Francisca

  • Dirección: Manoel de Oliveira
  • Guion: Manoel de Oliveira (Novela: Agustina Bessa-Luís)
  • Intérpretes: Teresa Menezes, Diogo Dória, Mário Barroso, Manuela de Freitas, Rui Mendes, Francisco Brás, Isabel de Castro
  • Género: Drama
  • País: Portugal
  • 166 minutos
  • Ya en salas

Narra la historia de amor del escritor Camilo Castelo Branco por Fanny Owen, una muchacha de origen inglés que, por su parte, se enamora de un compañero, amigo y rival del escritor, José Augusto.

Por Alfonso Crespo

Cuando en los años noventa João Bénard da Costa eligió sus películas favoritas de la historia del cine solo se permitió dos con menos de cincuenta años, seguro como estaba de que cualquier presente potencia el engaño con sus oropeles, y que únicamente el tiempo pone a cada cosa en su sitio. Estas excepciones fueron el Hitler de Syberberg y Francisca de Oliveira. Además de por lo artificioso y por cierta melancolía arrasadora que atraviesa ambos títulos, puede que el cineasta alemán, que calificaba al cine de «gran compensación», es decir, de antídoto inesperado desde el propio maquinismo —sueño de la razón, consecuencia mágica de la aleación de ciencia y técnica—, supiera nombrar mejor que nadie una posibilidad del cine cifrada en su naturaleza multiforme, y que también salpicaba a su colega portugués: la de ir a contracorriente de su invención, de su siglo, la de ser un médium entre-tiempos.

El Oliveira que los cinéfilos ya talluditos conocimos, aquel que estrenaba en España, aun en provincias, una película al año cuando él contaba con más de 80, viene de aquí, de Francisca (1981), y alcanza su apogeo en El zapato de raso (1985), aunque estas películas se vieran más tarde, en algunas de las copias más infames que se recuerdan en el mercado del DVD patrio. Así, habríamos asistido a la resaca, ya en los noventa (La divina comedia, El valle de Abraham, La caja, Party… hasta La carta), de lo que aquí surge, en este colofón de la «tetralogía de los amores frustrados» —tras El pasado y el presente, Benilde y Amor de perdición— donde Oliveira pudo ejercitar y desplegar las por entonces lejanas intuiciones de la revolucionaria Acto de primavera (1963), el maridaje del registro, del trazo de real, con la duración, fuente de todas las incertidumbres y ambivalencias. Cuesta aún creer que Francisca, que inaugurara la decisiva relación del cineasta con el por entonces joven productor Paulo Branco, solo fuera el sexto largometraje del baziniano Oliveira, quien, además de custodiar su memoria desde el mudo, ofrecía aquí su personal respuesta a la ontológica pregunta ¿qué es el cine?: una operación de fijación de lo preexistente, su conversión en imágenes y sonidos, que se interroga sobre el potencial representativo que su impura especificidad añade al legado.

En Francisca, entonces, comparece una novela de Agustina Bessa-Luís, su Fanny Owen (1978) que João Roque y Linda Beringel ya le habían hecho pensar en términos de guion para un proyecto fallido, y donde la escritora, aprovechando la presencia de Castelo Branco en este particular triángulo de pasiones basado en hechos reales (de los que Oliveira, curiosamente, tenía constancia gracias a la familia de su mujer), había estilizado los parlamentos a la manera tardorromántica. Y es esta literatura, como advirtiera Peter von Bagh al calificar la entraña del proceder de Oliveira, la que va a ser leída cinematográficamente, no en términos de reconstrucción o traducción según sucedáneos gramaticales, sino a partir de ese pulso a la cronología que pone a las máquinas a reinventar su origen: ofrecer una imagen del siglo XIX como si el cine ya hubiera estado allí unas décadas antes de su nacimiento y fijación, aún sin institucionalizar, como fuerza de reanimación, entre lo bajo y lo alto, lo popular y lo culto, del resto de artes. Ante los tableaux de Francisca sentimos, además, que para esta fuerza todo está permitido, y que al sumarse y fundirse en ese système des beaux-arts (así Daney definiría El zapato de raso) alcanza su verdadera autonomía y objetivo, el de conmover, el de sacudir sensibilidad y pensamiento, mientras afila y realza todos los artificios.

