La hija eterna

  • V.O.: The eternal daughter
  • Dirección: Joanna Hogg
  • Guion: Joanna Hogg
  • Intérpretes: Tilda Swinton, Joseph Mydell, Carly-Sophia Davies…
  • País: Reino Unido
  • 96 minutos
  • Ya en salas

«Una mujer y su anciana madre deben enfrentarse a secretos enterrados hace mucho tiempo cuando regresan a su antigua casa familiar, una antigua gran mansión que se ha convertido en un hotel casi vacío lleno de misterio.»

Por Elisa McCausland y Diego Salgado

El cine de Joanna Hogg deja siempre tras de sí un poso enigmático, una melancolía difícil de concretar ligada a los viajes sin destino de sus personajes, las dinámicas entre extraños que se pretenden familiares, la creación cinematográfica entendida como baile de sombras en torno a las inquietudes irresolubles de nuestra existencia. Resulta curioso que la crítica y ella misma hayan insistido en la filiación de sus imágenes con el realismo estilizado de Yasujirō Ozu o Eric Rohmer cuando, con voluntad deconstructiva, la guionista y directora británica ha mudado dicho registro en fantasmagoría; en un entendimiento de la ficción y el hecho cultural mismo como reflejos crepusculares de una clase media y, quizá, toda una civilización, cuyas convenciones representativas en torno a las emociones y el sentido de la vida ya no son pertinentes.

Su sexto largometraje, La hija eterna, sigue esa estela de extrañamiento y, quizá, reconciliación con el pasado individual, colectivo y fílmico. Es una película sobre almas en pena con la que Hogg recoge una herencia no tanto cinematográfica como literaria del gótico racionalista; una larga tradición de escritoras anglosajonas expertas en pensar la asignación femenina de ciertas relaciones y ciertos sentimientos con un estilo en sordina que confunde premeditadamente los perfiles de lo cotidiano y lo abisal. Como ha escrito Laurie Halse Anderson, «por supuesto que creo en los fantasmas. No hacemos otra cosa que invocarlos. Estamos condenados a ser aparecidos».

Las protagonistas de la película son Julie (Tilda Swinton), una cineasta de mediana edad —de nuevo la resonancia autobiográfica en el cine de Hogg—, y su madre Rosalind (también Swinton), que pasan juntas unos días en un hotel solitario y situado en mitad del campo. El hotel fue antaño la casa familiar de Rosalind. La anciana revive con desasosiego creciente memorias de su juventud, y Julie las graba disimuladamente de cara a su próximo guion. Nunca parece pasar nada entre madre e hija. Su relación está marcada por una educación exquisita y el deseo de complacerse mutuamente, más teniendo en cuenta que ambas se hallan de duelo por el fallecimiento reciente del marido de Rosalind, el padre de Julie. Pero, como indica el título de la película y la proyección de un personaje en otro a través de la interpretación doble de Tilda Swinton, lo cierto es que madre e hija están atrapadas en una representación; son personajes incapaces de escapar a sus papeles respectivos de madre que sufre en silencio e hija abnegada.

La tensión resultante de esa pantomima, de las insatisfacciones larvadas y el dolor sofocado durante años por una y otra en su relación mutua y con los demás, es puesta en evidencia por el hotel en que se han hospedado; un escenario weird en el que nadie habita el presente, en el que el pasado ha impuesto una presencia espectral, una sinfonía de espejismos, premoniciones y ausencias.

Mientras Hogg se abstiene de explicar lo que sucede, La hija eterna es una película espléndida, reminiscente de clásicos asociales de los años setenta como Bleak Moments (Mike Leigh, 1971) y Síntomas (José Ramón Larraz, 1974). La acción, mínima, está suspendida sobre el horror existencial latente en la mansedumbre y el oportunismo de Julie y el misterio dentro de un acertijo dentro de un interrogante que encierra Rosalind. Lo callado por hija y madre se sublima en una recepcionista que encarna todo lo que ellas no se atreven a ser, en interiores devorados por la penumbra y en exteriores azotados por la niebla, las ramas desnudas y la luna llena. La realizadora se sobrepone a un discutible trabajo de fotografía digital a cargo de Ed Rutherford y logra hacer del paisaje exterior una plasmación anímica inmejorable de la interioridad dislocada de Julie, abocada en última instancia a la duermevela y la alucinación.

Por desgracia, esa apuesta por la sugerencia y los sobreentendidos se va estancando a lo largo del metraje, hacen acto de aparición unas cuantas obviedades, y en los últimos minutos la ficción dramática deja paso, como es habitual hoy por hoy, a lo terapéutico y el shock made in A24. La reciente Petite maman (Celine Sciamma, 2021) partía de argumentos similares pero resultaba mucho más valiente a la hora de negar a espectadores y críticos la posibilidad de negociar los sentidos del relato. Por comparación, el final de La hija eterna es indigno de la película y de Hogg, pero no anula el poder de sugestión del metraje previo, que confirma a la directora, tras el díptico El souvenir (2019-21), como una de las exploradoras más atrevidas de un presente que no es el que imaginábamos y un pasado que ya no acertamos a reconocer como tal.

  • Fotografía: Ed Rutherford
  • Montaje: Helle le Fevre
  • Distribuidora: Filmin & Elástica