Furtivos, 50 años de culto


Furtivos regresó cincuenta años después al Festival de San Sebastián —donde obtuvo la Concha de Oro— como apertura de Klasikoak, ahora en copia remasterizada en 4K a partir del negativo original en 35 mm. Esta restauración, supervisada por el cineasta y coguionista de la película, Manuel Gutiérrez Aragón, ha sido llevada a cabo por Video Mercury Films en colaboración con la plataforma FlixOlé. Un trabajo que nos brinda la oportunidad de revisitar la figura de su apasionante director. Por José Luis Torrelavega


José Luis Borau (Zaragoza, 1929-Madrid, 2012) desborda toda etiqueta: admirado profesor de guion en la EOC y en la cátedra de cine de la Universidad de Valladolid, firmante de tan sólo nueve largometrajes como director entre 1963 y 2000, distribuidor y productor audaz (Uno, dos tres al escondite inglés de Iván Zulueta -1969-, Mi querida señorita de Jaime de Armiñán -1972- o Camada negra de Manuel Gutiérrez Aragón -1977-), actor, audaz editor de libros, explorador de complejos dilemas morales también en su obra literaria, personalidad inquieta cuyo radio de acción llega hasta el mismísimo Hollywood, presidente de la Academia de cine, Presidente de la Real Academia de la Lengua, firmante de Celia (1993), espléndida serie de televisión de seis episodios a partir de los libros infantiles de Elena Fortún….

«Furtivos apela a esa genealogía de la españolidad más bronca, la de Goya, Gutiérrez Solana, Buñuel o Cela»

Mencionemos cuanto antes que gran parte del reconocimiento brindado a Borau se debe a la infatigable labor investigadora de Carlos F. Heredero en torno a una figura que sigue desvelando facetas sorprendentes, y, de hecho, este autor acaba de publicar Furtivos. 50 años (Filmoteca Española, DAMA y el Festival de Málaga en colaboración con Caimán Cuadernos de Cine y el Festival de San Sebastián), otro detallado estudio centrado en su película más famosa. Pero fue sobre todo en ese libro monumental llamado Iceberg Borau (ECAM/DAMA, 2024) donde Heredero analizó y reveló con claridad una obra oculta y laberíntica que, de ahí el título del volumen, describió como «un iceberg cuya parte sumergida —proyectos truncados, obsesiones como el exilio republicano o su inconcluso diccionario de cineastas españoles— rivaliza en magnitud con su filmografía visible». Añadamos que Borau representa un ejemplo de cineasta pensador poco frecuente en el contexto histórico del cine español (no digamos ya en el actual), cuyas reflexiones intelectuales ahondan en EL asunto puramente cinematográfico, el de su lenguaje y la materia: apuntemos la preferencia por una naturalidad visual que rechaza, por ejemplo, la caprichosa variedad de lentes a la hora de filmar, en aras de una unidad de estilo absoluta; o el gusto por extirpar lo accesorio, por simplificar lo narrado y llegar a una parquedad expresiva que hace aún más singular, se me ocurre, una obra de presupuestos tan intrincados como es La sabina (1979). Cabe recordar así mismo que, desde muy pronto, Borau aboga por la absoluta independencia, fundando El Imán, su productora, en 1967 y ya con dos películas a sus espaldas, el western Brandy (1963) y el policíaco Crimen de doble filo (1964), notables ejercicios para dominar el estilo que anuncian ya entonces una filmografía anómala en la que cada película no sigue el camino de la anterior y en la que los proyectos frustrados arrojan su sombra sobre los rodados.   


