Bernardo Bertolucci

– Entrevista. Bernardo Bertolucci –

Pocos cineastas pueden presumir de haber sido la avanzadilla de la vanguardia y, al mismo tiempo, haber tenido un destino en Hollywood. Bernardo Bertolucci es uno de ellos. Héroe del joven cine italiano en los años 60 con la mítica Antes de la revolución, es, también, el recordman de venta de entradas en su país con El último tango en París. Suya es una de las mejores películas de este año, Tú y yo, su vuelta al cine tras diez años de silencio (ver So Film #3). El realizador, mermado por un dolor de espalda que le obliga a postrarse en una silla de ruedas, rememora su increíble trayectoria. He aquí una aventura política y estética. 
Por Thierry Lounas, en Roma
 
Hacía diez años que no hacía usted ninguna película, es mucho tiempo. Lo es. Hace tres años hacía cuatro sesiones de fisioterapia a la semana, y pensaba: «Jamás podré hacer otra película». Estaba tan deprimido que ya ni siquiera tenía tiempo de pensar en el cine. Luego llegó la silla de ruedas, inexorablemente. Estaba en el fondo del hoyo. Pero empecé a coger cariño a esta silla. Acepté que estaba aquí; mi condición. En ese momento pensé: «Voy a trabajar». Niccolo (el escritor Niccolo Ammaniti, ndlr), me dio el libro que acababa de publicar. Lo leí y lo vi claro: «Puedo hacerlo». Para empezar porque me gusta la historia y porque el relato estaba circunscrito a un sótano. Construimos ese sótano aquí al lado, mucho mejor que en Cinecittà, que siempre he odiado. Así fue como hice Tú y yo, una película «de cámara», un «Kammerspiel», como dicen en alemán. Es una película pequeña, como La estrategia de la araña (1970). Siete semanas de rodaje, una gozada: la felicidad. 
 
¿Por qué pensaba que nunca podría filmar de nuevo? Porque no podía desplazarme. Siempre he caminado en mis películas. Hay que andar, moverse. Al final, me di cuenta de que las cosas no eran tan diferentes con mi silla de ruedas y su magnífico joystick. Mire el making of de la película, verá que no me apaño mal. Acabo de leer un poema de mi amiga Patrizia Cavalli, una grandísima poetisa italiana. Dice más o menos así: «Esta inmovilidad imperial plantea una gran cuestión /No podemos movernos /¿Es necesario caminar?» No, no es necesario. 
 
¿De dónde viene esa pasión por los lugares cerrados, esa claustrofilia? Paso mucho tiempo en mi casa. Vivo en esta casa desde El último tango en París, desde los años 70. Cuanto más cerrado es un lugar, más oscuro, más pequeño, más cómodo me siento en él, conmigo mismo (ríe). Me gusta explorar lo pequeño: siempre he sabido cuántos pasos tenía que dar exactamente para ir de mi silla al lugar donde podía subir a la Dolly y ver yo mismo lo que filmaba. Conozco cada distancia. Hoy, cuando veo películas de jóvenes directores, me siento muy cómodo, comprendo todo lo que intentan. Hace tanto tiempo que hago cine, desde tan joven… Hice mi primera película con 21 años. Todavía vivía con mis padres, dormía en una habitación con mi hermano, que era estudiante y cada mañana se iba a la universidad. Yo me despertaba, ducha, desayuno, ¡y a rodar! Era el más joven del equipo, un bebé, pero ya sabía muchas cosas. De lejos, se me veía como un joven al que daban ganas de decirle: «Venga chaval. Vete a ver 300 películas y vuelves». Pero ya había visto esas 300 películas, y amado con locura a los cineastas que las habían hecho. 
 
¿Como quién? Fellini. Vi La dolce vita con 18 años en una proyección privada. El montaje estaba muy cerca del definitivo, pero no estaba doblada. Tuve el privilegio de oír las diferentes lenguas, un poco de inglés, italiano, francés. Me sentí totalmente identificado, me convertí en Fellini, lo entendía todo. Luego fui a París, era el año de Al final de la escapada, 1959, creo. Y ahí descubrí aquello que iba contra todo lo que había visto hasta entonces. 
 
