Sitges 2018: Under the silver lake

– Sitges 2018: Under the silver lake –

Mitchell, ma belle
 
Tres años después de revolucionar a los fans del cine de terror y a la crítica con It Follows, David Robert Mitchell vuelve al foco público con Under the Silver Lake, presente en la selección oficial de la última edición del Festival de Cannes. Una carrera que se adivina fulgurante, pero por la que ha tenido que hacer unos cuantos sacrificios: rascar presupuestos, aplacar su obsesión, darle forma de imagen a sus ambiciones. Y, también, no dejarse comer la cabeza por el delirio que campa por Los Ángeles. No todo es tan sencillo como parece. 
 
Cada vez que ambos actores intentan besarse, todo se viene abajo. Y Julie Anne Wight lo sabe. La joven realizadora les ha sugerido que se «relajen», que olviden que están frente a una cámara, que, de otro modo, es imposible. Cada toma es «extraña». Y sale mal. Estamos en 2001 y Wight dirige su primer cortometraje: Kiss, la historia de una adolescente relegada al rango de paria a causa de su pecho poco desarrollado y de un déficit de pretendientes masculinos en los pasillos del instituto. Pero, resuelta a unirse al «club de las mujeres», la muchacha escribe en un papel una serie nombres potenciales para su primer beso: su «kiss list», como la llama ella. Solo que la lasciva escena final se queda en agua de borrajas. Con solamente setecientos cincuenta dólares de presupuesto en el bolsillo, no tiene muchas soluciones. «David Robert Mitchell sabía que no funcionaría», dice la joven casi diecisiete años más tarde. Desde hacía algunas semanas, el aspirante a director de cine se había puesto manos a la obra para producir el proyecto de su amiga. De improviso, le propone dos soluciones: ceñirse al bochorno de la escena y abandonar por completo toda la ternura que indica el guion. O «encerrar a los actores en un armario para que se besen dentro y que desaparezca así la vergüenza». Avispado. Y eficaz, ya que Wight da por terminada la escena poco tiempo después. «Ya en aquella época, David tenía una visión —aclara la joven— y se volcó en ella completamente. Estaba dispuesto a todo con tal de ponerla en escena.»
Lo mismo que con su último proyecto hasta la fecha, Under the Silver Lake, presente en la selección oficial de Cannes este año. En dos horas y treinta minutos muy ritmados, el estadounidense acumula escenas encaramadas a las alturas de Los Ángeles. Las sesiones de voyerismo desde un balcón umbrío siguen a los arrebatos complotistas del personaje principal, Sam. Con 33 años, en el paro, pronto expulsado de su pequeño apartamento en East L.A., pero no irremediablemente afectado por la idea de perderlo todo en el torbellino del entertainment a lo estadounidense. «Esta película es una visión angustiosa del mundo», señala simplemente Mitchell desde la terraza de un palacio de la Croisette. El «héroe» del filme lo mismo puede dar una paliza a un grupo de chavales atareados en rayar algunos coches aparcados en un trozo de acera que puede, con la misma facilidad, intentar desentrañar el enigma de una suerte de mapa que figura en el dorso de los paquetes de cereales para elucidar una misteriosa desaparición. Un poco a la manera de un «largometraje noir hollywoodiense clásico», género al que Mitchell rinde homenaje valiéndose de planos inspirados en los más grandes. Fue así como quería poner en escena esta historia de un tipo «marginado siempre dedicado a espiar a los demás, a esperar algo o a envidiar». Explicación: «¡La ventana indiscreta, de Hitchcock, es mi película favorita! Más que cualquier otra. La he visto un millón de veces». Sin jamás hastiarse, desde muy pequeño, siempre echa una mirada a los clásicos, desde los del cine de terror hasta Dario Argento, pero también Jules y Jim, de François Truffaut, una recomendación de su madre. Con todo esto, el joven de Míchigan se construye una pequeña cultura cinematográfica que, enseguida, se convierte en verdadera «obsesión». «En un momento dado, eché mano del libro de entrevistas de Truffaut a Hitchcock y lo estudié a fondo.» Un manual de cine y el hallazgo de una escapatoria frente al retraimiento de una vida adolescente plantada en mitad del American Midwest.
 
