San Sebastián 21 #2: Dientes de hielo
Titane forma parte de la Sección Perlas del 69 Festival de San Sebastián.
Earwig forma parte de la Sección Oficial del 69 Festival de San Sebastián.
Cada vez que salgo del hotel me encuentro a Eduard Fernández. Allí mismo, fuera del hotel, quiero decir. En las mesas de la cafetería, apurando cigarro y café, pensieroso, sujetando sus cavilaciones con la palma de la mano, estampa taciturna, algo desgreñada, como si acabara de pasar una mala noche. Para colmo, siempre le está lloviendo un poco encima. Ya van cuatro encuentros. Otros tantos me he cruzado con la encantadora Irene Escolar, que ejerce de jurado de la sección Nuevos Directores y se pasea con aire despistado, pizpireta, con los ojos muy abiertos, como si hubiera venido a presentar Garden State. Supongo que es como ir a un club sado de París y encontrarte a Isabelle Huppert leyendo a Baudelaire en la esquina de un sofá de cuero negro. O que se estrene una película que satiriza sobre el «buen patrón», ese que te abraza en navidades y te despide en primavera, y que te cuente sus bondades Jaume Roures, a la postre productor del filme. ¡Qué cosas!
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Titane es una Palma de Oro razonable. Porque toca determinadas teclas de «rabiosa actualidad» y, además, lo hace con pose desafiante. Porque tiene todo el sentido del mundo haber optado por aupar a una autora joven con universo propio y largo alcance. Porque es francesa. Porque su autora, Julia Ducournau, tiene rollazo y la película sabe barajar perfectamente sus cartas, partiendo de una estética de autoría afilada (Claire Denis, Gaspar Noé, Cronenberg…) que no escatima en texturas y atmósferas nocturnas, clandestinas, raveras. Y a quién no le gusta sentirse parte del peligro de la noche sin tener que levantarse de la butaca. Porque premiando Titane, en definitiva, el Festival de Cannes también se están premiando a sí mismo. Que conste que Julia, entrevistada largo y tendido antes de Cannes, es portada del número actual de Sofilm, cosa también razonable. El principal problema es que Titane solo tiene lo que te ofrece. Y en la vida, especialmente en el amor y en el cine, es muy importante tener más de lo que se ofrece. Cursaba yo en parvulario cuando la adusta señorita Amparo nos regaló un consejo vital que nunca he olvidado: «Nunca desveléis el misterio, ni con vuestra pareja, ni con vuestro jefe ni con vuestros amigos». También nos dijo que «cuanto más años cumples, más tonto te vuelves» y que «quién nace tonto, muere tonto», pero eso ya es otra historia. En Titane no hay misterio alguno, solo imágenes arrojadizas que apuestan a que el efecto entumecedor sea suficiente, imágenes de forzada fuerza estética protagonizadas por unos actores entregados al juego. También un acercamiento expeditivo al material, con poco aliento de género. Ideas que se quedan en ocurrencias. Poco misterio. Como si los planteamientos grotescos de lo que acontece en pantalla y la estética que los envuelve fueran suficientes. Su recorrido por festivales y redes le está dando la razón, pero a mí me gusta que en el cine, y en el amor, siempre haya un poco más de lo que se ofrece. Baste algunos ejemplos: un contrapicado muestra como nuestra protagonista se estrella a propósito contra un lavabo para fracturarse la nariz. Filmado con frialdad, con énfasis en el efecto de sonido. Auch, y ya está. En el mismo sentido, veremos como Agathe Rousselle y Vincent Lindon retuercen, maltratan y laceran sus cuerpos tratando de transformarlos para escapar de sí mismos mientras se les filma entre luces de colores, con los consabidos guiños a la iconografía religiosa, a la distancia justa para no estar junto a los cuerpos, tampoco contra ellos. Solo están ahí para el asombro, como el que ve una imagen un poco desagradable en el feed de Instagram antes de seguir haciendo scroll. Otra: en el primer tramo, la protagonista se lanza a una noche de killing spree que se filma sin mala leche, tampoco con ánimo perturbador, ni siquiera como un acto catártico. Solo estética. Como una travesura que se hace sin un claro motivo, sin convicción. La película avanza así, como fascinada por sus propias ocurrencias, hasta que desemboca en el relato oblicuo de una tierna relación desesperada entre una niña que ha quemado a sus padres —fabulosa la presencia silente y desabrida de Bertrand Bonello— y un bombero que ha perdido a su hijo. Todo demasiado esquemático dentro de su aparente caos salvaje, pero efectivo y con momentos de emoción, sobre todo gracias a un Lindon capaz de todo. También nos deja una escena verdaderamente memorable, no casualmente la que más se apoya en el humor, que siempre tiene un componente de misterio: aquella en la que los bomberos raveros —en esta película todo son ocurrencias fabulosas— observan confundidos a Alexia/Adrien sin saber muy bien cómo sentirse ante el baile erótico de esa figura transgenérica. Una pena que Julia se haya encargado antes de atiborrar la rave íncel de banderas francesas. Poco misterio, mucha ocurrencia con tirachinas.