¿Pero cómo es que pudo ver esa proyección de La Dolce Vita con sonido directo? Todavía estábamos en la Italia de finales de los 50. Todo el mundo tenía miedo al Vaticano, que era todavía más poderoso que hoy. Así que organizaron una proyección donde sólo se invitaría a intelectuales. Allí estaba Giorgio Bassani, mi padre (el poeta Attilio Bertolucci, ndlr)… Mi padre me dijo: «Voy a ver La dolce Vita, ¿te apetece venir?». Fue extraordinario verla con el sonido directo porque veía aquello que Fellini jamás quiso mostrar. Él quería humillar el sonido directo con el doblaje. Él y Pier Paolo (Pasolini, ndlr). Pier Paolo decía: «El doblaje es el momento en el que el autor todavía puede intervenir sobre su película». Así que ponía voces napolitanas a rostros del norte. 
 
 
La trayectoria de Pasolini y la suya están lejos de ser la misma. Él venía del proletariado. No, no del proletariado. Su madre era profesora y su padre, un suboficial al que él llamaba fascista. Venía de la pequeña burguesía. Llegó a Roma. Al principio era muy, muy pobre. Luego empezó a escribir guiones, bastante tiempo, y así hasta que trabajó con Fellini. Y luego fue a vivir a un apartamento en el mismo edificio que mi familia. Para mí, era una gozada. Vivíamos en el quinto piso, y él en el primero. Siempre pasaba a verle y le enseñaba poemas que había escrito. Un día me dijo: «Voy a hacer una película. Tú serás mi asistente». Y yo: «Pier Paolo, no puede ser, nunca he hecho nada». «¡Yo tampoco!». Y así fue como hicimos Accattone (1962), que he vuelto a ver recientemente y sigue aguantando. 
 
Pasolini participó en La commare secca, su primera película… La historia de la película era él, una idea que había escrito en una treintena de páginas. Pero, al mismo tiempo, también había trabajado en el guión de Mamma Roma, que le gustaba mucho y que prefería dirigir. Así que Antonio Cervi, el productor, siguiendo los consejos de Pasolini, me preguntó si quería retomar esa historia. Escribí un guión con Sergio Citti. Cervi lo leyó y dijo: «¿Quieres hacer cine? –¡Desde luego!». Y así empecé, gracias a Pier Paolo. 
 
Las cosas se hacían rápido, por aquel entonces. Con El último tango en París la cosa fue todavía más deprisa. Empezamos en Navidad, localizaciones en enero, ¡y en marzo ya estábamos rodando! Y la película se estrenó en septiembre. 
 
En Antes de la revolución, la película que le dio a conocer, usted plantea el interrogante del compromiso político. No debe ser simple, cuando uno viene de una familia bien acomodada. Es una película ambigua sobre la ambigüedad. Es la historia de un joven de la alta burguesía de Parma que, durante un tiempo, cree que podrá escapar de su clase. Piensa que las cosas son muy complicadas, y que cuando hay una complejidad tiene que haber, casi a la fuerza, una ambigüedad. Bataille escribió Mi madre. Yo podría haber escrito Mi tía, porque la película trata sobre mi tía, la hermana de mi madre. 

 
Tras haber sido el héroe del cine italiano comprometido, hubo quien le reprochó, con Novecento (1976), que estaba lamiendo las botas al partido comunista italiano… Cuando hice esa película, lo que yo me decía mentalmente era: «Esta película está dedicada al PCI», el Partido Comunista Italiano. La hice sin hablar del hecho de que había antifascistas que no eran comunistas; que eran socialistas, que eran católicos… Hice todo lo que estaba en mis manos por hacer un homenaje a mi partido. Y cuando les mostré la película, la rechazaron de pleno. 
 
¿Por qué? Estábamos en 1977, momento del compromiso histórico entre Aldo Moro y Enrico Berlinguer (respectivamente, los dirigentes de la democracia cristiana y del Partido Comunista, formaciones rivales. Moro y Berlinguer llegaron a un acuerdo para que los dos partidos colaborasen en la cabeza del gobierno, ndlr)… Y la película, en cierto modo, contaba una historia que molestaba en aquel clima de compromiso histórico. Me dijeron: «Es falso, nunca hemos hecho un proceso a la patronal», como se ve al final de Novecento. Dije: «Pero es una ficción. No lo estoy reivindicando como una crónica histórica». Era algo que no me interesaba. «No. Muestra una imagen falseada». Era terrible ver a esos políticos, que en cierto modo me representaban, a los que había dedicado la película, en un estado tan obtuso, tan atávico de conciencia política… Berlinguer sí que tenía una visión real. Antes de morir, en 1976, dio tres discursos extraordinarios sobre la austeridad. Mis amigos y yo estábamos extasiados. Pero la gente que le rodeaba no estaba a la altura. 
 
