Patricia Mazuy: «Lo que de verdad me gustan son las vacas»

– [Entrevista] Patricia Mazuy: «Lo que de verdad me gustan son las vacas» –

Ha filmado a Isabelle Huppert interpretando a una Madame de Maintenon mórbida y moralista, a Laurent Lafitte fugado en el sur de Francia, a Jean-François Stévenin encarnando a un pirómano loco… También ha filmado muchos caballos y vacas, sobre todo, vacas. Sin embargo, decididamente Patricia Mazuy no ha filmado lo suficiente. Puede que también porque nunca se ha sentido en casa en París. He aquí nuestro encuentro con una de las cineastas más potentes del cine francés, que presenta su última película (Paul Sanchez est revenu!) en el D'A Film Festival y que es capaz de dormir un año en una casa okupa en Los Ángeles para hacer un cortometraje o de pasar cinco estudiando el erotismo de las trilladoras. Por Fernando Ganzo 
 
Tu última película, Paul Sanchez est revenu!, se estrenó hace casi un año en Francia. ¿Qué dirías de la acogida que tuvo, de la promoción de la que gozó?
En sentido estricto, no hice promoción. Esta película me gusta mucho, la siento muy cercana a mí: es un filme que explora las ganas de ser otra cosa, de actuar sin reflexionar, de vivir con mucha intensidad, incluso a costa de volverse majara. Fue una peli muy agradable e intensa a la hora de hacerla, con un equipo compuesto tanto de gente mayor como joven. Juntos explorábamos ese territorio alrededor de una roca, con los gendarmes; también fue divertido hacerlo con ellos. Es un filme hecho relativamente con poca pasta, pero nos lo curramos, nos las apañamos. El productor Patrick Sobelman mantuvo su promesa de montarlo rápido, y gracias a Saïd Ben, que lo cogió para distribuirlo, conseguimos hacer el largo.
  
Nunca escribes tú sola los guiones, algo que sorprende, pues el único que has escrito entero tú sola es genial, el de Peaux de vaches
No, genial, no: simplemente está bien con algunas cosas geniales. Volví a ver la película en Belfort este año y seguía igual desde 1989: tiene los mismos fallos, las mismas virtudes. Y el guion, en un momento dado, patina un poco, la verdad. Lo que me sorprendió fue los puntos en común con Paul Sanchez: ambos están muy inscritos en un territorio, ese lado wéstern; el punto de partida en ambos es la exploración de un suceso de la prensa… Nunca lo había pensado y es increíble. Al principio, cuando me lancé a escribir el guion de Peaux de vaches, copié un poco El fuera de la ley, de Clint Eastwood. En la película, el personaje interpretado por Jean-François Stévenin regresa a casa de su hermano (Jacques Spiesser). Sabemos que ha estado en la cárcel por haber incendiado una granja y haber matado a un hombre. Así que cuando los dos hermanos se ven, el personaje de Jacques Spiesser se ha casado con el de Sandrine Bonnaire. Han tenido un hijo. La primera versión del guion, que había obtenido una ayuda del Centro Nacional de Cinematografía francés, era realmente una historia de venganza: al final, Bonnaire y Spiesser mataban a Stévenin, ¡al que decapitaban los dos en una bronca en la cocina! Entonces, ¿por qué cambió este final? Simplemente porque durante el rodaje me gustó tanto Stévenin que ya no quise que muriera.
 
Al final del largometraje hay un trávelin en el que Sandrine Bonnaire persigue a François Stévenin, lo golpea para que no se vaya y luego los dos se besan. Jacques Rivette contaba que había visto esta escena dos veces para asegurarse de no haberla soñado.
En aquella época yo era bastante pretenciosa. Quería rodar un final en el que él muriera y otro en el que no lo hiciera para luego decidir en el montaje. Por lo tanto, en el plan de trabajo habíamos escrito un día «rodaje del final», pero no sabíamos lo que había dentro. Así que el director de producción vino a verme y me dijo: «Vamos a ver: nos quedan diez días y no sabemos lo que se va a rodar; al menos dime si necesitas material». Yo no tenía ni idea de lo que iba a hacer, estaba muerta de miedo, de modo que, para que me dejara en paz, le dije: «Sí, necesito cien metros de raíles para un trávelin». Llegado el día, me di cuenta de que no los necesitaba en absoluto. Pero preferí no decir nada para no pasar por una idiota. Así que planté los raíles, pero me dije que un trávelin de cien metros era totalmente absurdo. Por eso se para, se vuelve hacia atrás, cambia de dirección… De todos modos, el filme tiene muchos defectos. Pasado el principio, cuando Stévenin se instala en la granja, la cosa se atasca. Hay un problema en la tercera bobina. Como en todas mis películas. 
 