Sam Raimi y dinosaurios de plástico
Clawson, estado de Míchigan. Un apacible extrarradio como existen por miles a lo largo y ancho de los Estados Unidos de América. Esa suburbia con sus hileras de urbanizaciones rodeadas de césped siempre bien cuidado. Un lugar donde «realmente no mucha gente hace películas» a unas decenas de kilómetros de la gran ciudad de Detroit. Aparte, quizá, de su tío, Scott Mitchell. El hombre suele echar una mano en montones de proyectos made in Michigan. Rodeado de estrellas nacientes, como los actores Bruce Campbell y Scott Spiegel, o el célebre realizador Sam Raimi, trabaja en experimentos indies como Thou Shalt Not Kill… Except en 1985. Y hace que su sobrino disfrute de todo ello. «Me llevaba a los preestrenos de sus películas en toda la región —recuerda David—. Me pasaba el tiempo rodeado de aquella gente y me decía: “Espera, ¿que estas personas han podido hacer un filme? ¡No me lo puedo creer!” El tío cinéfilo y el padre del joven David emplean el resto de su tiempo libre en construir una mesa de animación en el sótano de la casa familiar. Gracias a unos paquetes de estructuras metálicas alzan varios dinosaurios que son utilizados para cortometrajes de stop motion. Como si fuera un hermano mayor «mucho más guay» de lo que él lo sería nunca, Mitchell dixit, el tío siembra en la cabeza de su sobrino un mantra: «Hay que hacer películas, sea como sea». Desde el instituto, se lanza a ello embarcando a un grupo de fieles amigos para que lo sigan. Como esa vez en un río a las afueras de la ciudad, en pleno invierno, donde el protagonista debe hallar la muerte, ahogado. Fácil. «Mis amigos debieron de odiarme en aquella época». Sobre todo, porque David no estaba satisfecho con la primera toma y había que repetir la ahogadilla. Varias veces consecutivas. «Ni siquiera tenía una toalla para darle. ¡Fui un gilipollas! Podría haberse muerto de veras», dice riéndose en voz baja. Para tener un mínimo de seguridad y ganar experiencia, Mitchell se va a la Florida State University a comienzos del nuevo milenio. Es allí donde, en medio de todos aquellos «locos por el cine», adquiere práctica durante dos años en un programa intenso. Dos años en los que enseguida destaca. En esa misma época, Julie Anne Wight se desloma en las mismas clases y lo tenía clarísimo: «Todo el mundo sabía que él estaba destinado a hacer grandes cosas». Sus compañeros «se enamoran» de sus imágenes y de esos proyectos en los que desmenuza primeros amores y fogosos besos de adolescentes en plena crisis existencial. «Era el tema que lo guiaba en cada uno de sus trabajos —analiza Julie—. Fue así como desarrolló toda su estética.» Piscinas filmadas desde todos los ángulos, decorados rodeados de agua —«como el estado de Míchigan»— y una búsqueda de la belleza sin importar demasiado la forma. Wight: «Hablaba siempre de las hermanas Nagy cuando estábamos en el patio. Eran dos gemelas perfectamente idénticas que vivían cerca de su casa, en Clawson. Le fascinaban…». Dos hermanas que inspiraron varios personajes de sus filmes y una atmósfera que forma la base de su trabajo. Ese «realismo mágico» cinematográfico que le sirve de carnet de identidad de cinéfilo. «Todo es muy cotidiano —según Wight—, pero él añade una dimensión onírica a todo lo que hace. Sus personajes se vuelven casi mitológicos en cada una de sus películas». Figuras desarrolladas a fuerza de largas veladas con la pequeña «comunidad» constituida en el corazón del que es conocido como el Sunshine State. En clase, eran veintidós estudiantes, todos ellos resueltos a hacerse un hueco en el mundo del cine. Rápidamente, se forman dos bandos distintos. Por un lado, el clan «comercial» de la facultad de cine y sus historias «más directas». Por el otro lado, Mitchell y el equipo de «los proyectos indies, con historias más maduras en las que se desarrollaban cosas serias». Wight es entronizada en este grupo desde principios del segundo año. Estamos en 2001 y el país acaba de encajar el 11 de septiembre. Un momento trágico que «unió» al pequeño grupo de jóvenes, conmocionados durante varios meses. «Poco después, tuvimos que hacer frente a una enorme inundación —relata Wight—. Nuestra facultad de cine estaba en un edificio pegado a un gigantesco estadio de fútbol americano en el campus, en la parte inferior. La mita de la clase perdió su coche. Los vehículos que no fueron arrastrados por la corriente tuvimos que sacarlos juntos del agua.» Una razón más para no separarse de este verdadero «grupo de amigos muy cercanos» reunidos en torno a David. Gente cuyos nombres todavía hoy se asocian al realizador: el montador Julio Pérez, el director de fotografía Mike Gioulakis o la productora Adele Romanski. «Todos juntos cambiamos muchísimo en aquel período —dice el cineasta sonriendo—; no parábamos, apenas dormíamos, trabajábamos constantemente, íbamos a montones de fiestas, teníamos la impresión de que el tiempo se había ralentizado… Esos dos años fueron para mí más importantes que cualquier otra experiencia en los rodajes posteriores.» 
 
