Lucile Hadzihalilovic: La imagen weird
Puede que sus películas sean el secreto mejor guardado de la cinematografía francesa actual. Su cine es puro misterio, y su filmografía no se pliega a ninguna de las corrientes del circuito de festivales, lo que quizá relega su enigmática obra al eterno “Premio Especial del Jurado”, como el que volvió a ganar en el pasado Festival de San Sebastián con Earwig. Ahora que la película se estrena al fin —directamente en Filmin— aprovechamos para recuperar el texto que escribimos tras nuestro encuentro donostiarra con esta «reina del misterio», que nos dejó las suficientes pistas para lanzarnos de lleno a bucear en una figura absolutamente singular del cine contemporáneo. Por Elisa McCausland & Diego Salgado
I.
«No me preocupa si el gran público recibe mejor o peor mis películas. Soy consciente de que mi cine es raro, y soy consciente también de cuál es el panorama del cine mayoritario. Lo que me preocupa es si las películas que hago responden a lo que se me pasa por la cabeza». Tuvimos ocasión de entrevistar a Lucile Hadzihalilovic en el marco de la LXIX edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián, donde se había programado su tercer y último largometraje hasta la fecha, Earwig (2021), que se estrena estos días en nuestro país a través de Filmin. Y, como nos señalaba, resulta difícil concebir una película menos preocupada por lo que pueda pensar el público de ella, más obsesionada por materializar en imágenes las inquietudes de su autora.
Las realizaciones previas de Hadzihalilovic, Innocence (2004) y Évolution (2015), ya se habían caracterizado por invocar escenarios misteriosos y argumentos en torno a la infancia cargados de simbolismos y resonancias psicoanalíticas. Pero Earwig va más allá, al renunciar a las lógicas habituales en el medio cinematográfico para sumirnos de lleno en la dimensión de lo onírico. Su protagonista es al fin y al cabo una niña con dientes de hielo que han de ser repuestos cada noche… En palabras de la propia Hadzihalilovic, «con Earwig quería transmitir la sensación que nos invade cuando soñamos. Al despertar, puede ocurrir que tengamos imágenes muy claras de lo acontecido en nuestra mente y, sin embargo, describirlo a quienes nos escuchan nos parece complicado. ¿Era el sueño en color, o en blanco y negro? ¿Se escuchaban sonidos y voces, o transcurría en silencio?»
«Soy consciente de que mi cine es raro. Lo único que me preocupa es si las películas que hago responden a lo que se me pasa por la cabeza»
Lucile Hadzihalilovic
Más allá de que Earwig guste o no, se trata de un artefacto híbrido entre el cuento y el poema que revalida a Hadzihalilovic como figura absolutamente singular del cine contemporáneo, imposible de reducir a discursos críticos, mediáticos y políticos a la moda. No parece casual que, a pesar de obtener el Premio Especial del Jurado en el Festival de San Sebastián, certamen que puede atribuirse el gran mérito de haber apostado por la directora francesa desde los inicios de su trayectoria, su más reciente propuesta ha tardado meses en estrenarse en nuestro país, y solo a través de una plataforma de visionado online. Algo similar sucedió en su momento con Innocence —centrada en un internado enigmático cuyas alumnas desaparecen al alcanzar la pubertad—, mientras que Évolution —sobre un niño que intenta desentrañar los secretos de la isla donde vive— hubo de contentarse con un estreno fugaz en cines antes de estar a disposición de los espectadores también gracias a Filmin.
Tres largometrajes en cuarto de siglo, siempre en el filo de la invisibilidad, suponen en apariencia una cosecha exigua. Existe sin embargo una misteriosa afinidad entre el carácter espaciado de su filmografía y la naturaleza pausada, reacia a lo narrativo, de sus ficciones, que remite a su vez a la atracción de Hadzihalilovic por el tiempo sin tiempo de su infancia. «En mi niñez, al menos que yo sepa, no viví acontecimientos traumáticos, extraños, como los que reflejo en mis películas. Pero sí reinó una atmósfera de misterio y fantasía que tenía algo de hermética, de resistencia frente a las derivas del mundo. Me gusta invocar en mis películas esa atmósfera de momento suspendido en el vacío. Los adultos tendemos a olvidar las sensaciones que nos procuraba. Creo incluso que esas sensaciones nos atemorizan».
II.
