La sustancia

  • V.O.: The Substance
  • Dirección: Coralie Fargeat
  • Guion: Coralie Fargeat
  • Intérpretes: Demi Moore, Margaret Qualley, Dennis Quaid, Gore Abrams, Tom Morton…
  • País: Reino Unido
  • Género: Terror
  • 140 minutos
  • Ya en cines

  • «’Tú, pero mejor en todos los sentidos’. Esa es la promesa, un producto revolucionario basado en la división celular, que crea un alter ego más joven, más bello, más perfecto.»

Por Elisa McCausland y Diego Salgado

Se ha escrito y dicho tanto del segundo largometraje de la directora Coralie Fargeat tras su explosivo paso en mayo por el Festival de Cannes, que a estas alturas da hasta pereza escribir y leer sobre ello. Nos interesa por tanto menos elaborar la crítica típica, escrita como si nadie se hubiera aproximado a la película en los últimos seis meses, que debatir algunos de los aspectos más alabados hasta la fecha, pues no cabe negar que, a la hora de escribir estas líneas, La sustancia es un éxito de crítica y público.

El primer aspecto es el premio obtenido en Cannes al mejor guion; un galardón referido al modo en que las imágenes se engarzan como historia, al modo en que desarrollan unos argumentos. Es la primera sorpresa que surge viendo La sustancia, pues lo cierto es que su fuerte no es precisamente la escritura visual con que desarrolla la evolución —o más bien degradación— de la estrella del fitness mediático Elisabeth Sparkle (Demi Moore, el mayor acierto de la película por los sentidos que aporta al papel su trayectoria como actriz), cuyo brillo se apaga a medida que cumple años, hasta que decide recurrir a un procedimiento médico radical que la desdobla en una Jovencita en el sentido literal y discursivo del término, Sue (Margaret Qualley).

La idea es sugerente, y recupera sobre el papel el legado de tradiciones fantásticas como la del Doctor Jekyll y Mister Hyde, Dorian Gray y el Doppelgänger o doble oscuro del individuo. Sin embargo, el excelente plano cenital que abre la película y otros recursos audiovisuales de gran firmeza dan paso a la brocha gorda con la aparición de Harvey (Dennis Quaid), el ejecutivo televisivo que se cansa de Elisabeth y queda prendado de Sue. A partir de entonces, La sustancia se convierte en una película arbitraria, sin sutileza ninguna, llena de incoherencias, donde hay que aceptar la lógica del proceso a que se somete Elisabeth y sus consecuencias sin hacerse demasiadas preguntas, pues plantearlas da al traste con la ficción.

¿Qué gana Elisabeth con el nacimiento de esa doble más joven, Sue, que la obliga a hibernar durante los períodos en que le toca salir al exterior? Si Sue es otra persona, ¿no sería más fructífero, en vez de rivalizar con Elisabeth, abrir un canal de comunicación con ella que beneficiase a las dos a largo plazo o, por el contrario, no tendría todo el sentido del mundo que, como el Gray de Oscar Wilde o el Hyde de Robert Louis Stevenson, Sue delatase con un comportamiento insumiso, ajeno a las conveniencias, el fracaso del trayecto vital y profesional de Elisabeth, aunque solo fuese con el objetivo de evitarlo, de reubicar su lugar en el mundo?

En ese sentido, ¿por qué no hay apenas variaciones entre el programa de fitness que realizaba Elisabeth para la cadena, en el aire desde los años ochenta o noventa, y el que empieza a realizar Sue en pleno siglo XXI? En La sustancia no hay ningún trabajo de recontextualización de la objetualización femenina en el mainstream, como si el caso Harvey Weinstein, el movimiento #MeToo y los nuevos paradigmas virtuales no hubiesen dado lugar a formas más insidiosas y complejas en la relación de las mujeres con sus cuerpos expuestos ante el show business y las pantallas; como si no existiesen en la actualidad nuevas opciones para la apropiación, la resignificación o la confusión.