 
¿Por qué tenía usted ganas de hacerle un monumento fílmico al partido italiano? Empecé a ser comunista a los 7, 8 años, porque los campesinos de mi abuelo, con quien viví toda mi infancia, eran comunistas. Un día oí por un altavoz: «¡Mañana, huelga general!». Porque los policías habían matado a un obrero, Albert. Pregunté a las campesinas: «Pero, ¿quién es Albert?», y una de ellas me dijo: «Un communisto». Communisto… Me fascinó. Y les preguntaba: «Pero si ganan los campesinos, ¿qué haréis? –Ahorcar a todos los patrones de los árboles. –¿Yo también? –No, tú eres de los nuestros». 
 
A propósito de Novecento, Gerard Depardieu nos contaba recientemente el histórico partido de fútbol entre el equipo de la película y el de Saló, de Pasolini. Depardieu se puso de portero… ¿Ah, sí? Habría que volver a ver la película que Pier Paolo hizo entonces, en Super-8. Era el día de mi cumpleaños: se jugó un partido de fútbol entre las dos películas porque Saló se rodaba a media hora de distancia de mi rodaje. Y Pier Paolo jugaba, le encantaba. Era uno de esos partidos de solteros contra casados que acaban a las diez y media de la noche (ríe). Creo recordar que había jugadores suplentes de la Lazio, invitados por los dos equipos, para hacer trampas (otra teoría dice que eran suplentes del Parma, ndlr). Un cuarto de hora antes del final, Pier Paolo se acercó a nuestro banquillo, y luego se dio la vuelta hacia su equipo: «Sois todos unos machistas. –¿Por qué dices eso? –Porque no me la pasáis, nunca». El fútbol contaba mucho para él. 
 
¿Es usted el único cineasta italiano al que no le interesa el fútbol? ¡No, no! Me interesa mucho. Por cierto, vi el España-Brasil de la copa confederaciones. Gran Partido. Yo iba con Brasil, he de decirlo…
 
Las dos grandes figuras del joven cine italiano de finales de los 60 son Marco Bellocchio y usted. ¿Qué es lo que les separa? Políticamente teníamos casi las mismas posiciones. Pero yo soy de la región de Parma, y él de Piacenza. Hay 50 kilómetros de distancia entre las dos ciudades. Parma es una ciudad con una fuerte tradición artística: está el Correggio, el Parmigiano, Verdi… En Piacenza, básicamente está Marco Bellocchio (ríe). Es una de nuestras diferencias. Por lo demás, a mí me encantaba la Nouvelle Vague, mientras que a él le gustaba el Free Cinema inglés. Y no es lo mismo. 
¿Cuál es la diferencia? Bueno, está claro: ver una película de Truffaut, Rohmer, o Godard, y ver una de Richardson, no es lo mismo. La Nouvelle Vague nos alejó de todo el cine de papá. 
¿Sigue siendo usted comunista? Sí. En fin, comunista no quiere decir nada, porque el comunismo ya no existe. Cuando me hace usted esa pregunta, es lo primero que pienso, que el comunismo ya no existe, así que cómo voy a serlo. Solamente creo que hay que seguir siendo comunista siempre que sigan existiendo diferencias sociales tan vomitivas. 
Pero hoy, en Italia, ¿hay una izquierda? Ah, Italia… Hay una izquierda que está ejecutando su propio suicidio, y es muy largo… La izquierda italiana se está haciendo el hara-kiri. 
¿Y Beppe Grillo le ha hecho gracia? Grillo vino bien. Rompió con la figura del político convencional y contrariado, con ese «destino fatal» de Italia: la gran corrupción económica, política, moral. Es cierto que dice cosas fascistas de vez en cuando, pero se ha vuelto popular en las cités italianas, grandes y pequeñas, gracias a sus shows nocturnos. Decía: «Partito democrático: vaffanculo!», «Popolo della Liberta: vaffanculo!». Y a la gente le encantó. Los italianos odian a los políticos, que son todos unos corruptos, así que ese «vaffanculo» funcionó. Grillo parece un personaje de comedia italiana, de Risi, por ejemplo. Y no es casual que Grillo siempre haya querido salir en una película de Risi. Es un actor frustrado. 
Con su última película, regresa usted a Italia y al italiano. ¿Es su gran regreso? La película tiene lugar en Italia. Pero el hecho de que tenga lugar en un sótano con dos personajes, es como una forma de mantener a Italia fuera. En cuanto al italiano, al principio me daba mucho miedo. Llevaba mucho tiempo sin rodar una película en mi lengua natal. Y durante todo ese tiempo he desarrollado una especie de irritación contra los diálogos del cine italiano. Si se fija usted bien, en el cine italiano, en las películas magníficas de Antonioni, de De Sica o de Rossellini, lo más flojo siempre son los diálogos, que son muy literarios. Y yo siempre he sentido esa incomodidad con los diálogos en italiano, y lo mismo con el francés. Rodé en inglés El último tango en París y me enamoré de ese idioma. Es seco, escueto: económico. Cuando pienso en los diálogos de Antes de la revolución, me entran escalofríos. Pero eran los 60. Necesité tiempo, necesité a Marlon Brando para comprender la fuerza del inglés. Ahora vuelvo a al italiano, pero un italiano con la economía del inglés. Tea Falco, mi joven actriz, es sublime. Tiene eso que por desgracia ustedes, los extranjeros, no pueden captar: interpreta a una chica muy sofisticada, pero con un acento siciliano. Ustedes no pueden notar esa magnífica contradicción. 
 