Nacida el 7 de mayo de 1961, la cineasta es hija de padres bosnios residentes en la ciudad de Lyon, aunque la familia Hadzihalilovic pase de inmediato a instalarse en Esauira y después Casablanca, ciudades marroquíes donde Lucile vive hasta los diecisiete años. En un texto escrito en mayo de 2016 para This Long Century, publicación digital que recopila testimonios personales de artistas, Lucile evoca estampas de su infancia y juventud en las que no cuesta demasiado rastrear el germen de sus imaginarios audiovisuales:
«El sendero bordeado de flores conduce a una clínica donde lloran bebés. Mi padre se ocupa de ellos (…) con un ritual muy preciso que requiere de una aguja (…) Soy demasiado pequeña para contemplar lo que hay más allá del muro que bordea la clínica, y tengo prohibido salir a la calle. Pero me interesa más el jardín. Allí juego sola, con todo el tiempo del mundo a mi disposición, por lo que observo lo que me rodea con mucha atención (…) Una noche lluviosa descubro algo terrible: han aparecido caracoles, devoran las corolas de las flores y las marchitan (…) Su presencia es un sacrilegio y, al mismo tiempo, me excita (…) Una cortina de lluvia cierra el jardín sobre sí mismo. El exterior queda muy lejos. Los sonidos y las formas se disuelven. El olor a tierra mojada me rompe el corazón».
El amor temprano de Lucile por la literatura y el cine contribuyen a modular la percepción singular que tiene de su entorno. Ir al cine en Casablanca le entusiasma. No solo por asistir a las proyecciones, sino por compartirlas con adultos en un recinto que diluye sus contornos cuando la oscuridad se abate sobre sus cuatro paredes. Entre sus títulos favoritos, La noche del cazador (1955), 2001: Una odisea del espacio (1968), Cabeza borradora (1977) y los trabajos de Robert Bresson y Dario Argento. Le gustan las películas en las que puede perderse, que no comprende del todo pero calan en su interior durante una larga temporada. Películas como las que ella realizará más tarde. En cuanto a sus gustos literarios, disfruta de la «inquietante extrañeza» de autores como E.T.A. Hoffmann, Bruno Schulz y Franz Kafka, y de relatos fantásticos y cuentos de hadas; en particular, los de Hans Christian Andersen, «que siempre me han parecido complejos y a menudo también terroríficos».
«Gaspar Noé es el primer espectador de mis filmes y sus consejos son importantes para mí»
Lucile Hadzihalilovic
La mayoría de edad sorprende a Hadzihalilovic en París, donde se instala para estudiar historia del arte y cine. Primero en la Escuela Superior de Estudios Cinematográficos, a continuación en la Escuela Nacional de Oficios de Imagen y Sonido. Su proyecto de graduación es un fantasmagórico cortometraje de doce minutos, La Première Mort de Nono (1987), cuya ambientación hiperrealista en escenarios de extrarradio es subvertida por la vía de un romance mórbido que acontece en un bar llamado significativamente Mundo Mental.
Hadzihalilovic conoce por entonces a quien ha sido su pareja creativa y amorosa hasta hoy, Gaspar Noé (Buenos Aires, 1963), también director. Hasta poder asentar ambos en años recientes sus posiciones respectivas en el panorama del cine independiente, Hadzihalilovic y Noé trazan un precario itinerario cinematográfico en común. Y no solo por fundar conjuntamente en 1991 la productora Les Cinémas de la Zone. Hadzihalilovic ejerce como montadora del mediometraje de Noé Carne (1991) y su primer largo, Solo contra todos (1998), y como coguionista del tercero, Enter the Void (2009); mientras que Noé trabaja como operador de cámara en La Première Mort de Nono y como director de fotografía en La bouche de Jean-Pierre (1996), mediometraje con el que Hadzihalilovic pone pie por fin en la industria francesa. «Gaspar y yo tenemos visiones distintas de la existencia, pero gustos y referentes similares. Cuando se interesaron por nuestros proyectos personas ajenas a nosotros, dejamos de vernos obligados a trabajar en las películas del otro para solventar nuestros problemas presupuestarios. Pero él es aún el primer espectador de mis películas y sus consejos son importantes para mí». Vale la pena recordar que ambos son de un modo u otro migrantes en Francia, por lo que, frente a lo que su país de adopción ha entendido por normalidad, su forma de mirar adquiere un cariz contrahegemónico.
III.
