CANNES 2018 D-2: LETO – Back to the USSR! –

– CANNES 2018 D-2: LETO – Back to the USSR! – –

La muerte del ángel negro
 
Esperadísimo, el fresco del rock ochentero en blanco y negro del ruso Kirill Serebrennikov (El estudiante), ausente de la alfombra roja por estar bajo arresto domiciliario en su país, no puede sino seducir a ese cinéfilo-melómano que, latente, todos llevamos dentro. 
 
Singularidades del Festival de Cannes: en menos de 24 horas hemos visto dos cintas, ambas relacionadas con Rusia y su historia, pero perfectamente opuestas. Ayer, Sergei Loznitsa, con Donbass, daba muestras de su dominio y su habitual precisión —hasta el exceso—, para narrar los conflictos relacionados con el separatismo prorruso en el este de Ucrania. Película de «dispositivo» (esta palabra del diablo) que teje su relato en torno a un impresionante sistema de «relevos» (trece escenas toda vez enlazadas por un personaje diferente, a veces muy secundario, que abandona una para ir a la siguiente). Este sistema perfecto, en ocasiones engañoso (sobre todo, cuando se confunden el punto de vista de la película y el de los personajes), hace que se palpe en Loznitsa un discurso del odio, un filme de acusación que raya en la propaganda y que es particularmente peligroso: los responsables de la larga sucesión de saqueos, sobornos, humillaciones, torturas, insultos y otros fraudes que vemos, en el fondo, no son más que esos ciudadanos anónimos que, precisamente, hacen avanzar el relato con sus desplazamientos. Hombre, eso es pasarse un poco.


 

En cambio, hoy Kirill Serebrennikov proponía con Leto una historia (real) muy sencilla: la de Mike, un músico treintañero que ayuda a emerger a Viktor, más joven, en la escena underground del rock soviético de los años ochenta y que, de paso, casi le pone a su mujer en bandeja de plata a su discípulo. Sin embargo, esta cinta, sin duda menos enérgica de lo que podríamos haber imaginado, hace que aflore toda esa benevolencia de la humanidad de la que un cineasta es capaz. Serebrennikov decide incluso dejar un poco a un lado un potencial relato político y cultural que, con todo, resultaría apasionante: ¿cómo hacer la música que te gusta cuando en tu país se la considera un arma del enemigo? Una mujer regenta una sala en la que tocan esos nuevos grupos de música, y siempre se inicia una batalla diplomática para explicar en qué cosas puede ayudar el rock a construir la juventud socialista de un estado en descomposición inminente. 
 

 
Sin embargo, el largometraje prefiere concentrarse en otra descomposición: la de la vida de Mike (Roma Zver, músico en la vida real y cabeza del grupo Animals). Y gracias a ese candor, el de elegir al grupo pequeño (los músicos) en detrimento del grande (Rusia), Leto acaba captando algo que escasea mucho en el cine: la vida de una colectividad tan minoritaria como unida por una misma pasión. Resulta casi tentador ver en esta película un reflejo (al fin y al cabo, estamos en un festival de cine) de la cinefilia: esos personajes que saben quiénes de ellos prefieren a Lou Reed antes que a la Velvet y viceversa, pero que ignoran por completo sus sentimientos más íntimos. Hay una secuencia reveladora: Mike va a buscara a Viktor, que está flirteando con su mujer Natasha, para hablar con él en privado. Ella se queda fuera, nerviosa, segura de que tras esa puerta está teniendo lugar una pelea entre el marido celoso y el hombre de quien se está enamorando. Al final, ella abre la puerta y lo que ve no se parece en absoluto a una pelea: Mike le está poniendo a Viktor unas canciones para hacerle unas sugerencias sobre sus composiciones. Mike acaba siendo la definición perfecta de todo verdadero melómano, cinéfilo o similar: el que, debido a cierta pereza, se deja abandonar por el mundo para vivir en otro distinto. En un momento de la película, sus amigos intentan convencerlo de que exporte su música a Occidente. Lúcido, Mike se da cuenta de que en una cultura en la que los ídolos que le han inspirado —T Rex, Dylan, la Velvet— ya han pasado por ahí, a la fuerza a él lo verán como un «has been». Y esa es precisamente toda la ironía de los melómanos, de los cinéfilos: la de consagrar su vida a algo que ya se hapresentado antes y sin ellos, pero que, para ellos, es lo más importante del mundo. 
 
Por lo demás, si queremos, también podemos encontrar «dispositivos» en Leto: un personaje que se dirige de vez en cuando a la cámara, un cliché del cine rockero, pero que introduce también las escenas musicales (un poco simplonas), en las que los personajes van cantando por la ciudad como para anegarla con su sed de libertad. En cada una de esas secuencias, este extraño personaje se dirigirá al espectador para recordarle que lo que está viendo no ha tenido lugar. Que toda esa gente sueña en el interior de algo que su entorno no puede impulsar, que todos ellos están situados en un relato de ficción, en una mitología falsa, que han querido vivir por encima de sus posibilidades. Pero que han tenido razón. Hacia el final del filme, otro personaje, muy secundario, se convierte en el protagonista de una escena, de nuevo, bastante gimmick. Borracho al final de una fiesta, en una pantalla ve la imagen de una playa y se abalanza adentrándose en ella. El blanco y negro da paso a una imagen contemporánea en color. El joven sonríe a cámara, se desviste y se arroja al mar. Es una conmovedora definición del verdadero sueño de todo melómano, de todo cinéfilo: entregarse, en armonía, a algo que lo supera para desaparecer.