El chico y la garza
- Dirección: Hayao Miyazaki
- Guion: Hayao Miyazaki
- País: Japón
- V.O.: Kimitachi wa dô ikiru ka
- Género: Drama fantástico
- 124 minutos
- Ya en cines
«Un joven llamado Mahito, que añora a su madre, se aventura en un mundo compartido por los vivos y los muertos. Allí, la muerte llega a su fin y la vida encuentra un nuevo comienzo. Una fantasía sobre la vida, la muerte y la creación, en homenaje a la amistad»
Por Elisa McCausland y Diego Salgado
Si algo ha dejado claro su duodécimo largometraje animado es la alta estima como cineasta en que se tiene actualmente a Hayao Miyazaki. El chico y la garza ha venido acompañada por galardones honoríficos en festivales internacionales para su autor, nuevos estudios centrados en su trayectoria, y una estrategia de apagón publicitario previo al estreno de la película en su país natal que ha fiado —con éxito— los resultados en taquilla de la producción más cara en la historia del cine japonés al atractivo para la audiencia del estudio Ghibli y, en particular, Miyazaki.
Ahora nos parecen primitivos aquellos tiempos en los que su octavo largometraje, El viaje de Chihiro (2001), obtenía el Oso de Oro en el Festival de Berlín y el galardón se celebraba como una equiparación del cine animado con el “de verdad”. La esfera pública ha experimentado en los últimos veinte años tales cambios en lo que se refiere a la valoración de la cultura popular que Miyazaki ha pasado a ser considerado uno de los grandes nombres del cine contemporáneo; para nosotros, el heredero de la modernidad humanista que representaron Akira Kurosawa y Masaki Kobayashi.
En este aspecto, la animación, las inquietudes animistas y medioambientales, y la filiación con clásicos literarios occidentales no dramáticos sino adscritos a la fantasía infantil, hacen de Miyazaki un cineasta de la posmodernidad. Pero hay que distinguir las películas suyas que han superado el (des)encanto moderno a través de la expresión sin ambages de la aventura y lo fantástico —pensamos en Nausicaä del Valle del Viento (1984), La princesa Mononoke (1997) o El castillo ambulante (2004)— de aquellas en que la imaginación ha prendido en las imágenes a partir de la vibración de la realidad en una longitud de onda diferente; de Mi vecino Totoro (1988) a Ponyo en el acantilado (2008) pasando por El viento se levanta (2013), drama (auto)biográfico condicionado por la mirada que depositaba el protagonista sobre el arte y la técnica de volar como eventos prodigiosos: “Los aviones son sueños maravillosos. Los ingenieros hacen esos sueños realidad”.
El chico y la garza se imbrica en el segundo grupo de películas, hacia el que han virado los intereses de Miyazaki con los años. Algo que influye en su animación y los discursos asociados a la misma, en contaste a los puntos de vista articulados bajo el signo moderno de la imagen fotorrealista. El sense of wonder trabajado con virtuosismo y amor al detalle se basta para que los filmes mayormente fantásticos de Miyazaki funcionen como relectura de unas determinadas tradiciones —limitaciones— representativas y sus sentidos. Pero, cuando se trata de recrear a partir de la nada nuestros consensos en torno a lo tangible, la labor de zapa que lleva a cabo Miyazaki es más sutil. Su animación invoca en la pantalla un estado de conciencia más real que lo real, capaz de redescubrirnos el valor de las texturas, los colores, el sonido y el movimiento que nos rodean en el día a día, con el propósito último de honrar la belleza de participar de un mundo que respira, que renueva su propósito de ser a cada instante.
“¡Hay que vivir!”, se nos decía en El viento se levanta. Y ese imperativo, esa voluntad encarnada en la palabra y la animación de lo invisible, el aire, trascendía las vertientes más impresionistas de la realidad para abrir la puerta al acto de fe, el numen, las dimensiones mistéricas de la vida. En los primeros minutos de El chico y la garza se produce la misma transmutación de los hechos de la existencia en milagros formalizados mediante una espectacular animación manual en 2D. El protagonista del filme es Mahito, un chaval de trece años que viaja con su padre al campo para huir de los rigores de la Segunda Guerra Mundial, que han derivado en la muerte de su madre. Mahito sobrelleva a duras penas el duelo por esa pérdida, una nueva y problemática relación sentimental de su padre, y la inadaptación a un nuevo colegio. Hasta que una garza resulta ser la llave a un mundo paralelo al nuestro…
No es la primera vez que Miyazaki predispone al espectador a aceptar lo inesperado alejando a los personajes del mundanal ruido y abriendo con ello las puertas de su percepción a conjugaciones insólitas de sus sentimientos y sus sentidos. Sin embargo, en pocas ocasiones ha resultado más delicado el cineasta que en el tramo inicial de El chico y la garza, que combina a la perfección la transparencia narrativa al relatar la muerte de la madre de Mahito y la llegada del adolescente a su nuevo hogar, con los instantes sublimes, que arrasan con las convenciones en nuestra experiencia del tiempo y los espacio: una lluvia de brasas, el vuelo rasante de un ave sobre la superficie de un lago, la luz del atardecer cuando Mahito despierta de una siesta, las ruinas umbrías de una edificación misteriosa.
El poder de sugestión de este largo prólogo es tal que, cuando arranca la aventura de tintes alicísticos de Mahito, plagada de criaturas metafóricas y simbólicas que apelan a los traumas psicológicos del chaval, nos invade una sensación de exceso, de arbitrariedad, realzada por la confusión que preside el relato y un ritmo desigual. Miyazaki se emborracha de su lado más imaginativo, a estas alturas muy codificado, y la consecuencia paradójica es que el encanto de que hablábamos salta por los aires: el dibujo de la realidad está lleno de sugerencias espléndidas sobre cómo vivir mientras que la fantasía desatada no puede ser más pedestre.
Tenemos nuestra teoría, y es que, a los ochenta y dos años, Miyazaki se siente atraído sobre todo por los sucesos vitales y culturales que hicieron de él el ser humano y el artista que ha llegado a ser, pero el sistema de producción del que son cómplices sus películas le obliga a brindar al público cierta concepción del espectáculo. Una pena si tenemos en cuenta que lo más subversivo de El chico y la garza son momentos como el plano sostenido de un pie de mujer que desciende de un carruaje y el impacto que ello tiene en Mahito. La pugna entre culpa y deseo, amor y odio, que se percibe en los ojos del joven da alas a nuestra imaginación con una potencia mucho mayor que los monstruos, las quimeras y los portentos que saturan el metraje. Ha llegado quizá el momento de que lo que entendíamos por fantasía, moneda de cambio en el panorama sociocultural de hoy, se vea sometida a una revisión similar a la que delató los límites de la modernidad cinematográfica.
- Montaje: Rie Matsubara, Takeshi Seyama, Akane Shiraishi
- Fotografía: Atsushi Okui
- Música: Joe Hisaishi
- Distribuidora: Vértigo