La bouche de Jean-Pierre no tuvo una gran resonancia, pero se proyectó en los festivales de Cannes, Toronto y Mar del Plata y sirvió a su autora como tarjeta de presentación de cara a futuros proyectos, tras unos años de colaboraciones como actriz o montadora en títulos muy modestos. Por otro lado, esta primera película profesional de Hadzihalilovic está lejos de hacer concesiones a productores interesados en arrastrar a grandes masas de espectadores a los cines. Su protagonista, Mimi, es una niña de diez años cuya madre ha sido ingresada en una institución mental, por lo que su tía la acoge en su casa. La mujer vive sin embargo con un hombre que se encapricha de Mimi…
Suicidio, pedofilia, imposturas de pareja y corrupción de la inocencia son tratadas con una lectura esquiva de los hechos, nada fácil de reducir a titulares o tuits, y una puesta en escena precisa y claustrofóbica en la que predominan las tonalidades amarillentas, la distorsión de la banda sonora de lo cotidiano y una retrofusión en lo respectivo a la dirección artística y el vestuario que, como pasará en Innocence y Earwig, impide determinar con exactitud la época en que transcurre la acción. Lejos de ser un recurso posmoderno frívolo, esa estética acaba por ser, como en las obras de Aki Kaurismäki o incluso Jean-Pierre Jeunet, menos evocadora que revisionista; pone bajo sospecha los contextos públicos y domésticos donde tradición y modernidad representaron hipócritamente sus logros: autoridad, hogar, normatividad afectiva y de género.
Aunque La bouche de Jean-Pierre esté influida por su pareja —véanse los títulos de crédito y los intertítulos—, ya pone de manifiesto que la política de las imágenes de Hadzihalilovic frente a los horrores de la realidad y la inevitabilidad de la decadencia y la muerte es opuesta a la de Gaspar Noé. Este apelará siempre a la crispación audiovisual y a los trampantojos con el tiempo y el espacio. Hadzihalilovic recurre en cambio a una sensorialidad viscosa, atrapada en ámbar, en la que conviven la perversión, el candor y una cierta voluptuosidad.
La acogida en todo caso comprensiva que recibe en su momento La bouche de Jean-Pierre está vinculada a una toma de conciencia durante los años noventa en torno a las desigualdades de género en la sociedad francesa, que se traduce en la irrupción o la recuperación de un buen número de directoras de cine entre las que también se cuentan Nicole Garcia, Claire Simon, Catherine Breillat, Marina de Van, Anne Fontaine y Claire Denis. Directoras tendentes además a subvertir convenciones representativas varias del cine galo sobre la infancia, la familia y las relaciones sentimentales y sociales. El nuevo extremismo francés de principios del siglo XXI, en el que jugará un papel esencial Gaspar Noé con Irreversible, está a la vuelta de la esquina.
En lo que se refiere a Hadzihalilovic, es rotunda a la hora de valorar que la industria del cine de su país en aquel entonces —y las cosas parecen no haber cambiado demasiado en cuarto de siglo— tenía poco aprecio por todo lo que escapara a las conjugaciones del realismo entendido de manera literal: “el cine francés está acostumbrado a un psicologismo de raíz literaria o teatral que evoluciona a través de los diálogos, ya sean cómicos o dramáticos. A eso hay que sumar además que los productores no quieren tener ninguna duda en lo que respecta al argumento del filme que van a sufragar. Les interesan los temas, no las formas con que van a concretarse esos temas en pantalla”. Es la razón de que, pese a los nuevos aires antirrealistas que soplan en el cine francés de entresiglos, la ópera prima de Hadzihalilovic se haga esperar un tiempo, lo que la lleva a aceptar encargos como un cortometraje de la serie divulgativa A Coups sûrs, Good Boys Use Condoms (1998), que retrata con suma explicitud el empleo adecuado de los preservativos durante las relaciones sexuales. El estilo de Good Boys Use Condoms anticipa algunos motivos empleados por Gaspar Noé en Love (2015). No en balde, Noé participó también en la iniciativa A Coups sûrs con el extravagante Sodomites (1998).
IV.
Hadzihalilovic dedica a Gaspar Noé su debut en el ámbito del largometraje, Innocence, y lo califica de «totalmente autobiográfico». Tengamos en cuenta que la película gira en torno a las vidas de varias niñas entre los cinco y los doce años de edad en un internado que se ubica en un bosque aislado del mundo exterior. Las pequeñas son traídas al internado en ataúdes, y dedican sus días a recibir clases de ballet y biología hasta que, llegada la pubertad, representan en un teatro subterráneo su tránsito metafórico de orugas a mariposas ante un público siniestro. Finalmente, pasan a socializar en nuestra realidad… Con semejante argumento, hay que entender que el carácter autobiográfico de Innocence esgrimido por Hadzihalilovic tiene que ver menos con experiencias personales que con una transfiguración imaginativa de las mismas a través de un sincretismo estético y referencial muy elaborado: de la saga de la escritora infantil Enyd Blyton Torres de Malory (1946-51) a El espíritu de la colmena (1973) y Suspiria (1977) pasando por la pintura simbolista y surrealista.
