EL PUENTE DE LOS ESPÍAS

– Cuaderno Crítico. EL PUENTE DE LOS ESPÍAS –

 
Después de Lincoln, tito Spielberg nos trae una nueva lección de humanismo. Un Puente de los espías que celebra su reencuentro con Tom Hanks. Y, de regalo, la colaboración de los hermanos Coen en el guión. Un lúdico juego de negociación en plena guerra fría, pero también una defensa radical de los valores americanos, digna de Frank Capra.

El punto de arranque de la nueva película de Steven Spielberg es una paradoja política. James B. Donovan (Tom Hanks), abogado y vendedor de seguros americano, acepta defender a un espía ruso en plena guerra fría. Todo el mundo sabe que toda esta historia no es más que una formalidad que terminará en la silla eléctrica. Pero, contra toda expectativa, Donovan decide tomarse la tarea en serio. Lo que todo el mundo percibe como un acto de traición es para el abogado la consecuencia lógica de su creencia en el sistema americano: si merecemos ganar la guerra fría, es porque somos mejores. Si somos mejores, es porque somos justos. Y si somos justos, debemos defender por igual a todo el mundo. Incluso a los enemigos del Estado. Proteger los valores esenciales del American way of life implica pues defender incluso aquello que amenaza con destruirlo. De este modo, y a pesar de su título, El puente de los espías no es realmente una película de espionaje. Lo que interesa a Spielberg son los dilemas morales de esta guerra estratégica y, en particular, todo lo que ha podido producirse de aleatorio, caótico y, en fin, paradoxal, en esos momentos decisivos de la historia mundial.
 
Entre Homer Simpson y John Wayne
El espía ruso Rudolf Abel (Mark Rylance), admirando la tenacidad de su único defensor, le comparará con un hombre al que vio encajar golpes durante su infancia, y que siempre se volvía a levantar. Le llamará «el hombre que no se mueve». Una rectitud sostenida por Hanks durante toda la película, tanto en el encuadre como en sus decisiones. Con su apariencia de perezoso pesado, navega entre la inocencia de un Homer Simpson, el idealismo de un James Stewart en Capra y la fuerza de un John Wayne, capaz de parar una diligencia con un gesto de la mano.
 


La visión del mundo de Spielberg permanece inalterable (América como tierra de libertad y justicia), así como su radicalidad formal, totalmente inédita hoy en día
El regreso de Hanks como actor protagonista debería servirnos de advertencia pero la película sorprende aún así por sus pasajes cómicos: golpes burlescos de puesta en escena, repetición de ciertas frases hasta volverlas hilarantes… Pero estaríamos hablando de un burlesco en el que el protagonista no solamente no cae (hasta el descanso de los justos final), sino que no se mueve ni un pelo. Modulando así el potencial cómico de Hanks, Spielberg hace de su personaje un reverso luminoso del Chris Kyle de El francotirador: al igual que el personaje interpretado por Bradley Cooper, Donovan es alguien que, por un exceso de devoción a la patria, termina instalando el terror y la violencia en su propio hogar. Un hombre que, como Oskar Schindler, no estará lejos de caer en la demencia mesiánica de creerse capaz de salvar a la humanidad entera. Pero, para Spielberg, tal convicción no implica un traumatismo reprimido o monstruoso, como para Eastwood. Todo se sostiene en la creencia tenaz en una América incorruptible. Saber que el verdadero James Donovan fue el supervisor encargado de verificar la veracidad de las imágenes filmadas por John Ford, George Stevens y Samuel Fuller en los campos de exterminio nazis (información totalmente ausente de la película) fue lo que decidió a Steven Spielberg a hacer esta película: sabía que estaría contando la historia de un hombre justo, recordando así a todo un país que no debe perderse de ese camino de la justicia. La paradoja política de la película se resolverá precisamente gracias a las técnicas capitalistas de Donovan-el-vendedor-de-seguros, que le permiten salvar a su cliente y dominar las negociaciones contra el enemigo soviético. Lejos de destruir a su país, su tenacidad salva la identidad de toda una nación.
 
La visión del mundo de Spielberg permanece así inalterable (América como tierra de libertad y justicia), así como su radicalidad formal (con un Janusz Kamiński desatado con planos lejanos y a contraluz, como en Lincoln), totalmente inédita hoy en día (aunque cabe lamentar que no sea John Williams el que complete en el campo musical esa visión, que resulta por momentos un tanto vulgar con la composición actual). Y es que «el americano» para Spielberg es aquel cuya presencia permanece inalterable. Todo lo contrario que la del ruso, siempre equívoca: su acento es tan falso como sus dientes. Pero, y aquí reside el extraordinario humanismo de la película, ese acento y esa dentadura del espía no son en absoluto artificios o gadgets propios del género, sino la verdad pura y dura del personaje: un hombre de una cierta edad que adquirió su acento tras vivir mucho tiempo en el Reino Unido. Y la verdad es siempre digna de admiración para los hombres justos. Fernando Ganzo