La zona de interés

  • V. O.: The zone of interest
  • Dirección: Jonathan Glazer
  • Guion: Jonathan Glazer (Basado en una novela de Martin Amis)
  • Intérpretes: Sandra Hüller, Christian Friedel, Max Beck, Ralph Herforth…
  • País: Reino Unido
  • Género: Drama
  • 106 minutos
  • Ya en cines

«El comandante de Auschwitz Rudolf Höss y su esposa Hedwig se esfuerzan en construir una vida de ensueño para su familia en una casa con jardín cerca del campo.»

Por Elisa McCausland y Diego Salgado

No hay diferencias esenciales entre la nueva película del director británico Jonathan Glazer y las tres anteriores. ¿Recordáis la oquedad bajo la piscina en Sexy Beast (2000), esas tinieblas donde anidaba el Mal del que creía poder desentenderse Gary Dove (Ray Winstone) al haber dejado atrás sus actividades mafiosas? ¿Recordáis los primeros minutos de Birth (2004), la muerte de Sean (Michael Desautels) bajo el arco Greyshot de Central Park, devorado por una oscuridad que materializaba la cámara de Glazer? ¿Recordáis el espacio negro donde consumaba la alienígena de Under the Skin (2013) su (des)posesión de seres humanos? Las formas quirúrgicas de Glazer, deudoras en ocasiones menos del cine que del arte conceptual y performativo, operan para dejar al descubierto el pecado original, la mancha humana, la verdad sin edad de nuestra naturaleza, sepultada bajo eras de conciertos sociales y pretextos psicológicos, bajo capas de imágenes no significantes.

La primera película de Glazer tras Under the Skin no ha sido La zona de interés sino The Fall (2019), un cortometraje que reincidía en los argumentos descritos: violencia estructural, máscaras para disimular(nos) nuestra condición predatoria, y un abismo donde la imagen tenía la oportunidad de abandonar la representación complaciente de tintes dramáticos y narrativos para abrazar la esfera metafísica. “Supongo que nos encontraremos en otra vida”, concluía con resignación el joven Sean (Cameron Bright) ante la incapacidad de Anna (Nicole Kidman) para arrojarse con todas las consecuencias a esa otra forma de existencia, a una manera de ser y estar en el mundo que Glazer vincula a la inmersión literal y figurada en el abismo de lo que somos, no de lo que vendemos ser.

Resulta significativo que el realizador describiese su cortometraje como “algo nada intelectual, algo que surge de las entrañas, de lo invisible a la mirada. Las imágenes de The Fall funcionan como el andamiaje de esa percepción a la que tenemos la facultad de acceder: nuestra elección de cómo queremos vivir, y cómo queremos ser representados”. Como Demócrito al afirmar que no podemos conocer nada, ni nadie, ni a nosotros mismos, “porque la verdad está en el fondo del abismo”, o como Lars von Trier cuando hablaba en La casa de Jack (2018) de “la luz negra, el negativo, que nos revela la naturaleza demoníaca de la luz ordinaria”, Glazer cree que la iluminación radica en la vida de las sombras. Por ese motivo, reducir La zona de interés a una película sobre el Holocausto, sobre el fuera y dentro de campo a la hora de pensar un suceso histórico sobre cuya representación fílmica tanta tinta hipócrita se ha vertido, es un acto de frivolidad cuando no de mala fe. Ya la novela homónima de Martin Amis en que se ha inspirado Jonathan Glazer transformaba la cotidianidad documentada de los técnicos, los empresarios y los cargos nazis implicados en la construcción y gestión de los campos de concentración en una ficción coral y tragicómica, un melodrama situado más allá del bien y del mal, que protagonizaban individuos preocupados en un sentido u otro por el juicio de la Historia pero condenados en última instancia por sus idiosincrasias como individuos.

En la novela de Amis la Interessengebiet o zona de interés, eufemismo con el que los nazis designaron un área infranqueable de cuarenta kilómetros cuadrados donde situaron la maquinaria de exterminio de Auschwitz amén de talleres, explotaciones agrícolas y las residencias de los encargados del campo, pasaba a definir una zona donde todo era posible, es decir, interesante; porque hasta los ejecutores de las atrocidades máximas aprenden a disociarse de ellas, y a aburrirse con la burocracia y la rutina que implican, y también sienten deseos, insatisfacciones y anhelos mundanos. Amis ponía voz sin embargo a un asomo de conciencia en algunos personajes, dubitativos ante el sentido moral último del exterminio emprendido.