Jacques Tourneur y los videojuegos
Mitchell lleva luchando desde hace casi dos años. Un poco antes del verano de 2009, aún no ha conseguido reunir los fondos suficientes para su primer proyecto de largometraje, El mito de la adolescencia. El joven trabaja sin descanso. Por el día es montador para una productora neoyorquina. Por la noche, pule su guion. «En aquella época, ahorraba la mayor parte de mi salario», recuerda. En cuanto a Adele, en la producción, lo mismo. Estos esfuerzos comunes les permiten guardar debajo del colchón treinta y cinco mil dólares, con los que esperan que esa historia de adolescentes que aprovechan el final del verano en las afueras de Detroit salga finalmente a la luz. Un dinero que, sin embargo, dista de ser suficiente para que los tomen en serio. «Incluso nos tenían por locos —dice hoy riéndose el realizador—, aquello estaba muy por debajo de lo que la gente medianamente en sus cabales nos aconsejaba para despegar.» La película requiere decenas de localizaciones para el rodaje y unas quince personas en la pantalla. La actriz Amanda Bauer interpreta en ella a Claudia, una joven de comportamiento no precisamente estable. «Trabajo siempre en producciones indies, y todo el mundo dice: “Oh, no, tenemos un presupuesto muy ajustado”, pero nada comparado con El mito de la adolescencia», señala la joven. Con apenas 20 años en aquel entonces, se mete en ese rodaje con aire de «proyecto familiar» en el que las comidas se preparan en las cocinas de amigos de toda la región y se comparten entre todos, sentados en el suelo. Dice sonriendo: «Éramos tan pocos que los miembros del equipo técnico se convertían en improvisados figurantes y los actores se convertían en ayudantes de producción en algunas escenas». En esta ocasión, David cuida de su equipo y se concentra en el largometraje. Ni premios a la vista ni «festivales de cine guais» para proyectar su obra. Al final, la película llama la atención en la meca de la gente de la cultura que luce largas barbas y amplias gorras: la del festival South by Southwest en Austin, Texas. Pero asimismo en la del comité de selección de la Semana de la Crítica de Cannes en 2010. Una atención acompañada de nuevas oportunidades y casi un millón de dólares para realizar el siguiente filme: It Follows, una cinta de terror sin efectos especiales, o casi, en la que una forma misteriosa persigue a un montón de jóvenes condenados después de una simple relación sexual. Un nuevo desafío por realizar en el que ya están puestas todas las miradas. Y un género nuevo. Richard Vreeland componía música para videojuegos, entre ellos Fez, hasta que Mitchell lo llama para que haga su incursión en el cine de terror. No cuenta más que con tres semanas cortas para pulir la banda original del proyecto. David le envía unas escenas, y no disponen de mucho tiempo para discusiones. «Había que hacer la música ya», dice volviendo la vista atrás Disasterpeace, su pseudónimo de músico. Para conferirle un aire al modo de «Jacques Tourneur meets John Carpenter», Richard debe «hacer sacrificios». Nada fuera de lo normal para Mitchell, siempre determinado a hacer todo «lo mejor posible», según nos cuenta su amigo.
 
«Estuve al borde de un estado de locura»
2014 recibe a David con un nuevo éxito y una nueva proyección en la Semana de la Crítica. Y nuevas ambiciones. El cineasta reside desde entonces en Los Ángeles: «Al llegar, tenía varios cortometrajes bastante buenos, guiones preparados, así que pensé que todo el mundo me acogería con un montón de dinero. ¡Qué inocente era! La cosa no fue así para nada. Fui un estúpido». En East L.A., el barrio gentrificado de Silver Lake, el joven casado evoluciona rodeado de artistas de toda suerte. «Está claro que la gente viene a esta ciudad para ser alguien diferente, para metamorfosearse —nos cuenta—. Es un lugar también muy dividido, con un nivel de dinero y celebridades casi indecente y que, al mismo tiempo, provoca un sentimiento de peligro constante.» Ese será el argumento de Under the Silver Lake, donde las veleidades y la superficialidad de la industria del cine llevan al personaje principal hacia las «fiestas de ajedrez» en casa de un actor de series B, célebre tras un papel «entre los cinco y siete primeros meses de su vida». «Lo que vi al llegar a L.A. no está lejos de las absurdidades que he incluido en la película —confiesa el realizador, mientras muestra un extraño estremecimiento—. Esta ciudad está completamente loca.» Cierto. Pero, cuando uno es un chico de Míchigan, un día u otro, a la fuerza, debe hacer un pacto faustiano con ese lugar que es una enorme nada. Él lo hace arriesgándose a flirtear con un estado próximo a «un ataque febril» o de estar «al borde a la locura» a medida que las páginas del guion se amontonan en su escritorio, que los cafés sustituyen al sueño nocturno y que las ojeras aparecen en su cara, no obstante, juvenil. ¿Con qué objetivo? ¿La competición en Cannes en la selección oficial? «Soñaba con ese momento, pensaba que iba a ser increíble y, al fin y al cabo, no ha sido para tanto. Al igual que con otras muchas cosas de la vida, con esto fantaseaba un poco. Hay alegría, celebraciones, pero, al final… al final…». Una pausa suspendida: «Al final, tienes que pasar a otra cosa enseguida, ¡lo necesito!». – Under the silver lake se presenta hoy dentro de la Sección Oficial del Festival de Sitges.