Los asesinos de la luna
- Dirección: Martin Scorsese
- Guion: Eric Roth, Martin Scorsese (basado en el libro de David Grann)
- Intérpretes: Leonardo DiCaprio, Robert De Niro, Lily Gladstone, Jesse Plemons, Brendan Fraser, John Lithgow, Barry Corbin, Louis Cancelmi
- País: EEUU
- V.O.: Killers of the Flower Moon
- Género: Ciencia ficción
- 206 minutos
- Ya en cines
«Ambientada en la Oklahoma de la década de 1920, narra los asesinatos en serie de los miembros de la nación indígena Osage, que era muy rica en petróleo; una serie de crímenes brutales que más tarde se conocería como el «Reinado del Terror».»
Por Elisa McCausland y Diego Salgado
El proceso de envenenamiento más lento de la historia del cine. Así podría resumirse el vigésimo sexto largometraje de ficción de Martin Scorsese, un evento cinematográfico de qualité tan calculado como las producciones de Marvel Studios contra las que ha arremetido en más de una ocasión el director de las extraordinarias Taxi Driver (1976), Toro salvaje (1980), La última tentación de Cristo (1988), Uno de los nuestros (1990), La edad de la inocencia (1993) y El lobo de Wall Street (2013) y las irregulares pero fascinantes Alicia ya no vive aquí (1974), El rey de la comedia (1982), After Hours (1985), El color del dinero (1986), Casino (1995), El aviador (2004), Shutter Island (2010) y Silencio (2016).
Aunque enunciar todos estos títulos derive en una lectura farragosa, sirve al propósito de recordar que Scorsese ha existido, antes de sucumbir en la estela de David Lynch y Agnès Varda a la condición de mascota para la generación zoomer; de lamentar con el miedo en los ojos de un octogenario cualquiera que “solo ahora empiezo a entender las posibilidades del cine”; y de remodelar sus inquietudes autorales con Los asesinos de la luna para legitimarse ante las sensibilidades imperantes hoy por hoy en la industria del cine norteamericano. Scorsese no tiene nada que demostrar. Ha sido durante medio siglo un cronista audaz de la violencia consustancial a la civilización estadounidense. Ha debatido una y otra vez el papel que han jugado en ese simulacro de civilización minorías —tribus— como la italoamericana o la irlandesa. Ha plasmado a la perfección formas hiperbólicas de masculinidad que tan solo evidenciaban en última instancia una impotencia esencial para distinguir el bien del mal. Y, en línea con ello, nos ha hablado casi en primera persona sobre las crisis existenciales de personajes que ansiaban participar de la espiritualidad desde callejones morales sin salida.
Tales elementos son rastreables en esta versión libre de un gran ensayo periodístico más de David Grann, centrado en los asesinatos sistemáticos de que fueron víctimas durante los años veinte del siglo pasado miembros de la comunidad india Osage asentados en el estado de Oklahoma, después de que el petróleo encontrado en sus tierras les convirtiese en millonarios. Terratenientes, banqueros y aventureros blancos sin escrúpulos recurrieron a todo tipo de estratagemas para hacerse con el dinero de los Osage, recurriendo incluso al matrimonio y posterior eliminación de sus parejas indias. Un true crime terrible y apasionante por sus implicaciones, que supuso además la consagración del FBI como agencia con el poder de investigar y resolver crímenes más allá del alcance de la justicia estatal.
Scorsese transforma el reportaje en ficción centrando el punto de vista en Ernest Burkhart (Leonardo DiCaprio), que vuelve a su hogar natal en Oklahoma tras combatir en la Primera Guerra Mundial para toparse con el panorama de los adinerados Osage y la codicia que les rodea. Él mismo, influido por su tío William King Hale (Robert De Niro), emprende el cortejo de la nativo americana Mollie (Lily Gladstone), potencial heredera de una fortuna, y ello precipita su sórdido descenso a los infiernos del crimen. Los primeros minutos de Los asesinos de la luna son excelentes. Con un temple y un sentido arquetípico del paisaje y el paisanaje que nos remiten a Horizontes de grandeza (1958), La puerta del cielo (1980) o Pozos de ambición (2007), Scorsese y el coguionista Eric Roth recrean a través de los ojos del recién llegado un universo bajo cuya épica se percibe ya una pulsión trágica. Además, como sucede en las recientes Godland (2022) y Los colonos (2023), ese arranque incluye comentarios pertinentes sobre la fotografía y el cine como cómplices durante más de un siglo de valores que hemos asimilado como normales debido a la producción continuada de imágenes desde una posición hegemónica.
