Laura Wandel: «El colegio no es solo el aprendizaje de las materias, sino el aprendizaje del otro»

Un pequeño mundo, la violencia infantil en primer plano

Para encarar su ópera prima, la directora belga Laura Wandel pasó meses sentada en patios de juegos, observando a niños y niñas relacionarse. Atenta, pero distante, para no inmiscuirse en sus dinámicas sociales. De aquella observación reiterada nació una estructura de guion que los protagonistas de Un pequeño mundo completaron con sus dibujos y con sus propias palabras. «Temía plasmar conversaciones de adultos en cuerpos infantiles. Por eso era fundamental para mí que ellos pudieran crear sus diálogos, que los recitaran pero vinieran de ellos», explicaba la guionista y realizadora en el pasado Festival de San Sebastián, donde su debut participó en la sección Perlas tras alzarse con el Premio FIPRESCI de la sección Un Certain Regard en Cannes.

Con un elenco relajado después de numerosas experiencias de improvisación frente a la cámara, Wandel bajó el objetivo a la altura de los ojos de los críos y recurrió al desenfoque del entorno. Preservados de las miradas adultas, los protagonistas despliegan actos de crueldad física y emocional que van conformando vínculos que se estrechan y se disuelven, personalidades en metamorfosis que cristalizarán cuando se hagan mayores.

La propuesta es una inmersión dolorosa, incluso difícil de sobrellevar para el espectador, en las emociones que viven los críos en etapa preescolar. 

¿Por qué elegiste llamar a tu película, inicialmente, El nacimiento de los árboles?

Porque transmitía la noción de algo que se enraíza, pero a mitad del montaje, sentí que no se correspondía con la película. El actual en francés –Un monde— dialoga mejor con el resultado. En su distribución internacional la han titulado Playground (patio), pero la película no solo recoge los momentos en que los niños y las niñas están en el recreo, sino todos aquellos en los que no están sentados atendiendo, dentro o fuera de clase, cuando se entrenan para vivir en sociedad, porque el colegio no es solo el aprendizaje de las materias, sino el aprendizaje del otro.

¿Cómo consiguió esa proximidad de la cámara sin intimidar a su joven elenco?

Ensayamos con los niños y las niñas durante meses antes del rodaje. Lo planteamos como un juego. No había guion. Trabajamos con un ortopedagogo que inventó su propio método. Les explicábamos el arranque de cada situación y les preguntábamos qué podían decir y qué podían hacer, de modo que iban haciendo propuestas que yo ajustaba a lo que había escrito de partida. Tenía intuiciones de lo que quería hablar, pero ellos aportaron verdaderas perlas. Sus contribuciones superaron todo lo que podía haber imaginado. A continuación les pedí que improvisaran con la presencia de la cámara. La última etapa consistió en que dibujaran un guion visual, de forma que cuando ya arrancamos el rodaje, habían experimentado cada secuencia y sabían lo que iban a rodar con solo mirar sus esbozos.

Tu película recuerda a El hijo de Saúl (László Nemes, 2015) tanto en el uso de la profundidad de campo como en la subjetividad de la cámara. ¿Ha sido un referente?

Sí, en la manera de filmar, pero me siento en deuda, especialmente, con los hermanos Dardenne.

La película abunda en el fuera de campo. ¿Era tu intención jugar con la imaginación del espectador?

Sí, efectivamente, esta película habla de lo que experimentan los niños. A menudo siento que los adultos no les tomamos en serio, cuando los temores infantiles son tan válidos como los nuestros. Se suele infravalorar sus revelaciones, cuando son experiencias terribles para ellos. Así que mi intención era situar al espectador a la altura de esas emociones y no mostrarlo todo, estar próximos a ellos y percibir las situaciones desde su propio punto de vista y vivencia. Era importante que el espectador reconectará con su parte infantil, con sus recuerdos.

La trama también incide en la negligencia de los adultos. ¿Fue algo en lo que reparaste durante tu investigación de campo?

La palabra negligente es peyorativa, mi película no pretende enjuiciar, sino mostrar que los adultos intentan hacer lo que pueden en el tiempo del que disponen. Si te das cuenta, hay muchos alumnos y la violencia es un mecanismo muy complicado, porque no se sabe de dónde proviene. No hay una sola raíz, sino varias. Y de lo que no nos damos cuenta es de que la frontera entre el agresor, la víctima y el testigo es muy porosa: los papeles se pueden intercambiar y de una manera más rápida de lo que podamos imaginar. Pasar por esos tres estados forma parte del aprendizaje.

La niña protagonista es tan creíble que parece un documental. ¿Cómo fue el casting?

Maya hizo el casting con siete años. Su familia no tiene ningún vínculo con el cine, pero en la prueba dijo que quería dar toda su energía a la película. Eso me desarmó, porque de hecho, a nivel físico, no se corresponde para nada con la idea del personaje que había proyectado, pero veía su voluntariedad. Como no quería amedrentar a los niños con un casting en el que tuvieran que repetir un fragmento del guion, mi manera de hacerles la prueba fue que explicaran los juegos a los que jugaban, para así poder ver cómo se desenvolvían frente a la cámara y qué podían aportar de ellos mismos. Maya reveló frente a la cámara algo que no se podía percibir a primera vista, una fuerza impresionante.

Tengo entendido que le enseñaste a nadar, ¿eso formaba parte el plan?

No (risas). Tuvimos problemas de financiación y, como no sabía nadar, le enseñé durante un verano. Eso me permitió forjar un vínculo. Al actor que da vida a su hermano y al que da vida a su padre los llevé junto a ella a la piscina. Era importante que se conocieran, porque esa naturalidad se muestra en el lenguaje corporal.

Los nombres de los protagonistas, Abel y Nora, tienen, respectivamente, resonancias bíblica y literaria. ¿Fue intencionado?

En el caso de Abel, sí, porque quería hablar del sacrificio y de la fraternidad, pero en el caso de Nora es el nombre de una niña que conozco.

Tu corto Les corps etrangers transcurría en una piscina y tu próximo filme, Hors-la-loi, se desarrollará en un hospital. ¿Por qué sientes tanto interés por los microcosmos?

Tengo la impresión de que en los microcosmos se puede mostrar el mundo, porque en ellos resuena el exterior. Todos los mecanismos se repiten. Otra constante en mi cine es explorar la ayuda al otro. La belleza y el poder del cine reside en la empatía que genera, uno puede comprender las vidas ajenas. Es algo extraordinario.