Licorice Pizza

(Licorice Pizza)

  • Dirección: Paul Thomas Anderson
  • Guion: Paul Thomas Anderson
  • Intérpretes: Alana Haim, Cooper Hoffman, Sean Penn, Bradley Cooper, Tom Waits, Ben Safdie
  • Género: Comedia
  • País: EEUU
  • 133 minutos
  • Ya en salas

Es la historia de Alana Kane y Gary Valentine, de cómo se conocen, pasan el tiempo juntos y acaban enamorándose en el Valle de San Fernando en 1973.

Por Carlos Reviriego

Por los ríos navegamos o nos sumergimos en sus aguas. Licorice Pizza es una película-río, un caudal transparente por el que dejarnos llevar, propulsados por una incesante corriente de emociones y aventuras hacia un lugar muy parecido a la felicidad. Aunque a esa felicidad le aguarden fuerzas oscuras en cada tramo que naveguemos, mientras muta el paisaje y su paisanaje, cada vez más demente. El flujo de este río lo determinan Alana (Alana Haim, integrante del grupo Haim) y Gary (Cooper Hoffman, hijo de Philip Seymour Hoffman), quienes se conocen en la primera secuencia del filme: bajo una luz dorada, en un paseo para tomarse la foto escolar, él, con 15 años, le pide una cita a ella, con 25. Dubitativa pero intrigada, la chica acepta que vuelvan a verse esa misma noche. «Pero no es una cita», aclara. La ambivalente naturaleza de ese primer encuentro quedará instalada en la relación de ambos durante el resto del periplo.

Algo misterioso nos atrapa irremediablemente en esta primera secuencia, tocada por un hechizo. Sentimos de partida que en ningún otro filme, en ningún otro cineasta, hallaremos réplica semejante. La fluidez del diálogo, el contacto de miradas, la luz y la cámara en movimiento acompañando a la pareja, el ritmo de los cuerpos, cómo anda ella, cómo nos muestra su perfil, cómo se hace grande él a su lado, la elección musical de Nina Simone… todo en armonía, orgánico. Uno puede acordarse de la escena como se recuerdan los flechazos, con todos sus detalles, pues eso mismo es lo que está escenificando, diríamos que capturando. Recordamos entonces todos los momentum que pueblan la filmografía andersoniana, que podría analizarse desde y alrededor de ese motivo.

Y aunque empieza tan alto, el noveno largometraje de Paul Thomas Anderson (PTA) discurre desde entonces del mejor modo posible, por unas aguas que nunca sabrás adónde te llevan. Al final de la singladura desearías que no hubiera terminado. Licorice Pizza, título asociado a una cadena de tiendas de vinilos del Sur de California, evoca la dorada visión del valle californiano como un sueño lleno de posibilidades, con un sentido de la aventura en cada esquina y en cada calle y en cada personaje, como un lugar donde efectivamente todo es posible si nos quedamos a vivir en él. Nos retrotrae por instantes a la vitalidad contagiosa, entre la nostalgia y la purificación, que comparten películas como Movida del 76 y Todos queremos algo, el díptico de Richard Linklater, y nos reafirma en la posibilidad de un cine que se dignifica como espacio de recreación y experiencia. Un chute de vida cuando la vida era un amplísimo horizonte. Algo con lo que salir transformados.

PTA escribe una oda a su hogar. Por eso es una película con el sabor, el olor, el encanto de lo familiar, la bruma de la memoria y la excitación de la adolescencia. Y al mismo tiempo, es lo más original que podríamos esperar del cineasta que filmó en esos mismos espacios, hace ya veinticinco años, los impecables dramas Boogie Nights y Magnolia para hacernos creer en el futuro del gran cine norteamericano. Ese futuro ya lleva aquí un tiempo, y sobrepasa nuestras expectativas con cada trabajo, y además sigue rodando en celuloide. PTA nos entrega ahora, bajo la apariencia de un juguete ligero (como también lo parecía Embriagado de amor), una inmersión profunda en la vida a través del cine o en el cine a través de la vida, en el río de fabulaciones, recuerdos, historias y leyendas escuchadas en la preadolescencia de su director (quien, a sus 51 años, sigue viviendo allí donde nació), que realiza la película rodeado de familia, amigos, cómplices y eternos colaboradores. Por momentos es el Amarcord que lleva dentro. 

