El cuervo
- V.O.: The Crow
- Dirección: Rupert Sanders
- Guion: Zach Baylin, William Schneider (Cómic: James O’Barr)
- Intérpretes: Bill Skarsgard, FKA Twigs, Danny Huston, Isabella Wei, David Bowles…
- País: EEUU
- Género: Thriller
- 111 minutos
- Ya en cines
- «Eric Draven y Shelly Webster son brutalmente asesinados cuando los demonios de su oscuro pasado les alcanzan. Ante la oportunidad de sacrificarse para salvar a su verdadero amor, Eric se propone vengarse despiadadamente de sus asesinos, atravesando el mundo de los vivos y los muertos para saldar sus deudas.»
Por Elisa McCausland y Diego Salgado
El cuervo es una película falta de convicción y carente de aura. Como ya es norma en el cine actual, tiene un miedo paralizante a ser algo, a expresarse con rotundidad en ninguna dirección a la hora de volver a contar la venganza de tintes sobrenaturales que pone en práctica un joven tras ser asesinado junto con su novia por unos criminales. Y, sin embargo, no puede hablarse de un fracaso absoluto, del horror que han proclamado tantos críticos y opinólogos de redes sociales haciendo con ello de la película ese chivo expiatorio que necesita periódicamente la comunidad cinéfila para desahogar tensiones ante las múltiples imposturas en que naufraga su criterio cada temporada.
De hecho, que una de las principales quejas contra ella pueda resumirse en un «este no es mi cuervo que me lo han cambiado» ya es un punto a favor de la película, dada la penosa —y celebrada— tendencia a la literalidad referencial de que han hecho gala este año otros ejercicios de reciclaje y puesta en valor de franquicias como Twisters (2024) o Alien: Romulus (2024). Lo cierto es que El cuervo se parece poco al cómic indie de James O’Barr publicado entre 1989 y 1990 y casi nada a su primera adaptación cinematográfica, realizada en 1994 por Alex Proyas.
Tanto el cómic de O’Barr, hondamente influido por los trazos crispados de Will Eisner y Bernie Wrightson y los modos gothic punk de las bandas Siouxsie and the Banshees y The Cure, como la película de Proyas, que practicó una deriva manierista y autoconsciente de dichas influencias estéticas hacia la grim aesthetic imperante en los cómics coetáneos de superhéroes y la MTV, oscilaban entre dos estados de ánimo contrapuestos: la felicidad idílica que embargaba a Shelly y Eric como pareja, y la oscuridad posterior que envolvía al segundo cuando era devuelto a la vida para restablecer en nuestra realidad el equilibrio entre bien y mal.
El cómic de O’Barr y la película de Proyas pecaban de ingenuas, de apolíticas: la felicidad —una pareja de cuento de hadas— y la desdicha —delincuentes malencarados, versos decadentistas recitados bajo la lluvia— representaban la cara y la cruz de un imaginario romántico esencialista pasado por el tamiz de una subjetividad apabullante y la inmadurez de la cultura teen; aunque, de la airada expresividad pop que palpitaba en las imágenes se deducía, por muy mediatizada que estuviese por la industria cultural, un angst, un malestar generacional que, según avanzaba la década, fue distorsionando cada vez más sus rasgos: todo va a ir bien, todo va bien, se nos repetía una y otra vez, pero todo estaba a punto de derrumbarse, como rubricaron los atentados del 11-S.
Treinta años después la sensación que nos embarga, sea con razón o sin ella, es que somos muertos en vida, el futuro es una idea amortizada y la precariedad ha devorado nuestras economías, nuestras relaciones, nuestro sentimiento de pertenencia al mundo. Y es aquí donde la nueva El cuervo se apunta un tanto, pues, frente a las dualidades —aparentes— planteadas con garra por O’Barr y Proyas, opone un estado de las cosas único, monolítico, en el que desde el minuto uno no existen el bien y el mal sino víctimas y verdugos y en el que los personajes están condenados, sin importar cuándo están vivos y cuándo han sucumbido a la oscuridad.
