Morlaix

  • Dirección: Jaime Rosales
  • Guion: Jaime Rosales, Fanny Burdino, Samuel Doux, Delphine Gleize
  • Intérpretes: Amithe Audiard, Samuel Kircher, Melanie Thierry, Alex Brendemühl, Jeanne Trinité…
  • País: España
  • Género: Drama
  • 124 minutos
  • Ya en cines

  • «Gwen, una joven estudiante de secundaria marcada por la reciente muerte de su madre, pasa su tiempo con su grupo de amigos, incluido su amante Thomas, un aprendiz de panadero. Cuando Jean-Luc, un estudiante parisino con vocación artística, se instala en la zona, Gwen no oculta su problema, como si tuviera ante sí una decisión decisiva en su vida. Un día, descubre en el cine una película que parece inexplicablemente inspirada en su propia vida.»

Por Elisa McCausland y Diego Salgado

La semana pasada escribíamos sobre una coproducción con Francia, Tardes de soledad, donde, a partir de las esencias de la tauromaquia, el director catalán Albert Serra alumbra imágenes capaces una vez más de sublimar sus inquietudes reiteradas en torno a los mitos civilizatorios y su relación con lo inefable. Hoy toca hablar de otra coproducción no ya francesa, también afrancesada: Morlaix, donde otro realizador catalán, Jaime Rosales, aborda un argumento mundano —los amores tempranos y su impacto en nuestra configuración como adultos— con un dispositivo cinematográfico ad hoc.

Podríamos decir que Serra es un director esencialista, pues, a pesar de que sus películas se han ubicado en escenarios históricos, fabulados o abstractos —en definitiva, diferentes—, son partícipes de una misma predestinación audiovisual; mientras que Rosales es situacionista: sus ocho largometrajes hasta el momento —de Las horas del día (2003) a Girasoles silvestres (2022) pasando por La soledad (2007) o Petra (2018)— se ambientan en el presente, apelan a personajes y situaciones reconocibles, y, sin embargo, cada uno de ellos ha originado una formulación distinta, instrumental de las imágenes.


En el cine de Rosales también hallamos argumentos repetidos: la alienación del individuo respecto del constructo social del ser, la experiencia de lo artístico y el arte del buen vivir, las edades de la existencia… Sin embargo, dichos argumentos no se destilan a través de una cierta sensibilidad formal sino que devienen engranajes conceptuales, piezas de un dispositivo-rompecabezas. Para Albert Serra, por tanto, cada película constituye una exploración, que emprende con maneras únicas e intransferibles, discurridas —intuidas— por él mismo. Para Rosales cada película supone en cambio un problema teórico que requiere de herramientas útiles para resolverlo, tasadas por el cine de espíritu perceptual y estructural, semántico-lingüístico, que le ha precedido.


En Morlaix podemos rastrear de hecho a Jean-Luc Godard, Ingmar Bergman, Éric Rohmer, Yasujiro Ozu, Robert Bresson, Andréi Tarkovski, Jean Eustache… —casi nada—, en el intento por Rosales de articular tres estados de conciencia, cada cual con una codificación audiovisual peculiar. El primero corresponde a la historia de amor que viven en su veintena Gwen (Aminthe Audiard) y Jean-Luc (Samuel Kircher) en la pequeña localidad francesa que da título a la película; un fragmento filmado en 16mm y tonalidades ambarinas a fin de reflejar con fidelidad el tiempo sin tiempo, el tiempo conjugado en instantes y arrebatos, de la juventud. El segundo corresponde a la madurez de Gwen y se concreta en 35mm y blanco y negro para dar cuenta de otro tiempo, el que empieza a experimentarse con gravedad y mirada retrospectiva, con una conciencia mucho mayor de las circunstancias y los espacios que nos rodean, en los que nos hemos dejado atrapar.


El tercero, que se imbrica como un virus en los otros dos, se camufla entre sus pliegues, se corresponde con una película que Gwen ve dos veces: durante su romance con Jean-Luc y cuando cierto suceso la impulsa años más tarde a volver sobre lo que terminó por ocurrir entre ambos. La película en cuestión se titula como la que nos ocupa, Morlaix, y se erige en alegoría sobre nuestra vinculación con el cine a lo largo del tiempo, lo que entendemos y sentimos según la coyuntura en que lo disfrutamos y, quizá lo más importante, lo que acaba por revelar de nosotros mismos mientras pensamos que está en nuestras manos, que las imágenes son sujetos pasivos de nuestros juicios de valor, meras depositarias de nuestros intereses. Morlaix, la(s) película(s), no son espejos de la realidad, son abismos donde dicha realidad se disgrega plano a plano a golpe de memoria, recriminaciones, melancolía y ensoñaciones.

En este aspecto la película de Rosales es sobresaliente, da lugar a una escena final de complejidad —y emoción— desbordantes. Pero, para llegar a ese desenlace, hemos tenido que pagar un par de peajes que se hacen costosos, que a punto están de hacer naufragar Morlaix. El de mayor alcance tiene que ver precisamente con los artificios empleados por Rosales, la sensación a veces de que la resolución del problema planteado se va a cobrar el precio de las incógnitas, reducidas a signos sin la trascendencia de sentidos que se ambicionaba. Cuando se estrenó de Rosales, Sueño y silencio (2012), el crítico Sergi Sánchez habló de «la épica cruzada de Jaime Rosales en pos de una imagen». Pero, como escribió Gilles Deleuze, «ni la verdad ni los significados se fuerzan (…) son frutos tan involuntarios como inevitables de la búsqueda».

El otro peaje tiene que ver, como en Hermosa juventud (2014) y Girasoles silvestres, con el empeño del realizador por acercarse a la juventud, por reivindicarla más allá de tópicos e ideas preconcebidas. La fascinación de Rosales, que bien puede representar también la nostalgia personal por un tiempo perdido, se traduce en la atención excesiva y algo viejuna a Aminthe Audiard y Samuel Kircher y a los diálogos vacuamente pretenciosos que intercambian, tan propios de su edad. Morlaix dedica minutos y minutos a esa primera parte, hasta que el tiempo sin tiempo de la ficción protagonizada por Kircher y Audiard deriva paradójicamente en una conciencia pesada del metraje para el espectador, amén de perjudicar la segunda parte, que habría requerido de una elaboración más profunda para deducir del conjunto mayor intensidad. En cualquier caso, Morlaix vuelve a poner de manifiesto el talante experimentador de Jaime Rosales, es una película como todas las suyas poco común y, aunque solo sea por los aspectos plásticos, conviene verla en la gran pantalla.

  • Montaje: Mariona Solé Altimira
  • Fotografía: Javier Ruiz Gómez
  • Música: Leonor Rosales March
  • Distribuidora: A Contracorriente