San Sebastián 22 #4: Crímenes del futuro

Crímenes del futuro se ha proyectado como parte de la celebración del Premio Donostia a David Cronenberg en el 70 Festival de San Sebastián.

Apenas unas semanas antes del estreno mundial de Crímenes del futuro en la sección oficial de Cannes de este año, David Cronenberg puso a la venta un NFT de las piedras del riñón que le habían extraído recientemente. Una parte de mí lamenta ver caer a artistas que admiro en redes colindantes al mundo crypto, pero si hablamos del cineasta a quien debemos conceptos como los de “nueva carne” o “instrumental ginecológico para operar a mujeres mutantes”, el hecho de transformar una intervención quirúrgica en un gesto creativo no deja de resultar coherente. Más allá de lo anecdótico, la coincidencia en el tiempo de la audacia NFT con el vigésimo segundo largometraje del canadiense activa de manera inevitable los resortes del (sobre)análisis crítico.

El guion de Crímenes del futuro llevaba escrito más de dos décadas, lo que sitúa su génesis justo después de eXistenZ, con la que comparte una filiación clara por las maquinarias de apariencia carnosa que se enchufan orgánicamente al cuerpo. Sin embargo, otros proyectos fueron postergando reiteradamente su realización y alejando progresivamente al director de ese terreno hasta, finalmente, ver la luz como una excrecencia. Como un texto a destiempo y, a la vez, extrañamente idóneo para el aquí y el ahora.

Por un lado, se trata de la primera película de Cronenberg desde Maps to the Stars, presentada en 2014; un largo lapso de inactividad fílmica durante el cual sus herederos (literales y simbólicos) han entregado sus primeras obras mayores, caso de Titane de Julia Ducournau y de Possessor de su hijo Brandon Cronenberg, pero que también ha alimentado el anhelo cinéfilo de una nueva dosis del imaginario cronenbergiano. En este aspecto, Crímenes del futuro difícilmente puede decepcionar: se ambienta en un mundo (¿futuro?) que presencia en tiempo real y con cierta alarma la evolución del organismo humano hacia zonas desconocidas, y sus protagonistas son una pareja artística, Saul Tenser (Viggo Mortensen) y Caprice (Léa Seydoux), que han convertido en performance la extracción de los órganos que genera espontáneamente el cuerpo del primero. Y, quizá por haber permanecido tanto tiempo en un rincón de la mente de su autor, el filme parece haber ido adquiriendo capas y resonancias de toda su filmografía, no solamente por el hecho de reciclar y dar nueva vida al título que ya había bautizado su segundo largo. Rodado en Grecia, en él hallamos la luz mediterránea y la sensación de exilio de El almuerzo desnudo, pero también la oralidad en primer término de sus trabajos más recientes, puesta al servicio de un relato de ciencia ficción pura, como los de sus inicios, donde los diálogos se llenan de referencias a corporaciones, grupos clandestinos y espionaje entre personajes de nombres extraños (Wippet, Klinek, Lang Dotrice o la memorable Timlin que Kristen Stewart encarna con inestable métrica gestual y verbal) para ir ramificando los múltiples discursos conceptuales que despliega la propuesta, acaso el aspecto que más se ha enriquecido de su estancia en el limbo.

«Detesto lo que está sucediendo con mi cuerpo», afirma Tenser en una escena del filme. De haberse estrenado en 2002, probablemente veríamos a este personaje como un antihéroe más en la filmografía de Cronenberg. Sin embargo, hoy, cuando el director está a punto de cumplir 80 años y somos conscientes de que sus órganos están empezando a decaer y a rebelarse, produciendo cuerpos extraños, la ficción empieza a teñirse de autorretrato. Incluso los rasgos de Mortensen empiezan a recordar a los del firmante de Crash, y aunque la mímesis no sea tan completa ni buscada como la que se producía entre Antonio Banderas y Pedro Almodóvar en Dolor y gloria, hay pasajes en que ambas películas vibran con una similar conciencia achacosa. No olvidemos que el año pasado el director se filmó besando y acariciando amorosamente una figura de su cadáver en el morboso/hilarante/emotivo microcortometraje The Death of David Cronenberg.

Con todo, Cronenberg nunca ha estado particularmente interesado en poner el foco en sí mismo. Por eso, aunque en Crímenes del futuro se discuta sobre los dolores corporales y las complejidades de la creación —¿es un proceso intelectual o una reacción física? ¿Son obras de arte los tumores que genera Tenser? ¿Tiene sentido que el director contemple las piedras de su riñón como algo que pertenece a un plano similar a sus películas?—, lo que más resuena en el filme es la radical propuesta de que quizá el único futuro de la humanidad es empezar a consumir y alimentarse de los residuos que ha producido, y la apesadumbrada certeza de que la verdadera carne nueva (representada por el cadáver de un niño de 8 años) será ocultada; su revolución silenciada por un uso meramente cosmético de la transgresión. Una crepuscular meditación sobre el porvenir que Cronenberg conjuga en presente a partir de un cuerpo gestado en el ayer. Gerard Casau