DOLOR Y GLORIA – Juego, fiesta y rito de Pedro Almodóvar

– DOLOR Y GLORIA – Juego, fiesta y rito de Pedro Almodóvar –

La carrera de Almodóvar, entre otras muchas cosas, ha estado marcada por el increíble reconocimiento sin precedentes de sus guiones. Basta con pensar en ello para valorar en su justa medida la precisión y la responsabilidad necesarias a la hora de afirmar lo siguiente: Dolor y gloriaes el mejor guion que jamás haya escrito. O mejor: la más precisa y orgánica unión entre el verbo y la carne, la palabra y la imagen. Una invocación del primer deseo formulada de forma precisa, rica, dolorosa y lúdica. Análisis. POR VÍCTOR J. VÁZQUEZ
 
Al principio fue el juego (Pepi, Luz, Bom y otras chicas del montón). Almodóvar hacía travesuras y las expandía. El arte en su origen como un divertimento amoral e imperfecto, como una promesa infantil que suele quedarse en solo eso, si no hay, como suele ocurrir en la mayoría de los casos, una posterior consagración vital del artista a su obra, una unidad de destino con el juego que ha sido empezado. Luego del juego vino la fiesta, el juego en su forma trascendental, juvenil y epidérmica, sí, pero ya con vocación sagrada, es decir, con erotismo, la cámara como instrumento genital de profanación. La fiesta entrando en los conventos (Entre tinieblas) y expendiendo su peste alegre por las ciudades (Laberinto de pasiones). Sin embargo, la fiesta es siempre a la mañana una gacetilla equivocada y le sigue la inevitable y dolorosa ojera de lo efímero. El artista que quiere sobrevivir en la permanencia, o sea, allí donde el juego y la fiesta adquieren un sentido, tiene que buscar el símbolo. Por eso Pedro tuvo que transformar la carnalidad singular de sus personajes en una carnalidad mitológica, difuminada y universal. Hacer un cine donde no se hable de «un deseo» sino «del deseo», donde lo laberíntico no sea sino un instrumento de expansión. Ya en los ochenta, Pedro tenía en sus manos las tres herramientas del artista: el juego, la fiesta y el símbolo. Jugar y festejar bajo la ley del deseo, y hacer de la dialéctica eterna entre el dolor y el goce un lenguaje universal. No obstante, faltaba una cosa, la belleza, es decir, una tradición estética; y Pedro se abrazo a la ganadora que era la naturalmente la más suya, esto es la española. Y dentro de la española aquella que viene del claroscuro de Goya, del cegador y deforme colorido del esperpento, la que no reniega pedantemente de la cultura popular, sino que se emborracha de ella y la reinterpreta con luminosidad cosmopolita, la del 27, la de Buñuel, también la de Berlanga y Regueiro, dicho de otro modo, la verdadera. A partir de ella, desde los ochenta en adelante, Almodóvar ha pensado a través de imágenes, una imaginería entre el erotismo barroco y el pop que solo a él pertenece, que solo puede salir de él y que delata al impostor que la imita. 
 

Dolor y gloria
es la última película de Pedro Almodóvar, pero ambos son también sintagmas que describen a su propia obra, o mejor dicho, al discurrir de esta. Sin abandonar nunca el juego y la fiesta, la obra de Pedro ha ido explorando el dolor, es decir, el paso del tiempo; y ello a la vez que él se instalaba en una gloria perseguida e irremediable. Este trabajo es retrato de un proceso creativo que se impone ya sin paliativos, y en el que la lealtad a uno mismo, a sus miserias y a su talento, es presupuesto de una gloria que no solo hay que entenderla como el barajeo de los premios y los festivales, sino como se entiende esa recompensa moral que espera el artista que ha consagrado la vida a su propia creación, con las inevitables crueldades que para sí y para los demás esto conlleva.
 
