Pain & Gain, 2013) procede, por el contrario, desactivando la credibilidad para que la recepción sea más fuerte e íntima. Una apuesta muchísimo más arriesgada que la de los mismos Coen, que arrancan Fargo (Joel Coen, 1996) con una mentirijilla, un simple juego que su adaptación televisiva repetirá y desactivará, reduciéndolo a un codazo de complicidad.

Igualmente, pero sólo desde el papel, ese «My name is Daniel Lugo and I believe in fitness» que nos da la bienvenida atiende a la deuda que todo el cine norteamericano comercial parece reconocer hacia Martin Scorsese y sus guionistas siempre que surge la voz en off de un anfitrión/protagonista, al margen de que la desconcertante suma de otros personajes/narradores otorguen otra entidad, compleja y poco complaciente, a esa referencia. Pero cuando esa escritura se hace cinematográfica, entendemos una idea de casting genial, que el cuerpo y el rostro sea el de Mark Wahlberg, con todo lo que el actor y el director saben que éste lleva detrás: en aquel momento, la encarnación de un reemplazo físico que, a partir del dominio de la neutralidad (también, de manera muy inteligente, de sus limitaciones) une en el mismo actor no sólo la renovación terrenal del star system americano en los años setenta con su prolongación muchas veces caricaturesca en los años ochenta (un contraste en el que le situó Paul Thomas Anderson en Boogie Nights (1997): Eddie Adams/Dirk Diggler es, desde ese punto de vista, un claro precedente de Daniel Lugo), sino el recuerdo de un John Garfield al que pudo evocar a veces, sobre todo con James Gray. Pero no sólo fueron Anderson y Gray: Wolfgang Petersen, Shyamalan, Peter Berg, ¡incluso David O. Russell! han sabido ver que, si se le permite respirar, la película, por viciada y fragmentada que esté, también respira a su ritmo. Por desgracia, Scorsese no lo quiso así en Infiltrados (2006), forzándole a trabajar un registro impostado que no pidió ni a Matt Damon ni a Leonardo DiCaprio.

Esa presentación fija el tono que la película ya no abandonará, incluso cuando en la segunda mitad las peripecias se enreden y se extremen (aunque Bay no pierde el ritmo, tampoco nos vuelve a sorprender). Pero un rato antes, a los quince minutos exactos de metraje, Bay presenta a Dwayne Johnson (que de manera momentánea, será también un nuevo narrador), al que persiste en filmar como una criatura mitológica. Apoteosis de contrapicados que se irán estabilizando, hundiéndole en la tierra conforme se muestra su degradación con una tonalidad narrativa (y plástica) que, hecha de ternura y estulticia, el actor entiende perfectamente. «Lo principal es el cuerpo», se afirma más o menos en un momento dado, y Bay hace suya la premisa con más inspiración que en ningún momento anterior o posterior de su carrera: «Lo principal es el cuerpo de la película”, gramos y más gramos de proteínas por cada kilo filmado; aquí se encuentra todo lo que puede apreciarse y odiarse en una película de Michael Bay, pero la medida es irreprochable, pues se reconduce hacia un compromiso estético con los personajes, seres vivos que se revelan tanto a partir de la extroversión anatómica como de la alteración de sus percepciones: las ficciones cinematográficas que los han marcado y a partir de las que interpretan sus anhelos, la religión, la droga, el sexo y un correlato del mismo que constituye el sentido último de la obra: la frustración y la impotencia.

Esa sucesión de chapoteos formales hacen muy dichoso al cineasta; la proximidad con los personajes (que, ya decimos, no viven en la realidad, sino a través del filtro de unas ensoñaciones que proyectadas en una pantalla parecerían firmadas por Michael Bay) aleja el martillo moral (la empatía de Dolor y dinero por sus protagonistas escandalizó a los familiares de aquellos que murieron en el suceso). Y a ello contribuye también que se trate no sólo de un asunto de cuerpo, sino de cuerpos muy distintos: los de Anthony Mackie, Ed Harris (un cuerpo digno que se rompe), Rebel Wilson, y, por supuesto, el de Tony Shalhoub (nueva puesta en película de la premisa hitchcockiana acerca de la dificultad de cargarse a un hombre) y Michael Rispoli, cuya muerte parece anticipar al Cronenberg de Maps to the Stars (2014). Y ante todo, los de Wahlberg o Johnson, pues no hubo química así entre actores desde los lejanos choques de músculos en Depredador (John McTiernan, 1987). Y ahora me pregunto, ¿es una casualidad que, ocho años más tarde, la presencia más fascinante del cine comercial americano sea la de John Cena, mezcla científicamente perfecta de estas dos figuras?

  • Fotografía: Ben Seresin
  • Montaje: Tom Muldoon
  • Música: Steve Jablonsky