Furtivos (1975), coescrita junto a  su exalumno Manuel Gutiérrez Aragón, nació en buena medida como una respuesta visceral a las críticas recibidas por su anterior película, Hay que matar a B. (1973), distribuida de manera catastrófica y acusada, entre otros, por el célebre Alfonso Sánchez de recrear sin más el cine norteamericano de género (en realidad, se trata de una de las piezas más singulares del cine español y, si se nos permite la apreciación, nuestra favorita junto al involuntario y temprano cierre de su filmografía que supuso Leo en 2000). Temperamental, Borau abordó la creación de una obra de estilo y esencia profundamente española («una película que no dejara dudas: española hasta la médula»), situándola en un bosque que simboliza, sin mayores disimulos, una España ancestral, aparentemente remota. Resumiendo mucho, y dejando fuera a otros personajes no menos inolvidables, Lola Gaos fue la matriarca embrutecida y devoradora, Ovidi Montllor el hijo sometido y anulado por su tiranía, y el propio Borau, a regañadientes, se mimetizó en un gobernador civil cuya crueldad funcionarial reflejaba con desabrimiento el autoritarismo del régimen franquista bajo el que se filmó la obra.

El rodaje, en los montes de Segovia, y comenzado son permiso oficial, fue lo que suele definirse, de manera tópica, como una batalla contra los elementos: la nieve ausente (que fuerza a rodar algunas secuencias en el Pirineo francés), las hojas marchitadas demasiado pronto (sustituidas por follaje artificial) y, claro está, la pesadísima censura. El Ministerio de Información exigió más de treinta cortes y finalmente trató de vetar el estreno, permitiendo, eso sí, su estreno en el Festival de San Sebastián. Pero Borau, siempre terco, contratacó con astucia amenazando con retirar la película de la competición con el fin de agitar a la prensa, ganando finalmente la partida: Furtivos se alzó con la Concha de Oro del Festival y se estrenó sin licencia oficial (debido a un retraso administrativo, el primer caso desde 1939) dos meses antes de la muerte de Franco. Todo eso forma parte de la(s) historia(s) del cine español, pero menos conocido es lo que nos recuerda Miguel Marías, uno de los primeros en ver la película montada, además, con el final posteriormente cortado por su director y ahora documentado en detalle por Heredero en Furtivos. 50 años: «Sí que vi ese final de Furtivos, pero tantos años después no podría decir si Borau hizo bien o mal en quitarlo, ni si mi opinión de entonces (que hoy no recuerdo) tendría visos de ser certera, ya que todos los que la vimos en esos días y hasta antes de su estreno pensamos que Borau se había vuelto loco, que se la cargaría la censura, que no gustaría a nadie, que cómo se le ocurría hacer un anticuado drama rural y que, dado el presumible fracaso total en taquilla y que seguía sin estrenarse Hay que matar a B., Borau no podría volver a filmar. Todo eso, debo decirlo, pese a que la encontré magnífica. Y claro está que nos equivocamos. Tratando de hacer memoria, tengo la impresión de que, entonces, tal vez me pareciese bien el final definitivo. Y dado que la he visto muchas veces, no creo que me haya molestado nunca».


«Borau llevaba dentro a un demonio creador que no aceptaba límites» — Víctor Erice


Cruda, parca y directa (¡poco más de ochenta minutos!), todo lo metafórico que pueda extraerse de Furtivos jamás asfixia su inclemente y elíptico empuje narrativo. Y su despiadada exploración de la crueldad humana y la violencia en un entorno natural tan inolvidable como cualquiera de los personajes («retratando la crueldad humana a través del maltrato animal, en una metáfora descarnada del poder», como señala Heredero) se enraíza, con naturalidad, en una tradición pictórica española a la que la fotografía del gran Luis Cuadrado se refiere sin mimetismos esteticistas. Furtivos apela a esa genealogía de la españolidad más bronca, la de Goya, Gutiérrez Solana, Buñuel o Cela, lejos, muy lejos de un cine español que, a partir de la siguiente década, evolucionará, con muy contadas excepciones, hacia la complacencia, hacia lo inodoro y lo incoloro. Volver a las películas de Borau (¿veremos La sabina o Río Abajo -1984- recuperadas con semejante mimo y en sus versiones originales?) nos permite dar la razón tanto a Heredero cuando define a su autor como «un caso único de resistencia cultural» como a Víctor Erice cuando nos recuerda que «Borau llevaba dentro a un demonio creador que no aceptaba límites».