«Qué sueño tan lúgubre», reflexiona Shelly (una FKA Twigs desaprovechada) mucho antes de que la muerte se haya posado sobre ella; y esa es justamente la impresión que transmite El cuervo desde sus planos iniciales, que nos muestran a dos jóvenes, Shelly y quien será su amour fou, Eric (bellísimo y carismático Bill Skarsgård), hechos añicos psicológicamente y traicionados por sus mayores. La tragedia que sigue a su historia de amor —desarrollada por el director Rupert Sanders con una languidez y una parsimonia no siempre justificadas por el tono que pretende imponer al relato— es tan solo la gota que colma el vaso, no tiene nada de sorpresivo como pasaba en las ficciones de O’Barr y Proyas; constituye el remate inevitable a unas existencias a las que se ha negado toda oportunidad de encontrar su lugar en el siglo XXI.
Sanders ofrece pistas sobre ello antes de que Eric y Shelly sean asesinados por los sicarios de Vincent Roeg (Danny Huston). Véase la descripción del cuerpo y el alma de Eric a través de tatuajes que son heridas y heridas equiparables a los estigmas de un mártir. O el momento en que Eric besa a Shelly a través de un visillo que preludia la bolsa de plástico con la que ella será asfixiada, un sudario. O la escena en el puente, donde Eric comenta que no puede existir nada peor que la ciudad que habitan y propone a Shelly escapar, y la mirada de ella se pierde en las aguas nocturnas, como si presintiera que es imposible evadirse de la realidad si no es abismándose aún más en su turbia naturaleza, como pondrá de manifiesto ese limbo o purgatorio al que accede Eric una vez muerto, de sospechosos parecidos con una versión posapocalíptica de nuestro propio mundo —uno de los mayores aciertos a nivel atmosférico de la película—.
El mayor aporte de El cuervo a sus antecesoras, ligado de manera evidente a los aspectos ya reseñados, se corresponde en cualquier caso con el villano, Vincent Roeg, que no tiene nada de mundano ni de marginal sino que es una entidad de características entre lo demoníaco y lo vampírico cuya existencia se ha prolongado durante siglos a costa de condenar almas de inocentes al infierno. El retrato de Roeg y sus acólitos —entre ellos, la madre de Shelly— capaces de sacrificar a las nuevas generaciones para perpetuar un estilo plácido y ostentoso de vida, lo que contrasta de modo palpable con la inestabilidad que caracteriza las emociones, los trabajos, las vocaciones y las moradas de Eric y Shelly, da pábulo a un comentario sobre los actuales desequilibrios entre generaciones de lo más interesante.
Sanders, que ya había abordado cuestiones de clase y generacionales, de armonía y desafección hacia los sistemas establecidos, en Blancanieves y la leyenda del cazador (2012) y Ghost in the Shell: El alma de la máquina (2017) hace lo propio en este su tercer largometraje renunciando al expresionismo marcado de O’Barr y Proyas y apelando a una rigidez escenográfica y de puesta en escena que deja claro el No Future, la asfixia de nuevas posibilidades para la acción y la mirada bajo el peso literal y figurado de la tradición, lo instituido, formas petrificadas de la sociedad, la política y la cultura.
La única gran secuencia de acción, la carnicería rabiosa llevada a cabo por Eric en un recinto operístico, simboliza muy acertadamente el pulso entre lo nuevo y lo viejo, entre el fluir revitalizador de la sangre y una decrepitud de maneras neoclásicas, que singulariza esta nueva El cuervo. Al final resulta que su falta de convicción y aura, su morosidad narrativa, su negativa a los golpes de efecto dramáticos y las florituras audiovisuales, responden en buena medida a algo más que a la ineptitud de sus responsables, y dejan de paso en evidencia el conservadurismo latente en Twisters o Alien: Romulus bajo su simulacro de ruido y furia.
- Montaje: Chris Dickens, Neil Smith
- Fotografía: Steve Annis
- Música: Volker Bertelmann
- Distribuidora: Tripictures