¿En Saint-Cyr también hay un problema? 
Incluso se convierte en una especie de pesadilla. Justo ahora acabamos de terminar la restauración del filme y de rehacer el etalonaje… Es muy raro volver a ver, al cabo de diecinueve años, esa luz tan crepuscular en digital. Fue Éric Gautier, que había hecho la serie Travolta et moi, quien tenía que haberse encargado de la fotografía, pero me dejó plantada. Me tocó tanto las narices que me dije: «Cojo a un extranjero, estoy harta». Y se lo propuse a Thomas Mauch, el director de fotografía de Herzog. Había pensado en él porque en Saint-Cyr había muchas niñitas, y como yo había hecho También los enanos comenzaron pequeños, me dije: «Venga». La verdad es que he tenido a grandes directores de fotografía.
 
En tu primera película está el legendario Raoul Coutard… 
Él es un poco mi padre cinematográfico, porque, cuando vuelvo a pensar en Peaux de vaches, lo veo como una doma a lo bruto. Pero estoy muy contenta de haber encontrado un director de fotografía que no fuera demasiado mayor y con quien pudiera volver a trabajar, eso es genial. Llegó en el último momento. Cuando pasamos al anexo 3 (índice del presupuesto de las películas que determina la categoría salarial de los técnicos, N. de la R.), yo ya no podía pagar el caché de la directora de fotografía que había al principio, ¡y estábamos a dos semanas del comienzo del rodaje! Como había una pequeña coproducción de los hermanos Dardenne en la película, fui a ver a los belgas. Puesto que había visto Préjudice, la película de Antoine Cuypers, contacté con Frédéric Noirhomme, que se había encargado de la iluminación. Le pedimos que nos mostrara un poco su trabajo, pero nos respondió: «Sí, lo haré el mes que viene». Le dije: «¡Que no! ¡Es urgente!». Luego, cuando se enteró de que los Dardenne eran coproductores, me envió unas cosas muy en plan autor. Pero como cada foto era muy diferente, al cabo de dos días estábamos en la roca trabajando.
 
Cuando empiezas con Bonnaire, Coutard, etc. te encuadran un poco en el «cine de autor francés», ¿no?
En Peaux de vaches todo vienede mis prácticas de montaje en Una habitación en la ciudad, de Jacques Demy, en la que actuaba Stévenin. Corría el año 1983 y era mi primer curro pagado en el cine. Dado que Le passe-montagne me había encantado, le dije: «Voy a hacer una película para ti». Se rio de mí a la cara: yo tenía 23 años, llevaba trenzas y todo. En serio que parecía una pueblerina estúpida. Pero como en realidad no había encontrado trabajo de montadora, comencé a escribir esta historia y así estuve mucho tiempo. ¡La cantidad de versiones diferentes que hice! Hasta hubo una en la que, después de la cárcel, Stévenin no volvía enseguida al pueblo porque se marchaba a hacer fortuna en una pastelería en Australia y volvía con un aborigen. Ahí sí que toqué fondo. 
 
¿Y cómo conseguiste hacer la película? 
Porque Sandrine (Bonnaire), a la que había conocido durante el rodaje de Sin techo ni ley, aceptó actuar en ella. Sin ella, nunca habría podido producirla. Ella aceptó por mí, ya que su personaje no era realmente gran cosa. En el rodaje, que fue un desastre, tuvimos que inventarnos cosas para que las hiciera.
 
¿Por qué dices que el rodaje fue un desastre? 
Antes había hecho un corto en el que había preparado todo hasta el menor detalle y ¿sabes qué?, fue pésimo. Cuando vives este tipo de cosas, sacas esta conclusión: «¡Mejor no preparar nada!». En Peaux de vaches no había preparado realmente nada, lo cual es una locura. Por suerte, en la segunda parte del rodaje pude remontar la corriente, pero incluso al final, no sabía muy bien lo que estaba contando. Lo único que sabía era que, en el cartel, quería poner: «Siempre tenemos ganas de matar a alguien de la familia»
 
¿Ahora ya no preparas nada? 
En Paul Sanchez, por ejemplo, ensayamos mucho. Puede que fuera porque me daba miedo trabajar con actores de teatro, algo que me interesaba explorar y que, por suerte, nos permitió rodar muy rápido. Rodamos en invierno, sobre todo en exteriores; a las cinco ya era de noche… Durante los ensayos, tienes tiempo de buscar, de equivocarte. Y ahí, al contrario de lo que pensaba al principio, cuando preparas de antemano en absoluto pierdes esa especie de virginidad.  
 
