Drive my car
(Ryū to Sobakasu no Hime)
- Dirección: Ryûsuke Hamaguchi
- Guion: Ryûsuke Hamaguchi, Takamasa Oe. (Libro: Haruki Murakami)
- Intérpretes: Hidetoshi Nishijima, Tôko Miura, Reika Kirishima, Sonia Yuan, Satoko Abe
- Género: Drama
- País: Japón
- 179 minutos
- Ya en salas
Pese a no ser capaz de recuperarse de un drama personal, Yusuke Kafuku, actor y director de teatro, acepta montar la obra «Tío Vania» en un festival de Hiroshima. Allí, conoce a Misaki, una joven reservada que le han asignado como chófer. A medida que pasan los trayectos, la sinceridad creciente de sus conversaciones les obliga a enfrentarse a su pasado.
Por Gonzalo de Lucas
Tras un accidente de coche, al maduro actor Kafuku le diagnostican glaucoma en un ojo. Tiene un punto ciego en su campo visual, del que no se había duda cuenta porque el otro ojo compensaba la visión. Kafuku tuvo el accidente tras descubrir a Otu, su hermosa mujer, haciendo el amor con Takatsuki, un joven actor, en su propia casa, sin que ella lo viera. Esa imagen –especular, obsesiva– es el pistón de Drive My Car, cuyo trayecto fluido y sereno se refleja en el modo en que la conductora Watari cambia de marcha de forma imperceptible, posibilitando la introspección e intimidad durante el viaje. Por debajo, Hamaguchi gradúa a lo largo de tres horas la formación de las turbulencias emocionales.
El cuento de Murakami en que se basa la película ya gira sobre el punto ciego: «Tal vez en mí hubiese un punto ciego fatal / Quizá me pasó inadvertido algo importante que había en ella. De hecho, aunque no lo veía con mis ojos, en realidad estaba viéndolo».
Precariedad, límites, sesgos de la mirada, siempre fragmentaria. Diferencia entre la vista y la visión. Temas mayores del cine. La imagen de lo real (el goce de Otu a horcajadas de Takatsuki) ¿y cómo desembarazarse de ella? ¿O cómo entenderla mejor asociándolas con otras? En la cabeza de Kafuku están las que realmente vio –los orgasmos de Otu cuando hacían juntos el amor– y tantas otras por hacer. Sabe, siente su amor, pero no es capaz de ver o explicarse por qué ella se acostaba con otros. ¿Cómo acceder al punto de vista de Otu, a su subjetividad, aún más una vez está ausente?
Una gran diferencia entre el cuento de Murakami y la adaptación de Hamaguchi es que el escritor plantea esta pregunta por fuera, de un modo explícito, mientras que el cineasta la contiene por dentro, bajo la opacidad e impenetrabilidad de la persona. Escribe Murakami: «Lo que más penoso me resulta –continuó– es que no la comprendía de verdad; al menos, no comprendía una parte de ella que debía de ser fundamental. Y ahora que está muerta, seguramente todo ha acabado sin que lo haya entendido. Como una pequeña y pesada caja hundida en las profundidades del océano. Cuando lo pienso, siento que la congoja me atenaza el pecho».

Hamaguchi evita este tipo de simbolismo, metáforas y conciencia psicológica o analítica por parte de los personajes. Lo que filma son personas que actúan, se relacionan entre sí mediante (auto)representaciones –por su tono al hablar, su manera de mirarse, su modo de gesticular–, sin el habitual dopaje de la inyección de expresividad psicológica en el actor. Se trata de una obra metarreflexiva sobre el proceso de creación actoral (una de las buenas de esa tradición), o la búsqueda de la encarnación de un texto para darle vitalidad. La creación de Tío Vania se va gestando en paralelo o en sincronía a las experiencias personales. Dentro de su técnica de dirección e interpretación teatral, Kafuku escucha repetidas veces la fría grabación sonora del texto en su coche. Se trata de metabolizar, encarnar, absorber el texto, de hallar la distancia justa entre la palabra y el corazón. Mediante la representación y la metamorfosis –la creación de otros yoes posibles–, uno se acaba modificando al tiempo que surge la subjetividad profunda. «Cuando dices esas líneas sale tu verdadero yo», señala.
La película armoniza de este modo las ideas del cuento –la precariedad de la vista, la búsqueda de la visión para encontrar la vida en el puro teatro, o a la inversa–: «Si se trata de un punto ciego, todos vivimos con él» / «Yo quería olvidar que mi mujer me había engañado. Lo intenté por todos los medios. Pero fue en vano. No conseguía quitarme de la cabeza la imagen de mi mujer en brazos de otro hombre. Siempre reaparecía» / «Cuando vuelves a ser tú mismo, tu posición se ha cambiado un poco con respecto a antes. Esa es la norma: es imposible regresar exactamente al mismo punto».
Todo esto lo muestra Hamaguchi sin apoyarse en las estilizaciones irreprochables, con un estilo diáfano, preciso, de corte pulido, incluyendo breves puntuaciones de lo memorable –Otu desnuda al amanecer– y de la imagen poética –el cigarrillo en la nieve–, pero en el que el meollo está en la elegancia de las elipsis, el descarte de las distancias emocionales invasivas –Kafuku contando la muerte de su mujer a Watari en un plano general frente al mar– y la apuesta o retorno al tono fluido de las imágenes y el aprecio por el diálogo y el recitado (tan proscrito, rehuido o mal interpretado hoy en día). En este punto, no puedo dejar de constatar mi entusiasmo ante su cine, aún más teniendo en cuenta que, en el mercado de los festivales, el cine autoral lleva tiempo asfixiado por sus múltiples afectaciones, envarado y convertido en una forma de etiqueta eco que se pone para dar valor al envase y reconfortar la conciencia del espectador. Perdimos, olvidamos la materia.


