Avatar: Fuego y ceniza

  • Dirección: James Cameron
  • Guion: James Cameron, Rick Jaffa, Amanda Silver
  • Intérpretes: Sam Worthington, Zoe Saldaña, Stephen Lang, Oona Chaplin, Cliff Curtis, Kate Winslet…
  • País: EEUU
  • Género: Ciencia ficción
  • 195 minutos
  • Ya en cines
  • «Tercera entrega de la saga «Avatar». Presenta al Pueblo de las Cenizas, un clan Na’vi no tan pacífico que utilizará la violencia si lo necesita para conseguir sus objetivos, aunque sea contra otros clanes.»

Por Diego Salgado & Elisa McCausland
Quién nos iba a decir que el mayor espectáculo cinematográfico del siglo XXI iba a precipitar con su tercera entrega en algo parecido a una serie casposa de hace cuarenta años. Pero aquí estamos: la saga fantástica imaginada por James Cameron ha sucumbido en Avatar. Fuego y ceniza a una pereza artística y una autocomplacencia discursiva que ha dado al traste con el sense of wonder destilado hasta la fecha por su fabulación futurista en torno al enfrentamiento de alienígenas contra colonizadores humanos por los recursos energéticos del planeta Pandora, hogar de los primeros.

Nada surge de la nada; en el momento de su estreno, escribíamos de Avatar (2009) que el sentimiento trágico de la tecnología y sus vertientes geoestratégicas y humanistas, plasmado hasta entonces por Cameron en Terminator (1984-1991), Aliens: El regreso (1986), Abyss (1989), Titanic (1997) y hasta Mentiras arriesgadas (1994) a través de imágenes que se debatían con coherencia entre el éxtasis técnico y la sensibilidad apocalíptica, había dado paso a la alienación del realizador en un espacio simbólico marcado por el antihumanismo y la transmigración hacia un estado pueril de la conciencia; un espejismo de ruptura simbolizado por nuestra inmersión, desde la comodidad de la butaca y gracias a las tecnologías más avanzadas, en un paraíso buenista, lógicamente virtual, cuya tridimensionalidad no dejaba espacio para aristas (auto)críticas.

No resulta casual que, en sintonía con ello, la crisis planteada en la filmografía previa de Cameron en torno a convenciones relacionales y sociales varias, su subversión de estamentos como el matrimonio, la masculinidad y el militarismo, haya dado paso en Avatar y sus continuaciones al significante vacuo de lo antisistema y una apología de las manifestaciones derivadas de la heteronormatividad: familia nuclear, ardor guerrero, relato menos arquetípico que estereotípico… Lo cual ha distanciado de la franquicia al mundillo cultural y ha atraído a millones de espectadores comunes, fascinados con los valores en los que se ha abismado Cameron por la vía de una articulación del fantástico tan vistosa como, en última instancia, despojada de peligros para la mirada.


En Avatar todavía se percibía un equilibrio entre dichos factores y otros más estimulantes: el rigor fantacientífico a la hora de plantear modelos alternativos de civilización y pensamiento, y la formalización de una aventura capaz de arrebatarnos más allá del deslumbramiento superficial, incluso cínico, ante la perfección de las imágenes generadas por Cameron y su equipo técnico. Sin embargo, en la primera secuela del filme, Avatar: El sentido del agua (2022), la domesticidad literal y figurada era ya total: Cameron se mostraba muy poco inspirado en lo relativo a desarrollar su universo de ficción en cualquier dirección medianamente atrevida.

Las desventuras mundanas de la insípida familia Sully —una suerte de robinsones suizos a la Disney— y su pulso personalista contra el villano Quaritch (Stephen Lang) primaban sobre cualquier otra consideración y, con ello, la maestría de algunas escenas de acción y la recreación excepcional del entorno acuático de Pandora empezaban a adoptar los rasgos menos de la superproducción cinematográfica que del parque temático. Jake Sully (Sam Worthington), Neytiri y sus hijos devenían paradójicamente avatares inofensivos, especulares, del público de las salas IMAX o Dolby Cinema, lo que echaba por tierra la idea original de la proyección en un avatar como umbral alegórico a posibilidades inéditas de concebir nuestra presencia en el cosmos.

Todas estas características se exacerban en Avatar: Fuego y ceniza. Que su historia suponga una continuación y cierre a lo narrado en Avatar: El sentido del agua no constituye excusa para que, con escaso ritmo y nulo sentido de la progresión dramática y audiovisual a lo largo de sus 197 interminables minutos de metraje, la película esté conformada por las idas y venidas de personajes esquemáticos, presas por lo general de diálogos pobres y pésimas interpretaciones, tanto da si a cargo de actores de carne y hueso o mediados por la captura digital de sus gestos y movimientos.

Las únicas excepciones son Neytiri (Zoe Saldaña) y Varang (Oona Chaplin), la feroz líder de un nuevo clan Na’vi, los Mangkwan; aunque la primera quede reducida a la condición de madre inconsolable tras la muerte en el filme anterior de su primogénito, Neteyam (Jamie Flatters), y solo se cure cuando hereda el hijo recién nacido de otro personaje; y la segunda se haga de inmediato amante de Quaritch y su agencia al frente de su tribu se desvanezca. Hace años que los personajes femeninos de Cameron perdieron su vitola feminista por mucho que insista en el tropo agotado de la “mujer fuerte”.

El tedio y la impersonalidad de los conflictos personales, y la ausencia de imaginación creativa y política cuando se trata de expandir el ecosistema de Pandora y sus misterios, se agravan en Avatar: Fuego y cenizas por la reiteración de escenarios, situaciones y elementos escenográficos, quién sabe si para amortizar sus diseños; y por un espectáculo audiovisual que, pese a seguir despertando admiración por el esfuerzo titánico que implica su concreción, se limita —cuando no cae en el cartón piedra digital— al eye candy, sin impacto de largo alcance.

La larga secuencia de la captura de Jake, su traslado a la colonia humana de Bridgehead y su rescate por Neytiri es uno de los mejores ejemplos de cómo sirve de poco abrumar al espectador con escenarios grandiosos y acción frenética si no se percibe una mínima tensión argumental, esmero en los detalles, cuidado a la hora de dar tiempo a que los personajes y los acontecimientos adquieran relevancia.

Como señalábamos al comienzo, dichas escenas, como tantas otras —véase el trasvase final de vida entre Neytiri y Ronal (Kate Winslet)—, semejan por su impronta anecdótica, su exigua elaboración, contenidos de un capítulo cualquiera de series como V (1984-1985) o Xena: La princesa guerrera (1995-2001), destinados a perpetuar el producto sin alterar nada esencial, de cara a un consumo fugaz y el olvido instantáneo.

Ojalá de aquí a diciembre de 2029, cuando tiene previsto su estreno Avatar 4, Cameron y sus colaboradores se animen a arriesgar un poco. Es una pena que el potencial para la grandeza del cine blockbuster más evidente del siglo XXI vea malogrado una y otra vez su efecto pleno por la falta de un espíritu realmente visionario en su máximo responsable, más allá de los alardes técnicos y los juegos infantil(oides) con las texturas del agua, el fuego y las cenizas.

  • Montaje: David Brenner, James Cameron, Nicolas De Toth, Jason Gaudio John Refoua, Stephen E. Rivkin
  • Fotografía: Russell Carpenter
  • Música: Simon Franglen
  • Distribuidora: Disney