En Dolor y Gloria, Almodóvar se dice a través de Salvador (Antonio Banderas), se dice y se confiesa. Confiesa el egocentrismo depresivo y patético que atrapa la vida del creador, su adoración tiránica y despreciativa hacia los actores y los más oscuros sótanos biográficos de su arrepentimiento. Pero de entre todas las confesiones que integran esta película hay una trascendental, y es la de que el cine de Almodóvar se sostiene sobre un deseo que él ya no tiene. La reaparición del amante Federico (Leonardo Sbaraglia), nocturna y entregada, hubiera terminado en un fasto carnal si el amado Salvador hubiera sido cualquier otro personaje sobre el que Pedro hubiera podido proyectar el deseo. No obstante, esa excitación sexual, irrefrenablemente eréctil, que siempre atravesó su cine, no puede Pedro proyectarla ya sobre sí mismo, de tal forma que cierra al viejo amante las puertas de su cama. Abandonado por el deseo y herido por la enfermedad, Salvador se busca a través de la obra. El cine, el arte, aparecen aquí como una promesa de salvación, y la vida como un mero utensilio. Pero, ¿cómo puede uno filmar sin esa palpitación que solo da el deseo? La respuesta, como para muchas otras preguntas, está en la infancia. Lo que nos dice Dolor y gloria es que si Pedro ha perdido el deseo, no ha perdido la infancia, y en la infancia está intacto el primer deseo. Si se le invoca, este vuelve. Pedro, gran chamán del recuerdo, lo hace con acierto.  
 
 
Sin embargo, para hacer esta invocación del primer deseo hay que ser valiente. Desde luego, el cine de Almodóvar nació con la vocación de ser libérrimo e irreverente; y, de hecho, tuvo como piedra fundacional la meada de una menor a la mujer de un guardia civil, en aquellos desenfrenados años del posfranquismo (Pepi, Luci y Bom y otras chicas del montón). Aunque, si uno lo piensa bien, eran buenos años aquellos para la irreverencia, es decir, que aquella no tenía mérito, pues si bien la misma podía ser objeto de algún tipo de censura por las autoridades públicas, tenía también garantizada una buena acogida en su ecosistema más propio que era, para entendernos, el de La Movida. En cualquier caso, la irreverencia, la inmoralidad del cine de Almodóvar lejos de ser una inmoralidad impostada siempre fue una inmoralidad constitutiva, congénita, y por eso, cuando buena parte de los artistas de hoy se pliegan disimuladamente a las imposiciones del puritanismo laico, Pedro sigue siendo capaz —o incapaz de no hacerlo— de rodar, desde el amor y el deseo, los márgenes de la moralidad. Basta pensar en su mirada caritativa hacia el camillero que preña a la paciente en coma (Hable con ella), o hacia el creador que cincela y viola la metamorfosis de su víctima (La piel que habito). En Dolor y gloria, Almodóvar va a filmar esta vez con un erotismo descaradamente puro, encalado y blanquecino, el primer deseo sexual, la primera fiebre que siente un niño de apenas 10 años ante la visión del cuerpo desnudo de otro hombre. La furia del recuerdo en el ojo del cineasta adulto que se niega doblar la rodilla. 
 
Dolor y gloria es la mejor literatura que ha escrito Almodóvar. Su guion más certero y preciso. Es probable que por primera vez en su cine, la palabra tenga aquí tanto valor como la imagen. Hay también una explícita teatralidad en este trabajo que no puede entenderse sino como una lógica inercia clasicista en quien es un maestro vivo del cine. Y hay también en Dolor y gloria una suerte de pacto de sangre entre Pedro y Antonio. El papel de Antonio Banderas, que es legendario, certifica su tránsito a una suerte de estatus Jean-Pierre Léaud, dentro del cine español. Un actor que en su senectud no necesitará sino su sola presencia para sublimar el lugar que ocupe en cualquier narración.
 
*Artículo publicado originalmente en Sofilm nº 59 (marzo 2019)