Oppenheimer
- V.O.: Oppenheimer
- Dirección: Christopher Nolan
- Guion: Christopher Nolan
- Actores: Cillian Murphy, Emily Blunt, Robert Downey Jr, Matt Damon, Florence Pugh, Ben Safdie,
- Género: Drama
- País: EEUU
- 180 minutos
- 20 de julio en salas
«Película sobre el físico J. Robert Oppenheimer y su papel como desarrollador de la bomba atómica. Basada en el libro ‘American Prometheus: The Triumph and Tragedy of J. Robert Oppenheimer’ de Kai Bird y Martin J. Sherwin.»
Por Elisa McCausland y Diego Salgado
En una escena temprana del duodécimo largometraje de Christopher Nolan, al director del laboratorio donde se crearon entre 1941 y 1945 las primeras bombas atómicas se le brinda una pista acerca de la aspiración última en que deberían cristalizar sus afanes como físico teórico y, en última instancia, como ser humano: «Lo importante no es tener la capacidad de leer una partitura, sino saber escuchar la música que está escrita en ella».
Como todos los personajes de Nolan —como todo su cine— el Oppenheimer encarnado por Cillian Murphy conoce de sobra la letra de aquello que ama, en su caso la mecánica cuántica y la física nuclear; pero su masculinidad neurótica, y su confianza arrogante en los mecanismos antes que en los trasfondos de las disciplinas citadas, le impiden escuchar la armonía de las esferas, la música que aúna las muchas complejidades de nuestra existencia y el mundo.
Durante sus primeros cuarenta y cinco minutos, Oppenheimer da cuenta con un vigor formidable de la neurosis que aqueja a su protagonista: su conciencia preclara en torno al poder del universo subatómico, y su impotencia para hacerlo vibrar en la longitud de onda de nuestro mundo visible, algo que le permitiría de paso participar como individuo de cuanto le rodea. Nolan compone un relato biográfico del joven Oppenheimer en el que su pasión por el conocimiento, las visiones místicas, el compromiso político y el desorden sentimental desbordan al personaje y al propio espectador mediante una narración sublime, bigger than life, propia de un Terrence Malick atiborrado de esteroides.
Nolan hace gala de una veta metafísica que ya había hecho acto de aparición en Following (1998), Origen (2010), Interstellar (2014) o Dunkerque (2017) y que se sustancia a través de efectos abrumadores de sonido, deslumbramientos lumínicos, un montaje vertiginoso merced al cual se disputan las imágenes lo figurativo y lo abstracto, y unos diálogos perspicaces en los que la belleza de los conceptos oculta a duras penas las tinieblas emocionales de hombres a quienes parece no quedar otra opción a partir de cierto momento de sus vidas que sublimar su infelicidad como destructores de mundos.
Pasado ese primer tramo excepcional de película, descubrimos que se trataba tan solo de una introducción, de un retrato sin mayores consecuencias de Oppenheimer. Nolan prefiere consagrar el resto de las tres horas de metraje a las tensiones en el seno del equipo de científicos que alumbró en Los Álamos (Nuevo México) las bombas atómicas arrojadas en 1945 sobre Hiroshima y Nagasaki, y a las miserias ideológicas que rodearon la vida de Oppenheimer tras la Segunda Guerra Mundial. La película se abstrae concretamente hasta su desenlace en dos procesos pseudo-judiciales narrados en paralelo: el primero contra Oppenheimer en 1954, el segundo contra Lewis Strauss (Robert Downey Jr.) en 1959.
Con dichos procesos, Nolan ambiciona denunciar la falta de escrúpulos y la irresponsable carrera armamentística de los gobiernos estadounidenses durante los años cincuenta, así como la querencia de la opinión pública de cualquier época por sacrificar a las personas de valía una vez han dejado de alinearse con las expectativas colectivas. Este larguísimo apólogo moral, al que debe sumarse la precipitada eclosión en Oppenheimer de una conciencia torturada cuando cae en la cuenta de lo que han implicado en la práctica sus ensoñaciones como moderno Prometeo, es poco convincente y, además, otorga un carácter mundano a lo que había sido previamente una historia de tintes mitológicos sobre científicos entendidos como alquimistas y lunáticos.
Lo más curioso es que la película se transforma, en sintonía con esos argumentos, en un melodrama judicial sustentado en los actores y la dinámica del plano/contraplano, que evoca en sus mejores momentos Tempestad sobre Washington (1962) y, en los peores, cualquier película noventera de juicios, sorpresa de garrafón incluida; pero Nolan no renuncia a seguir adornando a cada tanto la narración con efectismos visuales y sonoros que ya no tienen razón de ser. Escenas como la del discurso de Oppenheimer a los trabajadores eufóricos de Los Álamos tras la victoria de Estados Unidos sobre Japón, adolecen de una falta total de sentido de la medida.
La sobredimensión del signo —música altisonante, recurso al blanco y negro y al IMAX, alternancia de líneas temporales— ya no se corresponde con la dimensión terrenal en que se ha instalado el relato, y vuelve a poner en cuestión, tanto el rigor conceptual del espectáculo inteligente que a Nolan le gusta practicar, como el auténtico alcance de sus útiles como director. Citar, como han hecho entre otros el propio Nolan, JFK (1991) para legitimar Oppenheimer en base al multitudinario reparto estelar de una y otra película, su aspiración compartida a ser “grandes eventos” sociopolítico y sus estrategias respectivas de montaje, es una arbitrariedad insostenible. Nada tiene que ver la riqueza dialéctica que se deducía del reparto, el pensamiento conspiranoico y el juego con las texturas y los tiempos en el filme de Oliver Stone, con la gravedad sin fundamentos esenciales y el carácter prosaico que presiden la mayor parte de Oppenheimer.
Lo único cierto es que, después de haberse asomado al abismo de la creación junto a Oppenheimer y haber acertado a escuchar los primeros compases, bellos y aterradores, de la música de las esferas, Nolan ha reculado nuevamente para refugiarse en el puerto seguro del biopic de prestigio, la emoción superficial y los golpes de pecho ideológicos, al igual que su personaje cae en las redes de la burocracia, los matrimonios mezquinos y los intereses partidistas. Una opción que va a procurarle al realizador muchos aplausos hoy, pero que ya veremos cómo resiste el paso del tiempo. Con la elección de Robert Oppenheimer como protagonista de su última película, Christopher Nolan demuestra conocerse a sí mismo a la perfección… y conformarse con lo que hay. Oppenheimer es la crónica de un pensador abocado a un fracaso vital doloroso en su empeño por comerse el mundo, orquestada por un director con tendencia a codificar ese fracaso como éxito.
- Montaje: Jennifer Lame
- Fotografía: Hoyte van Hoytema
- Música: Ludwig Göransson
- Distribuidora: Universal Pictures