Bitelchús Bitelchús

  • V.O.: Beetlejuice Beetlejuice
  • Dirección: Tim Burton
  • Guion: Alfred Gough, Seth Grahame-Smith, Miles Millar (Cómic: James O’Barr)
  • Intérpretes: Michael Keaton, Winona Ryder, Jenna Ortega, Catherine O’Hara, Justin Theroux, Monica Bellucci, Willem Dafoe…
  • País: EEUU
  • Género: Comedia
  • 104 minutos
  • Ya en cines

  • «Tras una inesperada tragedia familiar, tres generaciones de la familia Deetz regresan a Winter River. La vida de Lydia, todavía atormentada por Bitelchús, da un vuelco cuando su rebelde hija adolescente, Astrid, descubre la misteriosa maqueta de la ciudad en el desván y el portal al Más Allá se abre accidentalmente. Con los problemas que se avecinan en ambos reinos, es sólo cuestión de tiempo que alguien diga el nombre de Bitelchús tres veces y el travieso demonio regrese para desatar su propio caos.»

Por Elisa McCausland y Diego Salgado

La buena noticia es que Bitelchús Bitelchús dura solo cien minutos. La mala, que parecen doscientos. En este aspecto, no seamos nostálgicos, se parece bastante al filme original producido hace casi cuarenta años por gran parte del mismo equipo creativo: Bitelchús (1988), una comedia sobre vivos que atormentaban a los muertos caprichosa y arrítmica, aunque cupiese reconocer a su director, Tim Burton, lo que a otros compañeros de generación, como los hermanos Coen o David Lynch: su deconstrucción crítica, a través del weird y la subcultura de medianoches y amaneceres catódicos, de los idealizados Estados Unidos especulativos de los años ochenta que llevó a cabo la revolución conservadora de Ronald Reagan mediante la equiparación forzada de aquella sociedad con la década de los cincuenta.

Como los Coen y, sí, Lynch, Burton se delató con el tiempo en virtud de las paradojas de la posmodernidad un realizador más conservador de lo que parecía en un principio; un autor atrapado en rasgos estéticos y de estilo que devinieron marca de fábrica y cuya afectación progresiva no hizo otra cosa que subrayar sus deficiencias tras la cámara. Burton siempre fue un director a considerar por lo que disponía en el encuadre, no por cómo lo filmaba, y por eso sus películas nunca han llegado a conformar universos creativos sino juguetes, trampantojos neogóticos todo lo rarunos que se quiera en los que convivían una sensibilidad tan particular como alienada, un aparato referencial (auto)complaciente y un ánimo cada vez más burocrático al servicio de los grandes estudios, equiparable a su visión del inframundo en Bitelchús.

La consecuencia lógica es que Burton lleva muerto artísticamente más de veinte años, y este intento por volver a la vida apelando a uno de sus títulos con mayor culto pasado por el filtro de otro recicle, la serie Miércoles (2022-), no tiene más remedio que ser tan postizo como sus efectos prácticos y sus maquillajes. En Bitelchús Bitelchús se confunden premeditadamente mundo tangible y maquetas, performance y simulacro, rostros y máscaras, para ocultar la cruda realidad de un Hollywood que continúa desenterrando sus éxitos del ayer para no afrontar un hoy irrelevante y un horizonte de extinción.

Durante sus primeros minutos, la película apunta argumentos interesantes a cuenta de la mutación de algunos personajes en profesionales de la impostura, en el marco de una cultura de la (auto)explotación capitalista de las idiosincrasias personales. Lydia Deetz (Winona Ryder) sobrevive a sus experiencias fantasmáticas pasadas como presentadora de un programa sensacionalista de fenómenos paranormales. Su madrastra Delia (Catherine O’Hara, la intérprete más entonada) se ha transformado en una performer multimedia que parodia abiertamente el aburguesamiento de figuras como Marina Abramovic. Y Beetlejuice (Michael Keaton) ha devenido un empresario/explotador en el inframundo espectral que habita, aunque su ambición secreta continúa siendo la de casarse con una humana para poder así encarnarse en nuestro mundo. El nuevo encuentro de Lydia, Delia y Beetlejuice en la casa de la familia Deetz tiene además como testigo a Astrid (Jenna Ortega), hija de Lydia y representante de una nueva generación cuya mirada sobre el mundo se sugiere muy diferente a la de sus mayores.