Pero, apenas aleccionado Ernest sutilmente por su tío William sobre lo que se espera de él, la película se paraliza casi por completo: DiCaprio, cuyo rostro resulta cada vez más complicado a medida que pasan los años, interpreta a Ernest sin matices, con una sempiterna expresión plañidera; mientras que Lily Gladstone apenas tiene espacio más que para conceder a su personaje una dignidad estatuaria. Teniendo en cuenta que el (discutible) núcleo emocional de Los asesinos de la luna es el vínculo entre Ernest y Mollie y sus repercusiones macro, la nula evolución del mismo más allá del enunciado y las expresiones monolíticas de ambos actores resulta muy perjudicial. Hemos iniciado esta crítica hablando de un envenenamiento gradual: el que sufre Lily a manos de Ernest. Su duración, casi paródica y desbaratada después en cuatro planos, lo dice todo sobre la incapacidad de Roth y Scorsese para sintetizar y que progrese la relación entre ambos personajes.
El conjunto de la película peca de idéntico estancamiento apenas planteado el drama: las reiteraciones, las vueltas y revueltas sobre las mismas ideas, la mediocre gestión de tiempos y espacios, el desbarajuste expositivo de la coda judicial, convierten Los asesinos de la luna en un fárrago de ¡tres horas y media!, un borrador de sí misma sin pulir. La duración es injustificable salvo porque, como deja en evidencia una entrevista concedida por Scorsese a Sight & Sound, hay una pretensión explícita de hacer una película seria, grave, trascendente: «I feel as if it’s an important film». La consecuencia, como ya ocurría en la previa El irlandés, donde Scorsese también lo apostó todo a ser un gran maestro cuando ya lo había demostrado en numerosas ocasiones sin la rémora de Twitter, la Tumba y la Posteridad, es que la ficción carece de organicidad; se debe con el ceño fruncido, con una pesadez funeraria que nos hace añorar los manierismos tenebristas de Clint Eastwood, al tema y lo que debe decirse del tema.
Podríamos hablar de un problema de guion. Pero lo único que se puede y debe tener en consideración son las imágenes, y lo cierto es que Scorsese renunció a las mismas hace años. Por casualidad, sin pensar en Los asesinos de la luna, revisamos hace poco una de sus antiguas películas: El color del dinero, secuela de un clásico —El buscavidas (1961)— al servicio por añadidura de dos estrellas, una en el ocaso —Paul Newman— y otra al alza —Tom Cruise—. (Re)descubríamos en aquella película comercial, en buena medida un encargo, hasta qué punto Scorsese tuvo en su momento la habilidad de aunar las exigencias de espejismo narrativo que Hollywood ha vendido al mundo durante décadas con una sensibilidad en la que se daban la mano el sublime de Powell & Pressburger y la urgencia de la Nouvelle Vague, el tormento y el éxtasis, el alfa y omega de su propia personalidad como cineasta: la alternancia vertiginosa de planos generales y close-ups, es decir, de lo sociohistórico y lo subjetivo; su sentido de la musicalidad y la voz en off; el empleo exaltado de los encadenados y los movimientos de cámara; el montaje de Thelma Schoonmaker como apostilla al signo de exclamación y el interrogante…
A partir de Infiltrados (2006), sin embargo, Scorsese se volvió un director pragmático, amigo de la multicámara y las soluciones fáciles para concretar diálogos y transiciones, más pendiente del qué que del cómo. En paralelo, el montaje de Schoonmaker ha ejercido cada vez más de simple argamasa. Eso ha conducido en El irlandés y Los asesinos de la luna a una falta de pulso y un pánico escénico evidentes. Como pasa con las personas, las películas revelan su auténtica naturaleza en los detalles, mientras piensan en otra cosa. La escena menor de Los asesinos de la luna en la que William y Ernest conspiran en un porche durante la reunión familiar posterior a un funeral, adolece de una funcionalidad tal en la disposición de los planos y una tosquedad en su engarce que malbarata la implicación del espectador. Cuando en la penúltima escena Scorsese aparece como actor para entonar un disimulado mea culpa frente a la cámara por su condición ineludible de entertainer, acaba por quedarnos meridianamente claro que esta película no se debe al público, la ficción o el cine, sino a la necesidad del director de alinearse, como Taylor Swift, con el lado correcto de la historia. Aunque como los protagonistas de su cine, que cuando se cierne sobre ellos la sombra de la pasma o la parca les entran las prisas por ver la luz, Scorsese no sea nada convincente.
- Montaje: Thelma Schoonmaker
- Fotografía: Rodrigo Prieto
- Música: Robbie Robertson
- Distribuidora: Paramount