¿Cómo conoció a Marlon Brando? Quería hacer la película en París porque me gustaba el título. «El último tango en Viena»… no funcionaba. Primero di el guión a Alain Delon y Jean-Paul Belmondo. Belmondo casi me echa de su despacho, como si le hubiera propuesto una peli porno: «Pero, ¿qué es lo que busca usted?». Me largué, tenía miedo de que me pegase. Fui a ver a Delon, que me dijo: «Me gusta mucho el guión, lo hago, pero sólo si puedo producirle». Le di las gracias y le dije que no era posible. Una película en la que el actor que debe seguirme es también el productor… No, no. Así que con esos dos la cosa funcionó. Volví la mirada a Italia. Estaba Mastroianni, que me encantaba, pero pertenecía a otro mundo. Y Volonté, que ya me había dado el «no» para otras dos películas. Y un día que me encontraba en Roma con la gente de Paramount Italia, que había producido El conformista, conocí a la mujer de Jean-Pierre Cassel, que era periodista, o agente. Estábamos enumerando nombres y creo que ella mencionó a Marlon Brando. Pensamos: «¡Pero si es viejo! Ya no vale nada». Un tipo de Paramount le envió de todos modos el guión y varias semanas después me dijeron: «¿Quieres ir el lunes por la mañana al hotel Raphaël, en París, para conocer a Marlon Brando?» Vino expresamente a verme porque le encantó el guión. 
 
¿Desde los Estados Unidos? Sí. Vino desde Los Ángeles, y estaba en el hotel Raphaël, que yo conocía bien: es el hotel al que yo iba, y al que iba Rossellini, también. Fui a su habitación, le conté en dos minutos la película, le miré y le dije: «¿Pero por qué no me miras a los ojos? ». Me prespondió: «Quiero ver cuándo vas a dejar de dar golpecitos con el pie». Nos fuimos a comer juntos y hubo una proyección de El conformista, exclusivamente para él, totalmente solo en la sala. Cuando se encendieron las luces, me dijo: «Quiero que vengas veinte días a mi casa en Los Ángeles para trabajar el guión». Y así empezamos. 
 
¿Por qué tenía ganas de hacer ese personaje? Creo que sobre todo tenía ganas de volver a París, donde había pasado mucho tiempo en su juventud. Era un hombre con mucha curiosidad, la persona más curiosa que jamás haya conocido. No decía las frases del guión, lo reelaboraba todo. 
 