Al día siguiente, no fueron pocas las cuentas de Twitter que se apresuraron a presumir de foto con Julia, que provocó a su paso un enjambre sísmico de molonidad. Al menos mil setecientas cuarenta y ocho personas afirman haber estado de after party en la habitación de Agathe Rousselle, su eléctrica protagonista. «Tatuá de pie’ hasta la nuca, vestía de negro como Kika». Sin salir de Bershka, el siguiente selfie lo protagoniza C Tangana, que se acerca a ver la nueva película de Gaspar Noé. «Zoom en la cara…».
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Venía pensando en todo esto cuando entraba a la sesión matinal de Earwig, de Lucile Hadzihalilovic, cineasta francesa que lleva ya más de una década entregando películas muy misteriosas. Películas sobre el propio misterio. En sus películas pasan pocas cosas. Y las que pasan tampoco están claras del todo. El truco está en que lo que pasa y cómo ocurre es fascinante, y el resto, puro misterio. Así ocurría en Innocence, con la que ganó el Premio Nuevos Directores aquí mismo en 2004, así ocurría en Evolution, esa joya de 2015 que merece el culto de todos los aficionados al terror, la ciencia ficción y el cine que tiene más de lo que ofrece en principio. En Earwig la directora nos sumerge in media res en la extraña cotidianidad de un tipo gris llamado Albert, viudo al cargo de una niña que responde al nombre de Mia, a la que cuida en un caserón ubicado en algún punto de la Europa del Siglo XIX. A Mia la encontramos con un desconcertante dispositivo bucal, una mezcla imposible entre el aparato dental de Lisa Simpson y el difusor antimosquitos de Mercadona. Albert recolecta así su saliva, que a continuación congela en moldes que se adaptan a la dentadura de la niña: se trata de hacerle dientes de hielo con su propia saliva. El ritual se repite a diario, pero la repetición no resta ni un ápice de excepcionalidad a la bizarra ceremonia. Al caer la noche, Mia se encierra en su cuarto, las bombillas de la casa proyectan su luz tenue y su color ambarino, la madera del suelo cruje, y el esquivo guardián de la casa se inquieta ante el timbre del teléfono que rompe el silencio espectral. Al otro lado una voz, que bien podría ser la de Mabuse, le pregunta por el estado de la niña. Y vuelta a empezar. Hasta que un día el timbrazo del teléfono antecede finalmente a la frase que Albert parece no querer escuchar: la voz de su amo le ordena preparar a Mia para su salida al exterior. El hipnótico ritual de cuento lúgubre se astilla en ese preciso momento como suponemos que se debe resquebrajar un colmillo de hielo, condenado a agrietarse desde el principio, pero no por ello una ruptura menos abrupta. Lo que sigue es un conjunto de situaciones que solo obedecen a la lógica interna de un relato que no debe explicaciones a nadie. Una atmósfera subyugante, como de ilustración de un viejo libro compendio de cuentos de terror victoriano. Imágenes hermosas, táctiles, porosas, que componen escenas que se valen por si solas lo suficiente como para respetar su misterio. Memoria, sueño, pesadilla, una mujer con una herida en el rostro y hasta un gato negro se conjuran en un relato con la lógica a desentrañar de un libro olvidado que ha quedado abierto en una página al azar por la fuerza del viento. Lucile Hadzihalilovic hace un cine abierto al misterio, y Earwig es una película que tiene más, mucho más, de lo que ofrece, que nos invita a caernos por los intersticios de sus fotogramas. Hadzihalilovic, en el fondo, hace la clase de película que siempre quise encontrar en el cine de Guillermo del Toro: pequeños cuentos góticos en cuyo punto ciego nunca anida una moraleja, una metáfora social, sino el más puro misterio.
La fascinante Lucile, grandota, renqueante, con un vestido floral, concedió a la prensa asistente, a toda la prensa del festival, un máximo de dos horas de entrevista. No obstante, no es el suyo un cine de género de «temas», y eso es de celebrar. Lucile, por cierto, es pareja de Gaspar Noé, y eso también es un misterio. A. L.