¿Por qué Jean-François Stévenin te inspiraba esta historia tan cruda? 
De hecho, además de trabajar con él, lo que yo quería hacer era una peli en el campo. En aquella época, Le grand chemin (un filme de Jean-Loup Hubert con Richard Bohringer y Anémone, N. de la R.) había funcionado muy bien y a mí me repugnó. La manera de mostrar el campo me había exasperado. Aparte de mi padre, que era panadero, en mi familia eran todos campesinos. Y yo sabía que el campo no era un lugar con florecitas y pajaritos donde la gente hace el amor en el heno. El lado wéstern, y hablo de ello ahora, pero en aquel entonces ni siquiera se me pasaba por la cabeza, era justo lo que a mí me gustaba, por el hecho de haberme criado en Dijon viendo pelis de Charles Bronson y los wésterns de Peckinpah.
 
La música también recuerda al universo de las películas del oeste, algo que también vemos en Paul Sanchez est revenu
En la banda sonora lo que hace John Cale (miembro fundador de The Velvet Underground con Lou Reed, N. de la R.) es una adaptación de la música provenzal. Al principio yo no lo quería a él (John Cale ya había hecho la banda sonora de Saint-Cyr, N. de la R.), porque es demasiado binario y yo necesitaba algo más swing, más soul, para evitar el lado «gendarme contra delincuente». Al final me dije que sería tonto no proponérselo. Fui a verlo a Cardiff. En aquel entonces, él estaba trabajando con una orquesta sinfónica, pero había hecho venir desde Harlem a veinte cantantes de góspel para acompañarlo. Al ver aquello pensé que sería perfecto.
 
Tienes unas referencias musicales bastante sorprendentes. Travolta et moi acaba con The Clash en la fiesta, ¿por qué? 
Travolta et moi es la historia de una tía que pasa de la música disco a The Clash. La música de la fiesta era muy divertida de hacer, porque habíamos grabado la banda de sonido de esa secuencia en la pista de patinaje antes del rodaje. Solo podíamos acceder a ella un día, al principio del rodaje, y los otros planos donde no se ve la pista los rodamos al final, así que había que pensar de antemano y ser muy precisos. Como si hubiera un playback sobre el que tuviéramos que calibrarnos.
 
Has dicho que tu padre era panadero; la chica de la película es hija de panaderos… ¿El paso de la música disco a The Clash es también autobiográfico?
¡Sí! El encargo de la serie (Tous les garçons et les filles de leur âge, una colección de filmes para Arte con varios realizadores diferentes, N. de la R.) era el de hacer una historia de la época de mi adolescencia y con una fiesta. Y dije: «De acuerdo, pero la fiesta será en la pista de patinaje», pues de adolescente estaba gorda y siempre quería ir a la pista de patinaje, pero nunca me atrevía. Ese era mi sueño de adolescente. E Yves Thomas, el guionista, se hizo una idea fantasiosa de mi adolescencia; sabía que yo había pasado mucho tiempo en la panadería de mis padres. 
 
¿Sabes qué ha sido desde entonces de Leslie Azzoulai? Está un poco desaparecida del mapa… 
Había actuado en Van Gogh de Pialat con 11 años y, cuando actuó para nosotros, tenía 15. Luego entró un poco en barrena y dejó por completo el cine. La volví a ver unos años después; trabaja en una discoteca y no quiere saber nada del cine. Y eso que es un pedazo de actriz… Es complicado: si eres un actor «natural» este oficio te quema. No todo el mundo está preparado para sobrevivir al hecho de existir por el deseo del otro. Por eso es importante dedicarse al teatro a la vez, para hacer que sucedan cosas sin tener que esperar junto al teléfono y ver si alguien te quiere para trabajar. 
 
La reciente desaparición de Bruno Ganz ha debido de conmocionarte… 
He estado supertriste, me había enseñado tantas cosas… Sabía que estaba enfermo. Nos habíamos escrito unos correos electrónicos un poco antes y me había hablado de la quimio. No habíamos estado tanto en contacto, pero fui a ver La casa de Jack por Bruno y por Matt Dillon, que me encanta también. Para mí esta es la mejor peli de Lars von Trier. Por lo demás, fue por esto por lo que escribí a Bruno…
 
¿Qué tal con Isabelle Huppert cuando la dirigiste en Saint-Cyr
Al final de la película está realmente increíble, pero de verdad. Hay un plano en el que dice: «Hace cuatro o cinco días», moviendo sin parar los dedos de la mano. Ahí, incluso, está muy, muy, muy ausente.
 
En una entrevista, Benoît Poelvoorde nos decía que Huppert mira constantemente su reflejo. ¿Por eso tuviste la idea de darle aquel espejito en la secuencia de la bañera? 
¡Pues sí! Es verdad que se mira hasta en los cuchillos. Pero tiene mucho humor e inteligencia y, a partir del momento en que tuvo el espejo, la escena funcionó. Al principio de la película, se dice de su personaje: «Ella no tenía miedo de nada, salvo quizá del infierno». Y a mí lo que me guiaba en Saint-Cyr, pues no estoy tan embebida en la historia como Yves Thomas, fue la lectura de Oraciones fúnebres, de Bossuet. Porque el miedo al infierno era algo muy concreto y muy real en el siglo xvii. La cinta cuenta eso mismo: cómo, para dar un paso hacia adelante, podemos dar dos pasos atrás. El personaje de Huppert, Madame de Maintenon, quiere hacer una escuela de niñas utópica y, al final, no está pensando más que en ella.
 