La sustancia parece en demasiadas ocasiones una película escrita hace años y de forma precipitada, sin cuidado por los detalles, y esa impresión aumenta durante su segunda mitad de metraje, en la que Coralie Fargeat juega al “me he vuelto muy loca, mirad qué atrevida soy” sin orden ni concierto, con un afán de epatar a golpe de fuegos artificiales a la nueva burguesía crítica y cinéfila que ha reemplazado a la viejuna en festivales, publicaciones especializadas y circuitos de la distribución y la exhibición. Argumentar que con todo ello la realizadora francesa subvierte ciertas codificaciones del fantástico desde una perspectiva feminista nos lleva al segundo aspecto problemático del filme, y son sus discursos de género, que por supuesto han abrazado raudos y veloces la mayoría de los analistas para sentirse protegidos bajo su paraguas, aunque si se analizan con cierto detenimiento hacen agua por todas partes.

La primera película de Fargeat, Revenge (2017), sí perfilaba con esmero una relectura del rape and revenge que implicaba la deconstrucción de sus claves y su reconstrucción con un aparato narrativo y, no lo olvidemos, plástico, que legitimaba su diálogo con el género. La sustancia, por el contrario, funciona como una coctelera de guiños —de David Cronenberg a Frank Henenlotter pasando por David Lynch, Brian Yuzna o Stephen King— que, como es lógico, no puede atender a las peculiaridades productivas ni autorales de los mentados ni trabajarlas, aunque eso no le importe tanto a Fargeat como los reconocimientos que, acordémonos de Titane (2021) o Sangre en los labios (2024), iban a procurar a la directora las meras citas. Como escribía el crítico Álvaro Peña hace pocos días, Fargeat ha empezado a mirarse en el espejo de la intelligentsia cinematográfica, y le gusta lo que ve.

El efecto político de esta frivolidad queda en evidencia cuando Fargeat se deleita primero en la descomposición del cuerpo de Elisabeth y la exuberancia física de Sue con el objetivo supuesto de sorprender después al espectador en la escena cumbre con un nuevo organismo: el Monstroelisasue, cuya carne desencajada se sitúa por encima de la manipulación sistémica, del mercadeo con la autopercepción angustiada que tienen las mujeres de sus cuerpos, para ejemplificar con orgullo la fusión de lo viejo y lo nuevo, lo repugnante y lo bello, las contradicciones del posfeminismo y las victorias del feminismo de cuarta ola. Sin embargo, Fargeat deja a un lado con rapidez el Monstroelisasue —demostrando que jamás ha entendido a David Cronenberg— y de paso a Sue, que resulta ser una figura utilitaria para resaltar en los últimos minutos, de nuevo plano cenital mediante, la tragedia dramática de Elisabeth cual Norma Desmond contemporánea. Este final, de sesgo reaccionario, decididamente antifeminista, confirma las sospechas en torno al nulo rigor de la agenda de Fargeat.

Por estos motivos, no es de extrañar que, si en el cine fantástico lo habitual es que uno o dos títulos espléndidos marquen de pronto una nueva tendencia en el género de la que se aprovechan infinidad de películas derivativas, menores, con la repercusión de Titane o La sustancia está sucediendo lo contrario: alrededor de malas digestiones de filmes del pasado, como las de Julia Ducournau y Coralie Fargeat, ha surgido una pléyade de imitaciones mucho más interesantes que las películas que han alumbrado la tendencia. Si el público tiene curiosidad por explorar vertientes actuales del body horror más o menos feminista que trascienden la impostura, toca recomendar Rabid (2019), Apéndice (2023), Else (2024) o Body Odyssey (2024); películas imperfectas pero con una aspiración mínima a la coherencia y la verdad en sus imágenes.

  • Montaje: Jerome Eltabe, Coralie Fargeat, Valentin Féron
  • Fotografía: Benjamin Kracun
  • Música: Raffertie
  • Distribuidora: Elástica Films