La ópera prima de Hadzihalilovic está pensada hasta el último detalle. Su ambición, que constituya una declaración de intenciones. Las imágenes albergan por ello la mayor parte de sus motivos y estrategias como cineasta. La novela de Frank Wedekind en que se inspira el filme, Mine-Haha o de la educación física de las niñas (1903) —considerada por Theodor Adorno una de las cumbres del arte fantástico de todos los tiempos—, es sometida por Hadzihalilovic a una deconstrucción que le permite erigir alrededor de sus elementos básicos un universo audiovisual propio donde conviven la utopía, la alucinación y el apunte críptico de género. “No se trata de entender nada. No hay respuestas porque tampoco se plantean preguntas. No hay discurso ni moraleja en la historia”.
Aunque se filma con luz natural y en Super 16mm, la fotografía es manipulada en posproducción y el formato se adapta a formato panorámico en 35mm. Innocence fía por tanto todo su efecto a su estilo: nulas explicaciones y ausencia casi total de diálogos, disociación narrativa entre escenas y en ocasiones entre planos dentro de las mismas, alegorías cimentadas en colores primarios y escenarios significativos, y la creación de un efecto sinestésico en nuestra mirada con el énfasis en los sonidos de interior y exterior, las texturas del agua y la vegetación, y la fisonomía de los personajes. Innocence participa así de otra tendencia de la época, el cinéma du corps —con el que experimentan asimismo Claire Denis o Gus Van Sant—, que busca en la expresión elemental del sujeto filmado una vía de escape a los modos cinematográficos y, por extensión, ideológicos que dominan la industria.
V.
Innocence recibe buenas críticas y premios en los festivales de Ámsterdam, Estocolmo y San Sebastián, y da lugar a dos secuelas espirituales tardías en formato de cortometraje, Néctar (2014) y la bellísima De Natura (2018). Pero no es suficiente para dar un impulso a los siguientes largos de Hadzihalilovic. Por increíble que parezca, su siguiente película, Évolution (2015), tarda una década en salir adelante. Como nos explicaba ella misma, «fue muy complicada de financiar, no me lo esperaba. Al ser menos abstracta que mi ópera prima y poder interpretarse como una película de género, de ciencia ficción o terror, pensaba que sería más sencillo. Pero, al menos en Francia, resulta que pasa lo contrario. Y para ser justos, Évolution no era susceptible de ser vendida a los productores como una película comercial porque no lo era, como tampoco lo habían sido ni La bouche de Jean-Pierre ni Innocence». Hadzihalilovic se resigna a jugar en la liga del cine de autor(a) y eso implica conseguir ayudas y subvenciones de organismos públicos, cuyos responsables se sienten en muchos casos incómodos ante la idea de avalar una película donde niños de corta edad son sometidos a turbios experimentos, entre otras ocurrencias inquietantes.
Ante la falta de avances, Hadzihalilovic y la escritora y directora lituana Alante Kavaite, que coescribe con ella Évolution, se plantean alterar el guion para que sea más cordial, aunque llegan a la conclusión de que la película resultante no tendría sentido. En última instancia, es gracias a la entrada en escena de Sylvie Pialat —implicada en la producción de títulos como El desconocido del lago (2013) y Albatros (2021)— que Évolution ve la luz, a costa eso sí de una reducción presupuestaria sustancial y de filmar en digital para ahorrar tiempo de estancia en el pueblo de Lanzarote donde se rueda la película. Hadzihalilovic tendrá que emplearse a fondo en posproducción para añadir a las imágenes las texturas y las tonalidades aguamarina y bermellón que exige el relato: los niños varones de una isla son sometidos por quienes presumen de ser sus madres a una serie de procedimientos quirúrgicos que hacen de ellos receptáculos de pequeñas criaturas monstruosas. A lo largo del metraje descubrimos que las madres de los niños no son tales: los chavales han sido secuestrados y llevados a la isla con el propósito de servir como sostén a formas de vida y una forma de sociedad inéditas, lindantes con el transhumanismo.
¿Cómo saber si los adultos cuidan a los niños y ejercen un poder sobre ellos, o si los niños se dejan cuidar y con ello ejercen un poder sobre los adultos?