¿Cómo surgió la idea de El último tango en París? Había un cine en Nueva York que pertenecía al distribuidor de las películas de Glauber Rocha y de Antes de la revolución… Era el único en Nueva York que conocía muy bien el cine francés, brasileño; todos los cines. Siempre decía: «Voy a producirte una película». Así que pensé un poco y escribí una página titulada «Un día y una noche y un día y una noche», donde dos personajes se encontraban sin conocerse en un apartamento de la ciudad. Era la historia de la película, su base, ese encuentro, es decir, la única forma de comunicar era a través del erotismo. Creo que en ese momento había leído demasiado a Bataille (ríe). 
 
¿Fue un éxito? ¿Está usted de guasa? Fue el mayor éxito de la historia del cine italiano. Sergio Leone, que era el hombre record en venta de entradas, estaba muy nervioso porque veía como El último tango superaba todas sus cifras. 
 
¿Más que las películas de Leone? ¡Mucho más! Fue muy sorprendente. Cuando se la enseñé a mi productor, Grimaldi, pensé: «Pero, ¿quién querrá ver una historia de un viejo americano desesperado que abusa de una joven?». La película terminó y Grimaldi se volvió hacia mí, se frotó las manos y se puso a bailar. Había comprendido lo que sucedería… 
 
¿Que la película traería mucho dinero? Mucho dinero. La palabra «tango» sonaba constantemente. Digamos que la Juventus juega contra el PSG, el titular era inmediatamente: «Último tango del París Saint Germain».  
 
¿Se convirtió usted en un director hollywoodiense? Incluso me volví un director chino con El último emperador. Creo que soy las películas que hago. Siendo incapaz de hablar inglés, entré en el cine americano. Y cuando hice Novecento, justo después, ya tenía ese impulso. Iba con frecuencia a Los Ángeles, veía a De Niro, Lancaster… todos los actores que me gustaban y que a partir de entonces ya podía tener en mis películas. Podía seguir haciendo mi cine, en mi región de Parma, en el valle del Po, con mis actores americanos. Podía llegar a materializar el sueño del cine hollywoodiense en mi casa, en esta tierra que tanto quiero. 
 
Pocos han gozado de esa oportunidad. Las oportunidades hay que crearlas. Pero creo que hoy ya no podría lograrse, por desgracia. Es imposible. Hay películas que no podrían hacerse en estos días porque no encontrarían dinero. Todo ha cambiado. Por otro lado, podemos hacer películas con cámaras pequeñas, todo es mucho más simple. Era aquello con lo que soñábamos en los 60. 
 
¿El último emperador fue todavía más grande? Desde luego. El último emperador quería ser una película épica, espectacular, orientalista, hollywoodiense (ríe)… La vi en 3D en Cannes: espléndida. Este año salieron al mismo tiempo mi última película, con un pequeño presupuesto, y esa película carísima en 3D. Los dos opuestos. Perfecto. 
 
¿Siempre ha tenido ganas de arriesgar? Siempre he asumido riesgos. Cuando hacíamos El último emperador, en China, a veces me preguntaba: «¿Qué pintas aquí?». Tenía ganas de hundirme en un hoyo. Cuando me llevaron a Tiananmen, todos los figurantes ya estaban listos, arrodillándose ante el niño. Fui a encerrarme a mi camerino y durante una hora no pararon de aporrear a mi puerta: «¡Baja! ¡Te están esperando!». Tuve que ir. Al volver a ver la película me di cuenta de que se aprenden muchas cosas sobre la historia y sobre China: es magnífico. 
 
¿Tenían la voluntad de hacer algo muy bien documentado? Sí. Mark Peploe, el guionista, es un obseso de la verdad. Si decidimos hacer una película sobre un personaje histórico, hay que ser muy preciso. Hay un poema de Robert Frost sobre un cuadro de Vermeer en el que todo está tan bien atado que termina diciendo: «Pray for the grace acurracy», «ruega por la gracia de la precisión». Podemos acercarnos mucho a las cosas de esa manera. Y a mí me gusta eso, pero también lo contrario. He llegado a un punto en el que me puede gustar mucho una película por ciertas razones, pero también odiarla por otras. Siento en mí fuerzas en conflicto, que luchan. Por ejemplo, la nueva película de Paolo (Sorrentino, ndlr), La gran belleza. Es preciosa, y por otro lado, inaguantable. 
 
¿Cómo puede amar algo y su contrario? Hay que ser muy viejo para llegar a esa capacidad de relajarse ante las fuerzas contrarias. 
 
Declaraciones recogidas por TL con la contribución de Jean Narboni para Sofilm nº 7.