Dejándonos llevar por la corriente, el magnetismo de Haim y Hoffman impone una sensación de encanto y dulzura, que reafirman el clima y la textura setenteros de la fotografía (rodada con película y ópticas de 1973, como si todo aconteciera en aquel presente de hace medio siglo), y que nos embauca con sus múltiples microhistorias y microgestos: un desafío de silencios al teléfono, un abrazo en la puerta de la comisaría, el entusiasmo reflejado en la cabina de una radio… Toda la temperatura emocional del filme está filtrada por un incesante jukebox de pop-rock (The Doors, Sony & Cher, Paul McCartney, Clarence Carter, David Bowie, Four Tops…), cuyos temas son como cesuras transicionales entre capítulos, y que normalmente encuentra a sus amantes platónicos corriendo, bien sea juntos o huyendo el uno del otro, bien sea rescatándose, buscándose o reencontrándose, hasta que el score de Jonny Greenwood aglutina al final todas esas carreras en una, y encuentra a los amantes bajo la marquesina de neón del cine: Vive y deja morir. Comprendemos que nosotros navegamos por una película donde sus protagonistas están corriendo. Todo el rato.

¿Y por qué corren? Es entonces cuando hay que sumergirse en el río. No basta ya con navegarlo y disfrutar del sol y la brisa caniculares. Por más que nos deleite escribir una nota sobre una película sin el tedioso protocolo de su trama, por más que parezca que no lo tiene, que suma y suma hacia el mismo lugar de origen, el argumento de Licorice Pizza está muy definido, perfectamente estructurado, como una gran novela americana. En un momento dado, de hecho, Gary anuncia «un interesante desarrollo en la trama». Podríamos decir que es la huida hacia adelante de unos jóvenes enamorados (aunque ella no pueda moralmente aceptarlo) que tratan de escapar de las potencias tenebrosas de América que quieren corromper su amor y su inocencia. En eso, el filme saluda con honores a Nicholas Ray

Nos sumergimos en las aguas de Licorice Pizza para saltar de la dimensión íntima a la épica, y entonces reaparece todo, perfectamente parcelado. Primero, el show business (los pinitos de Gary como actor), que da paso al negocio de las camas de agua que emprende con Alana (el capitalismo), la violencia policial y los casos de homicidio; luego, al sexo y sus juegos psicológicos; de ahí a la crisis del petróleo y sus efectos (que nos regala una secuencia en un camión para los anales del cine); después, un bloque sobre la celebridad y sus demencias asociadas (en las figuras del actor Jack [William] Holden y Jon Peters, novio de Barbra Streisand entonces); a continuación, el entorno político y el fracaso de cambiar el mundo (un candidato idealista y judío, un creepy a lo Travis Brickle que ronda su oficina de campaña); de vuelta, a un negocio de pin-balls… Aunque esté inspirado en la vida y las historias del actor adolescente Gary Goetzman, el itinerario del filme representa una aproximación tan legítima y ambiciosa a la épica histórico-cultural norteamericana como la novela Libertad de Jonathan Franzen. No nos dejemos engañar por las apariencias. Las aguas están por debajo de la superficie. 

Las circunstancias históricas y los elementos cinemáticos de Licorice Pizza ya estaban de algún modo en Puro vicio, que reaparecen en combinación con la magia de Embriagado de amor y la felicidad que no se han permitido los elevados, perturbados dramas de PTA hasta la fecha. Parezca mentira que su último filme, hace cinco años ya, relatara el amor enfermizo de El hilo invisible. Sin aspavientos ni exhibicionismos, en movimiento perpetuo y zigzagueante, Licorice Pizza está recorrida por la energía de la ambición (la del director, la de sus personajes), pero, sobre todo, por la relación platónica de su pareja de debutantes, en lo que podemos considerar otra vuelta de tuerca a los coming of age, donde el judaísmo y la masculinidad moldean una y otra vez los designios del periplo romántico. Comprendemos que los amantes corren y corren no tanto para escapar de sí mismos y así poder encontrarse, sino más bien para escapar de un mundo que quiere a toda costa devorarlos.

  • Fotografía: Michael Bauman, Paul Thomas Anderson
  • Montaje: Andy Jurgensen
  • Música: Jonny Greenwood
  • Distribuidora: Universal