Lucile Hadzihalilovic
Podría pensarse que Évolution funciona como reverso argumental de Innocence: la primera se constituye en alegoría sobre el papel de lo masculino, la segunda de lo femenino, en un proceso de socialización traumática ligado a la adolescencia que arroja a los pequeños protagonistas a la conciencia de la sexualidad y la muerte. Pero sería una interpretación literal y equívoca. Hadzihalilovic no plantea imágenes de contraste sino complementarias, nada se entiende sin su opuesto o, para ser más precisos, su reflejo distorsionado. Así por ejemplo, la directora nos comentaba que el hecho de que las niñas en Innocence y los niños en Évolution parezcan estar a merced de adultos que violentan su infancia es innegable, pero con matices: «En mis películas se solapan los imaginarios infantiles y los de las instituciones adultas que se ocupan de ellos: un colegio en Innocence, un hospital en Évolution, una vivienda en Earwig. Frente a los niños, cuya visión del mundo es tan pura como poderosa, los mayores me transmiten una impresión de seres opacos, perturbadores, cuyo mundo amenaza siempre con la desolación y la ruina. Y, sin embargo, la relación de fuerzas entre ese universo infantil y ese universo adulto se tiñe para mí de ambigüedad. ¿Cómo saber si los adultos cuidan a los niños y ejercen un poder sobre ellos, o si los niños se dejan cuidar y con ello ejercen un poder sobre los adultos?»
VI.
Una pregunta de lo más pertinente para abordar Earwig, película que no le cuesta tanto materializar a Hadzihalilovic como Évolution, gracias probablemente al resurgir del feminismo que vivimos actualmente en la esfera pública y cultural. Ella aprovecha la coyuntura para ahondar todavía más en su mirada weird sobre la realidad. Hasta el punto de que su propuesta más reciente roza lo ininteligible, a partir de una novela de Brian Catling que, como en el caso de Frank Wedekind y Évolution, es reducida a sus facetas plásticas y sensoriales.
Resulta curioso que Hadzihalilovic aceptase hace una década el encargo de participar como realizadora en una campaña publicitaria sobre la salud dental en adolescentes si consideramos que los protagonistas de Earwig son una niña que, como habíamos adelantado, tiene como dentadura piezas de hielo forjadas a partir de su propia saliva, y un adulto encargado de sustituirlas por otras cada noche. Un adulto acechado por la sombras del ayer y la muerte, a quien observa con atención Hadzihalilovic frente al protagonismo de niñas y niños en sus películas previas. Es quizá la razón de que Earwig nos niegue la esencia misma del cine, la luz y el sonido, y nos aboque merced a un dominio absoluto de la puesta en escena y los claroscuros a un sueño pesado, profundo, en el que cuerpos, objetos y acciones son manifestaciones imprecisas del subconsciente.
«Todo lo que retrato puede ser varias cosas a la vez, aspiro a que con cada cambio de plano muden sus sentidos»
Lucile Hazihalilovic
«Earwig es, de hecho, una pesadilla», nos confirmaba Hadzihalilovic. «Todo lo que retrato puede ser varias cosas a la vez o, por decirlo de otra manera, no es acotable a etiquetas, aspiro a que con cada cambio de plano muden sus sentidos. ¿Quién sabe dónde lleva el protagonista a la niña en el final de la película? ¿Un colegio, un orfanato, un hospital? Con el tiempo soy cada vez más consciente de que si mi cine tiene una filiación con el fantástico es, sencillamente, porque se trata del género más propicio a la metáfora y el principio de indeterminación, más abierto a las dimensiones del inconsciente que conforman nuestra personalidad». Es comprensible por tanto que Earwig se ambiente tras la Segunda Guerra Mundial pero todo en su aparato estético evoque, en particular por lo que se refiere a la fotografía de Jonathan Ricquebourg —que ya había experimentado con la dialéctica de la penumbra en La muerte de Luis XVI (Albert Serra, 2016)— el fantástico numinoso realizado en los años setenta por Jean Rollin, Nicolas Roeg y Walerian Borowczyk.
Hadzihalilovic se rebela sin embargo contra su adscripción al cine fantástico más ortodoxo. «El género me ha gustado siempre, pero su codificación industrial y crítica supone ser interpretada de acuerdo con reglas y expectativas que siempre desembocan en mi frustración como directora y la decepción del aficionado. Me siento más cómoda con la hibridación que caracteriza ahora mismo al fantástico». Si a ello le añadimos su reticencia hacia el paradigma del audiovisual producido y exhibido en plataformas de streaming por mucho que su filmografía no encuentre hoy por hoy mejor acomodo —«para mí el cine es una experiencia estética y sensitiva, todo lo contrario a la compulsión narrativa de los contenidos que auspician las plataformas»— cabe concluir que Lucile Hadzihalilovic continuará siendo en el futuro más cercano una singularidad, una cineasta furtiva. Algo que, como decíamos, permite establecer una correspondencia inusual, exacta y muy bella, entre su figura y su universo de ficción.