Esta rehabilitación del cine y sus poderes es moderna, sobre todo, porque Oliveira sabe que su película necesita del espectador para completarse. A él parecen tantear las miradas perdidas de los personajes que, más que metaforizar así sus decalajes —a la manera dreyeriana—, proyectan en el infinito la imposibilidad, ya herida por el cinismo, de conciliar contrarios, la esfera corporal con la espiritual, la pasión con el amor. El cineasta, baziniano pero también sadiano, quiere, como el divino marqués, que todo pase por la palabra como espacio de la libertad máxima, ahí donde todo se dice con franqueza despiadada, si bien bajo una estilización extrema («producir un ángel en la plenitud del martirio»; bello spoiler que emerge de la boca mustia del demiurgo José Augusto, interpretado por Diogo Dória). Solo el espectador puede poner en perspectiva estas «bellas palabras», al verlas rozadas con la puesta en escena de Oliveira, lo que, posiblemente, fuera lo que nunca gustó del todo a Bessa-Luís de sus adaptaciones: esa práctica, digamos con otro calificativo extraído de una personalidad, deleuziana (y el filósofo, espectador de excepción de Francisca, le dedicaría una honda reflexión a Oliveira como gestor de imágenes-afección a partir de las irrupciones de Dória a caballo bajo techo) mediante la que el cineasta llevaba sin miramientos a su terreno los materiales —y la constelación de conceptos— que lo inspiraban.

La palabra es tan potente y tan creativa en Francisca que a veces esta puesta en escena no puede sostenerla, como en aquellas ocasiones, justamente famosas, en que se repiten las secuencias. A Daney, que alabó estos estrangulamientos definitivos del naturalismo, le inspiraron la idea de la llegada de los falsos rácords al sonido, por fin a la altura de la banda de imágenes en esa inyección de inefabilidad que introducen las tomas cuando no casan del todo, y a Bénard da Costa la constatación de que en esas repeticiones se condensaba el secreto de la película, quizá incluso alguna de las claves del universo de Oliveira: en el baile donde el trío planta la semilla de su autoconsciente fatalidad —es decir, donde Camilo se enamora y José Augusto y Fanny armonizan su apasionado e inmoral pesimismo—, la joven zanjará la duplicada conversación con el primero con su lema «el alma es un vicio». En esta pendiente hacia el oxímoron, en este abrazo entre lo más invisible y lo que salta a la vista, se extraviarán sus destinos, sublimes y ridículos a la vez, y se formulará, alto y claro, la poética de Oliveira: los efectos de la inestable coyunda entre materia y espíritu que establece el cine cuando sus mecanismos se ponen en marcha. Igualmente, al final, en el careo de José Augusto y la criada, el campo y el contracampo resultan imposibles de suturar, y se siguen, reescenificados, como las caras de una única moneda, pues solo así, como confesara el propio cineasta, se puede transmitir el espanto, la grotesca negrura que impacta en la sirvienta servida por el cruel discurso del viudo alrededor de la víscera de Fanny, un corazón en el santuario. Y es que «el ridículo sobrevive hasta en la mansión de los muertos», como había sentenciado visionariamente el funesto José Augusto en los primeros minutos de película.

Se representa, así, en esta capilla, el delirio definitivo de la palabra ensimismada y fatua que José Augusto y Fanny comparten incluso más allá de la vida, y a partir de la cual la joven ha devenido en imagen, en este caso desde un premeditado menosprecio, proceso del que, en el fondo, trata Francisca y que Oliveira irá variando y perfeccionando hasta Singularidades de una chica rubia y El extraño caso de Angélica. Aquí, en la fabulosa y buñueliana escena del rapto, Teresa Menezes ya es ese torpe autómata desnudado por una cámara que al mirar a la pareja en su errática escapada, cronometrando simplemente sus gestos, revela al aire libre la misma irreparable claustrofobia que desde el principio se cierne sobre sus espacios.

  • Fotografía: Elso Roque
  • Montaje: Monique Rutler
  • Música: João Paes
  • Diseño de vestuario: Rita Azevedo Gomes
  • Distribuidora: Atalante Cinema