En cierta época dirigiste un episodio de Le voyageur, una serie delirante, con todas esas historias negras bastante tristes y eróticas. Y sabemos que dirigiste a Elliott Gould. Sin embargo, no sabemos nada más acerca de esta historia… 
¡Oh, fue un despropósito absoluto! Es la historia de un mafioso que solicita beneficiarse del programa de protección de testigos y que llega a Francia protegido por el FBI. Pero, como es muy malvado, ¡lo llevan a una clínica y le hacen una lobotomía! Pero necesitaba sentir que era capaz de hacer ese trabajo y primero hablé con los productores de Quebec, pues sabía que rodaban en Francia. Cuando el jefe vino de Los Ángeles, me lo llevé a un bar a las siete de la mañana para decirle que me cogiera. Como yo acababa de hacer Peaux de vaches, en la que rodábamos cuatro planos al día, me dijo que en esta habría que rodar muchos más. ¡Justo lo que yo quería! Durante el rodaje, me llamaba constantemente un ayudante para comprobar que rodaba un plano cada media hora. ¡Ay!… fue de verdad la peli con más mala pata: querían a Stacy Keach para el papel del mafioso, pero este se rompió una pierna. Me preguntaron si pensaba en alguien para sustituirlo que no costara mucho dinero, y dije: «No tengo ni idea; de todos modos, nunca tendréis a Elliott Gould». Eso les provocó mucha risa: este estaba completamente hecho polvo, pues había estado haciendo el tonto con el juego y la droga. «¡A Elliott lo tenemos mañana mismo!» Fue genial. Después quise hacer con él la continuación de Un largo adiós, de Altman, pero la cosa no salió.
 
También dirigiste un episodio de otra serie… ¿cuál era? 
Se llamaba We, the Enemy. He de admitir que no había quien la viera. La base era tener una troupe de ocho actores y que cada episodio contara una historia diferente, siempre con los mismos intérpretes. Mi episodio transcurría durante la Segunda Guerra Mundial, con los nazis y los de la Resistencia. Para interpretar a una resistente, me habían encasquetado a una especie de Barbie californiana, eminentemente ridícula con su atuendo de resistente con su bici, su boina y sus plataformas. Se emitía en la cadena Cinq. Como esta había quebrado, durante su liquidación judicial los forzaron a producir episodios para las series estadounidenses a las que debían pasta.
 
Siendo muy joven precisamente viviste en California. ¿Cómo era allí tu vida? 
Era institutriz de hijos de millonarios en Beverly Hills. Después me instalé en una casa okupa en South Hollywood y me gasté el dinero que había ganado en un corto. Fui a ver a Agnès Varda, que me prestó su estudio de montaje por las noches para que montara mi peliculita. Hacía un viaje de autobús de tres horas para llegar allí a última hora de la tarde y, por la mañana, otras tres horas en autobús para regresar a mi colchón en la casa okupa. Y cuando ya no me quedó más dinero, regresé. Es una ciudad durísima. Volví allí para las mezclas de la música de Paul Sanchez y no había cambiado. El año pasado vi la peli Lo que esconde Silver Lake, y me pareció muy fiel a lo que es la vida allí. Eso es realmente L.A.
 
Ahora vives en París, pero nunca has filmado en esta ciudad. ¿Por qué?
No sé si podría rodar una película aquí. Nunca me he sentido capaz de hacerlo. Cuando Woody Allen filma París, me parece bien en el sentido de que ves que ha logrado dominar todo lo que se ve en la imagen. Me da la impresión de que yo necesitaría muchos medios para poder rodar aquí, y no los tengo. Tampoco es que tenga ganas de «filmar a la gente de fuera de la gran ciudad», aunque sean personajes a quienes rara vez se les da la palabra en el cine. Puesto que muchas películas transcurren en París, solemos ver el mismo tipo de personajes, algunos con clase social; otros, desclasados… A lo mejor también sucede que nunca me he sentido en casa en París. Si he vuelto es para poder trabajar más. Pero lo que a mí me gustan de verdad son las vacas. Para mi primera cinta, pasé cinco años yendo a la Feria de la Agricultura. Conocía todas las trilladoras, y las máquinas agrícolas costaban más que el presupuesto de mi película. Me encantaban, daban miedo, eran preciosas. Así fue como descubrí el erotismo de las máquinas.
Paul Sanchez est revenu!, proyección el 4 de mayo en Barcelona. Más información www.dafilmfestival.com