CANNES D-8: UNDER THE SILVER LAKE –

– CANNES D-8: UNDER THE SILVER LAKE – –

Con Under the Silver Lake en competición, a David Robert Mitchell se le esperaba. Demasiado, quizá, después de esas dos primeras películas (especialmente It Follows) que, de buenas a primeras, lo habían colocado en la lista de los jóvenes cineastas capaces de reinventar el cine estadounidense. ¿El resultado? Un filme de género «L.A. noir», a medio camino entre Un largo adiós y Araki, que podría habernos ahogado, pero que consigue mantenernos in extremis con la cabeza fuera del agua. 
 
Ya en sus dos primeras cintas, el hombre de los tres nombres de pila desplegaba ese estilo suyo tan singular inspirándose en un cine de terror artesanal, incluso handmade (Arnold, Tourneur, Lewton, Carpenter), sin por ello desatender una suerte de obsesión subyacente por el tiempo que pasa, los mitos que se desmoronan y los traumas remanentes, a medio camino entre Chris Marker y Tarkovski. Necesariamente, la fórmula es emocionante y la promesa colosal, más aún cuando esta vez el joven cuarentón ha decidido abandonar Detroit y sustituir sus solares industriales en desuso por esa ciudad-mundo de Los Ángeles, saturada de leyendas y fantasmas, un entorno —a priori— perfecto para dar rienda suelta a sus caprichos. Estamos en L.A. y, más concretamente, en Silver Lake: un barrio atravesado por Sunset Boulevard, al norte del cual se halla el «Silver Lake Reservoir».
Así pues, el lago es el emblema del barrio que Robert Mitchel se ha propuesto «poner patas arriba» y sondear para extraer de él los costurones y las cicatrices invisibles siguiendo a Sam (Andrew Garfield), que ha ido en busca de Sarah (Riley Keough), su crush de una noche claramente envuelta en sórdidos chanchullos. El trip abunda en tropiezos, es caótico, brumoso y está salpicado de encuentros en forma de epifanías. Vemos el mismo ingenio de siempre, pero nos quedamos con la vaga sensación de que se trata de un filme menos dominado, más impresionante quizá, que se permite las mismas divagaciones que el personaje principal. Y ¿por qué no? La meta da igual, nos dice implícitamente Robert Mitchell: lo que importa es el trayecto. Y este se recorre a la manera de Puro vicio, por ejemplo, cinta con la que Under the Silver Lake comparte su amor por lo acuoso y las percepciones turbias. Lo esperábamos en la línea de It Follows, pero el cineasta se ha atrevido a dar un paso a un lado para distanciarse de anterior filme. En resumen: el paseo. Alucinado, desde luego, pero siempre suave y desconectado. En el último plano del largometraje, Sam está en el balcón que hay enfrente del suyo, con el torso desnudo y un cigarrillo entre los dedos: el sentimiento del deber cumplido y de la investigación resuelta. Observa el que, en el pasado, fuera su apartamento, su vida de antes, sus consolas de juegos y los carteles de La mujer y el monstruo (en It Follows eran Tourneur con La mujer pantera los que estaban clavados con chinchetas en la pared): David Robert Mitchell, al igual que Sam, está probablemente pasando a otra cosa. Una fase de transición entre dos apartamentos, dos épocas, dos mundos. Una pausa antes de retomar su marcha hacia adelante. Y esta merecía una larga errancia.