San Sebastián 19 #5: China

– San Sebastián 19 #5: China –

Hasta siempre, hijo mío
de Wang Xiaoshuai
con Wang Jing-chun, Yong Mei, Qi Xi
Perlas de San Sebastián / Hoy en cartelera


La pérdida, el duelo y el tránsito a quién sabe dónde. La vida abreviada en sus cimas de dolor y esperanza, pero sobre todo el antiespectáculo demoledor del conformismo, un asunto que en teoría es cosa nuestra, de cada uno y de cada cual. Wang Xiaoshuai, director de La bicicleta de Pekín (2001) o Sueños de Shangai (2006), se explaya sobre el particular e imputa a su país.
 
Lo que pasa en China se queda en China, no tenemos ni idea de lo que pasa en China pese a que el mundo se transforma según se transforma el país oriental, cuyo carácter tradicionalista no le impide expresarse cambiante, proteico y convertible para que todo en él siga igual. Lo que pasa en China nos queda muy lejos, pero de vez en cuando llega de allí una película que parece hablar de lo suyo con arrullos de confidente, con más conocimiento que autoridad y sin prisa ninguna, demorándose en los pormenores íntimos de unos personajes que se dirían más desorientados que nosotros, o al menos con más razón. Porque aquel lugar no siempre es un buen lugar. No parece serlo. Ninguno lo es. Pero eso: China.
 
A Wang Xiaoshuai se le atribuye un talento especial para, poniendo el foco en las partes, armar un todo, para desde los individuos dar el colectivo y evocar el timbre civil del gigante rojo. Quien firma estas líneas, juraría no haber visto ninguna otra película del autor, pero certifico que de ese modo exacto opera Hasta siempre, hijo mío, desplegando meticulosamente el mapa sentimental y socioeconómico de un par de familias con posibilidad de promocionarse a clase media, como el país mismo, desde los años ochenta hasta la actualidad. El drama, que se abre con una tragedia (la peor de todas), se cifra en la drástica política china para la planificación familiar, que en 1979 implantó la ley del hijo único por pareja, y con la vista fija en ese faro ciego transcurre a lo largo de tres décadas de luto y frustración, o de inercia y despotismo ilustrado, mejor decir, hacia un porvenir fantasmagórico, todo él promesas. Es la unidad familiar, por tanto, donde se cobija un relato que irá dando en una película no tanto de rostros como de cuerpos, de colectivos breves sentados a la mesa de la cocina y de multitudes obreras —pese a que la multitud siempre es una— a punto de la insubordinación, de hombres y mujeres no solo descontentos, sino capaces de un descontento mayor, cuyas partículas en suspensión irán tomando la pantalla mientras se nos sugiere que allí se está hablando de otra cosa, de la genealogía, del linaje, de la continuidad de la sangre y acaso de la transmisión. De mejorías.

Xiaoshuai dota a su película de andares clásicos, la equipa con modos de drama circunspecto aunque en realidad está pilotando, en aterciopelado vuelo rasante, el puzle de un melodrama de cinco mil piezas, con todas las letras e incluso con sus estribillos, como la bondad constituyente de las gentes sencillas o sus tres visitas al hospital. Y la destreza en el manejo de cada episodio en relación con el resto, sus ires y venires en la cronología, como quien dispone una senda de piedras sucesivas sobre las que ir cruzando la película, logran una ingeniería secreta, una gramática tan elaborada como volátil y espléndida en boca, capaz de condensar en vapor de tiempo las tres horas de metraje.

Xiaoshuai trabaja en atención a modales clásicos y en ellos forja una voz propia pero muda, retirada, galante para con la querencia de una película instalada en la idea última de que una familia es una familia es una familia. Rubén Lardín