Glazer va un paso más allá, como ponen de manifiesto los primeros minutos de La zona de interés: una obertura, cómo no, que nos sume en una negrura total, secundada por un trabajo disonante de música y sonido que contribuye al efecto de señalarnos que vamos a asistir a una puesta en escena y, sobre todo, de oponernos a ella al ubicarnos en ese otro lado del espejo, ese lugar invisible a la mirada, donde Glazer cifra la única posibilidad de comprometernos con lo que somos realmente y reconocer la necesidad de cambiar. A partir de esa obertura ha de quedarnos claro que La zona de interés no es una película que contraste a lo que ocurre en el encuadre lo que sucede fuera de campo. Es una película filmada desde el fuera de campo, desde lo inexplicable, lo indecible; algo muy diferente, que la cámara subrayará una y otra vez a lo largo del metraje con su ubicación en posiciones distantes, desiertas, en tinieblas.

Para muestra un botón, el plano general que sigue a la obertura: un almuerzo en la hierba, una partida de campo, una familia que disfruta de una velada festiva en la naturaleza. Todavía no sabemos, Glazer aún no ha opuesto su día a día al de las víctimas de Auschwitz, que contemplamos al comandante Rudolf Höss (Christian Friedel), su esposa Hedwig (Sandra Hüller) y sus hijos. Esto es fundamental, fuerza un proceso inmediato de identificación que ya no podemos romper a capricho ante las escenas siguientes, donde se nos descubre que Höss gestiona el campo de concentración y que él y los suyos llevan una plácida vida pequeñoburguesa junto a sus muros, ciegos y sordos a los sufrimientos que acontecen tras ellos. Con esa trampa, Glazer nos recuerda que también nosotros disfrutamos de los pequeños placeres de la vida para ser luego cómplices, por acción o inacción, de las infinitas anormalidades que se suceden en nuestras relaciones, nuestros hogares, entre nuestros vecinos, en nuestros trabajos.

En este sentido es interesante observar que el Holocausto no funciona en La zona de interés como motivo excepcional y excluyente, como Horror, sino como metáfora extrema de los horrores a los que nos sentimos ajenos todos los días para sobrevivir. La invocación elíptica del Holocausto por Glazer remite al fin y al cabo a motivos tasados culturalmente, a una codificación representativa del evento fraguada durante décadas en la cultura popular y, en concreto, audiovisual. Una persona que no esté familiarizada con dichos consensos no tendría por qué saber a qué se nos remite en concreto ni con qué intención y, probablemente, una persona de sesenta años, más que acostumbrada a los imaginarios del Holocausto, no verá igual la película que un espectador más joven, dado que dichos imaginarios han sufrido en las últimas décadas un apagón considerable en los ámbitos de la ficción, los medios y la divulgación, o se han visto sometidos a una renegociación de sus implicaciones en virtud del dark tourism y testimonios derivados.

Por tanto, Glazer recurre por omisión a los lugares comunes del Holocausto para plantearnos una pregunta que trasciende un tiempo y un espacio concretos:  ¿Qué vemos cuando no vemos? ¿Qué vemos cuando no queremos ver? La zona de interés refleja cómo la negativa a habitar el lugar invisible a la mirada trae consigo que dicho lugar nos vampirice, como una infección. La zona de interés no es la crónica de un día a día indiferente en el infierno. Es una fábula en torno al derrumbe de esa concepción de la existencia, que incluye escenas tan soberbias como ese cuento de hadas filmado en infrarrojos que nos pone en estado de máxima alerta moral, frente a la insustancialidad con que Höss lee cuentos a sus hijos para que duerman. La cámara de Glazer arroja escena a escena un manto de oscuridad sobre el mundo atrincherado de los Höss, hasta que los miembros de la familia empiezan a expresar su malestar; pero no desde la palabra, desde lo intelectual, sino desde la falta de apetito, la pesadilla, el insomnio, la desaparición o el vómito. Glazer somete la obscenidad de lo mundano a un proceso de sustracción que, en los últimos minutos, vuelve a interpelar a nuestro presente, al presente de cada cual.

Höss se atreve por fin a dirigir su mirada a la oscuridad, habita con los espectadores el lugar invisible, y la película se aboca al ejercicio de ficción especulativa. El enésimo plano en negro que sigue nos invita a distanciarnos de nuestros tiempos como habíamos hecho al comienzo. Vemos cómo un ejército de limpiadoras deja Auschwitz como los chorros del oro con eficacia inmutable a fin de que las hordas de turistas puedan simular ser buenas personas frente a expositores y vitrinas que también actúan como fueras de campo, como barreras antisépticas, y comprendemos que en la sociedad de la transparencia continúa siendo igual de fácil distanciarnos del horror que nos rodea, del horror que nos constituye. Aunque a veces surjan creadores como Jonathan Glazer para indicarnos que, antes o después, las baterías de los móviles se agotarán y descubriremos qué somos realmente.

  • Montaje: Paul Watts
  • Fotografía: Lukasz Zal
  • Música: Mica Levi
  • Distribuidora: Wanda Films