¿Hay minimalismo, distanciamiento y lentitud en Hamaguchi? Desde luego, pero jamás es para contraer y escurrir el bulto sobre la expresión de las partes rugosas y contradictorias de la vida y de uno mismo (igual que Kafuku busca que la obra de Chéjov lo acabe cuestionando). En Hamaguchi la forma se destila, sí, aunque para ser expansiva y ampliar sus repercusiones en el espectador. El núcleo de la experiencia –un dilema sexual– se proyecta con plena incumbencia en nuestras vidas (¿qué relación existe entre la imagen del sexo y los afectos verdaderos?). No se trata de estilizar para dar una imagen refinada de sí mismo, sino, en la línea de Hong Sangsoo o Kiarostami, para dejar que emerja en la máscara de los personajes, y en su plena actuación social, la animalidad que agita por dentro. Kafuku es un actor y un personaje de expresividad austera, maestro del overplaying: «El texto de Chéjov llega a mi interior y mueve mi cuerpo, que estaba inmóvil». Durante casi toda la película lo vemos estático, en particular en el coche. Lo que se mueve y genera la dinámica son las imágenes mentales, los recuerdos y asociaciones sobre Otu, imagen fantasmal con la que no deja de dialogar (en el sentido más literal y hasta inquietante, con la voz de ella grabada en las citas con la lectura de Tío Vania). Con Otu hacía el amor con frecuencia, mientras ella inventaba y relataba historias para alcanzar el orgasmo. ¿De qué forma ese otro texto –las ficciones y las palabras de ella; los movimientos de su cuerpo– se inscribe en su memoria, y qué verdad hay en ellas o entre ellas?



Hay un par de planos de las manos de Otu y Kafuku (en el hospital, en el coche) en la gran tradición del melodrama: hay que ser ciego para no ver en esos gestos la verdad del afecto, que ella le quiere. ¿Qué imagen necesita entonces Kafuku para ver su verdad? Hay una idea maravillosa al respecto, con el personaje de Yoon-a, la actriz muda. En su actuación, los signos originales –las palabras– que dan sentido al texto desaparecen, y se convierte en gestos y puras imágenes (como aquella invisible pelota de tenis que el fotógrafo de Blow Up devolvía a los mimos). En este juego o partida –el del amor, o la creación o visión de una película– se trata siempre de coger lo invisible y devolverlo a la pista en forma visible: entre la propia subjetividad y el reconocimiento del otro.
¿Niega todo esto la posibilidad de que veamos la verdad? Al contrario, o solo si creemos en su relativismo, como los cineastas trileros que pueblan los festivales. Un propósito del arte –de la experiencia que origina– es recordarnos que la verdad existe, y que por lo general es tan obvia que deslumbra. Pero cuando se esconde, y la creemos inaccesible, no por ello deja de existir.
Un día en una clase en el Trinity College, un positivista acusó a Wittgenstein de haber abandonado la noción de verdad. «¿La verdad?», le preguntó mientras cogía una tiza de la pizarra: «Digamos que esta tiza es el lenguaje y que la verdad va hacia ti». Cabría pensar que las buenas imágenes (como las de Otu) son aquellas que no pasan de largo, ni se esquivan.

- Fotografía: Hidetoshi Shinomiya
- Montaje: Azusa Yamazaki
- Música: Eiko Ishibashi
- Distribuidora: Elástica