Sin embargo, una vez establecido el escenario, Bitelchús Bitelchús renuncia a aportar nada de interés y, con el espíritu necrófilo que ya han puesto de manifiesto en 2024 otras producciones de Hollywood —Twisters (2024), Alien: Romulus (2024)…—, vaga como alma en pena de escena en escena, de ocurrencia en ocurrencia y de personaje en personaje como simples receptáculos de innumerables citas literales, vengan o no al caso, a la película previa, cuyo trasfondo dramático se clona además sin rubor. La repetición porque sí llega a un extremo bochornoso en el momento cumbre de la película, la ceremonia de boda, con la que Burton trata de emular las icónicas escenas musicales de Bitelchús —el canto y baile colectivo durante la cena, la levitación última de Lydia— con un resultado tan desastroso a nivel de concepto, realización y montaje que bien puede ser la peor escena que ha rodado en toda su carrera.

La escasez de discursos y la pereza formal de Bitelchús Bitelchús son tan brutales que únicamente pueden rescatarse detalles deslavazados, y en muchos casos no por positivos sino por sintomáticos, por delatores de que Tim Burton es ya, sobre todo, un señor mayor. La agencia de Astrid es nula tras su presentación y deriva en sumisión a su madre y en exhibición de Jenna Ortega —véase su bucólico paseo en bicicleta—. A Monica Bellucci se le niega la voz, y su fetichización macabra está en línea con la que Burton ha practicado con anteriores parejas —Lisa Marie, Helena Bonham-Carter—. A veces asoman la patita un mal gusto extemporáneo y una incorrección política viejuna a lo Santiago Segura/Torrente a cuenta de personajes como el bebé monstruoso o los comentarios en torno a la cultura de la terapia, la vida de pareja, la adicción a las pantallas y los influencers. Sorprenden algunos guiños cinéfilos de trazo grueso —Carrie (1976), Agárrame esos fantasmas (1996)— que pueden deberse a la presencia como guionista de Seth Grahame-Smith. El manierismo irritante de la banda sonora de Danny Elfman tan solo refuerza la vaciedad de las imágenes bajo el adagio del si no tienes nada que decir que sea bien alto. Y Michael Keaton está muerto bajo su máscara jovial. Si para construir su personaje en Bitelchús Keaton viajó de fuera hacia dentro, desde los signos hasta los sentidos —el fantasma que encarnó no era un constructo psicológico, su personalidad emanaba de su voz áspera, su cabello encrespado, su vestimenta estrafalaria—, en Bitelchús Bitelchús nos encontramos con la dura contrapartida de un actor de setenta años cuyo adentro —ojos apagados, rostro demacrado— condiciona por completo el efecto del afuera, los fuegos de artificio gestuales y escenográficos de su personaje.

En este sentido, la experiencia de ver Bitelchús Bitelchús puede resumirse en esa voz que surgió de la oscuridad en un momento del pase de prensa al que asistimos y exclamó con una mezcla de impaciencia y tristeza, «Ay Dios mío, por favor, qué viejos y feos están todos». Es difícil saber si se refería a los actores, los responsables de la película, o a quienes al salir comentaban con un entusiasmo fingido, con el espíritu acrítico por bandera, «¿Qué esperabas? ¿No es la secuela de Bitelchús? Pues eso, Bitelchús Bitelchús. Y con la pasta que va a hacer, si en cinco años queda alguno vivo, Bitelchús Bitelchús Bitelchús o Bitelchús al cubo, que suena más guay».

  • Montaje: Jay Prychidny
  • Fotografía: Haris Zambarloukos
  • Música: Danny Elfman
  • Distribuidora: Tripictures