FICX 61: Le grand chariot (Philippe Garrel)

¿Cómo vivir con el legado de un padre admirado? ¿Podemos emanciparnos de él sin traicionar nuestra memoria? Al dibujar un autorretrato del artista en el ocaso de su vida, Philippe Garrel presenta una película inquietante, atormentada por los demonios del cineasta. Vuelve Garrel a Gijón, en estreno nacional, a su casa.

Le grand chariot (Philippe Garrel) — Sección Albar

Sinopsis: Angela es una ayudante de producción que trabaja para una empresa rumana y que conduce por Bucarest y el resto del país para cumplir una misión de una multinacional: buscar testimonios para un spot de seguridad laboral.

En astronomía, el Gran Carro, es decir, la Osa Mayor, designa a una constelación de estrellas, siete en total, cuyo brillo nocturno es tan fácilmente identificable que hemos llegado a considerarlas miembros de nuestra familia. Siete son también los personajes que giran en torno al viejo titiritero que protagoniza la última película de Philippe Garrel. Adoptando el principio de Godard según el cual una buena película debe ser siempre un documental sobre lo que se filma, el cineasta transcribe minuciosamente el final de la carrera de este acróbata a la antigua usanza y los esfuerzos de sus allegados para perpetuar su legado o, quizás, liberarse de él.

¿Pero el verdadero documental no sería más bien el que Philippe Garrel realiza, subrepticiamente, sobre los propios Garrel y sobre los vínculos de filiación que atraviesan esta prodigiosa familia de cineastas e intérpretes? Encarnando a los hijos del titiritero, las hijas y los hijos del cineasta parecen buscar el consentimiento del exigente padre ficticio que los emplea, así como la validación de su padre cineasta detrás de la cámara.

«No todo el mundo tiene la suerte de tener una familia como la tuya», comenta el pintor Pieter a su amigo Louis. Observando con desconfianza a este clan que pareciera querer convertirlo en la quinta rueda de su carruaje, el joven, interpretado por el impecable Damien Mongin, aporta una bienvenida alteridad a esta historia familiar que, sin estos personajes externos, corre el riesgo de doblegarse bajo las ansiedades del peso despertado por la inevitable caída del patriarca. Después de todo, ¿qué es una familia sino el lugar donde el miedo a que nada cambie se equilibra constantemente con el terror a que todo se desmorone de la noche a la mañana? En este sentido, la escena en la que el padre, que anima uno de sus títeres junto a su hija menor, falla de repente en plena actuación, es desgarradora por su combinación de crueldad y modestia. Primero enfatizando la coreografía realizada por los artistas detrás de su set, el montaje termina desplazándose hacia el lado del público, justo antes de ver cómo la marioneta movida por el padre pierde repentinamente el equilibrio y su creador pierde sus últimas fuerzas.

Una gran idea, de un cineasta del autorretrato, que se pregunta cómo sería la vida sin él, como si el cineasta estuviera grabando, con él, el final de una determinada época. Que la película se haya estrenado en un momento en que la reputación de Philippe Garrel se ha visto repentinamente empañada por los testimonios de actrices que lo acusan de intentar robar besos no consentidos o de haber exigido favores sexuales a cambio de papeles, dice evidentemente algo de un decalage cada vez más evidente, e insostenible, entre un cineasta procedente de una generación sin duda demasiado acostumbrada a la impunidad y una época que ya no puede tolerar tales abusos. «No me traiciones», implora el fantasma del titiritero a una Esther Garrel aplastada por el espectro de su padre. Sin embargo, es liberándose de su sombra angustiosa que la nueva generación presente en la película encontrará la luz. Y la película puede, de hecho, acceder a sus escenas más bellas, protagonizadas por actores tanto más libres cuanto que por fin habrán dejado de estar reducidos a la condición de marionetas.