Vortex

  • Dirección: Gaspar Noé
  • Guion: Gaspar Noé
  • Intérpretes: Dario Argento, Françoise Lebrun, Alex Lutz
  • Género: Drama
  • País: Francia
  • 142 minutos
  • Estreno el 29 de julio

«Los últimos días de una pareja de ancianos que tienen demencia. «La vida es una fiesta corta que pronto será olvidada»»

Por Elisa McCausland y Diego Salgado

Como le sucedió a David Lynch en su momento con Una historia verdadera (1999), Vortex ha dado lugar a cierto equívoco entre críticos y cinéfilos. Muchos han celebrado el sexto largometraje de Gaspar Noé como si, tras los excesos bigger than life de Irreversible (2002), Enter the Void (2009) o Love (2015), el cineasta argentino hubiese claudicado a argumentos graves y comprometidos con nuestro día a día. 

 Al fin y al cabo, frente a la juventud abonada a las emociones fuertes que protagonizó muchas de sus películas previas —materializadas en imágenes de ánimo expansivo—, Vortex refleja el ocaso vital de una pareja de ancianos en el hogar que han compartido durante décadas; un escenario claustrofóbico y melancólico en el que la acción adquiere un carácter implosivo.

Sin embargo, como todo auténtico creador, Gaspar Noé ha aprovechado experiencias propias —el recuerdo de su madre y su proceso de desaparición, víctima de la demencia senil— y colectivas —la necesidad de filmar un proyecto de escala modesta debido a la pandemia— para reformular sus preocupaciones de siempre en torno al curso implacable de la flecha del tiempo, la fugacidad de nuestra existencia bajo la amenaza omnipresente de la muerte, y el cine como instrumento alquímico o chamánico capaz de otorgar una ilusión de trascendencia a lo que de otra forma serían tan solo desvelos futiles del animal humano.

Como en las anteriores películas de Noé, por tanto, los protagonistas de Vortex se revuelven contra la idea de su extinción apelando a estados alterados de conciencia; si bien su edad avanzada provoca que dichos estados tengan mucho de paradójicos, frente al abandono de los personajes más jóvenes a la pasión amorosa o el consumo de drogas. Ella (Françoise Lebrun) lidia con la pérdida progresiva de su memoria. Él (Dario Argento) sublima su frustración ante los rigores del presente evocando romances del pasado y proyectando sus esfuerzos intelectuales hacia el futuro.

A ambos les gusta pensar que “la vida es sueño (…) un sueño dentro de otro sueño”, aunque Noé precise desde los primeros minutos de Vortex que eso es estrictamente cierto solo mientras la pareja duerme en la misma cama, mientras comparten sus sueños. En cuanto despiertan, Ella y Él pasan a habitar el mismo espacio desde perspectivas muy diferentes.

Noé resuelve esa tensión entre los imaginarios que comparte la pareja y la burbuja perceptiva de cada cual mediante la split screen o pantalla partida que da forma a la mayor parte del metraje. Un recurso con el que ya había experimentado en el mediometraje Lux Æterna (2019) y el corto publicitario Summer of ‘21 (2021) y que, sumado a la proximidad del objetivo a los actores y la improvisación de muchas situaciones y diálogos, propicia en Vortex una épica de lo cotidiano, más aun, de la intimidad, que golpea al espectador estética y emocionalmente.

 De hecho, a falta de blockbusters ortodoxos en las semanas por venir, Vortex bien puede ser la película más espectacular del verano: la naturalidad con que se desenvuelven frente a la cámara Dario Argento y Françoise Lebrun —ambos están a estas alturas más allá del bien y del mal— adquiere en el escenario único de la acción un carácter dramatúrgico, si se quiere ceremonial; mientras que el artificio de la pantalla partida se revela por sorpresa idóneo para retratar una cotidianidad marcada por la confusión y la decadencia, por la vivencia subjetiva de la existencia y los imperativos del mundo en sí.

La inmersión del espectador en los últimos meses de la pareja resulta así total, una experiencia abrumadora que da paso en los últimos planos a una sensación agridulce: el final de una persona, nos deja claro Noé, implica la desaparición de su modo idiosincrásico de representar(se) el mundo, la desaparición de todo un universo privado de ficción. Y, sin embargo, dicho universo ha dejado su huella en las imágenes de Vortex. Noé no cree en la posteridad de su cine —“vistas las dinámicas de los formatos físicos y la exhibición en plataformas, mi filmografía desaparecerá en cinco años”—, pero sí en la sensación fugaz de intemporalidad que llegamos a experimentar viendo algunas películas.

A él le pasó cuando vio con seis años 2001: Una odisea del espacio (1968), “mi primera experiencia alucinatoria”, y a nosotros nos pasó en los momentos más inspirados de Vortex; véase el plano extraordinario, durante una conversación de sobremesa que tiene como testigos al hijo (Alex Lutz) y el nieto (Kylian Dheret) de la pareja, en que las manos de Él y Ella se encuentran a través de la pantalla partida. Un instante que nos permite confiar en que el amor que sienten el uno por el otro bastará para contrarrestar el destino aciago que les aguarda, que a todos nos aguarda. Se trata de un espejismo, por supuesto. Pero en esa victoria momentánea de la emoción frente a la cruda realidad estriba el secreto del mejor cine y de la vida buena.

  • Fotografía: Benoît Debie
  • Montaje: Denis Bedlow
  • Distribuidora: Filmin