Madres paralelas

  • Dirección: Pedro Almodóvar
  • Guion: Pedro Almodóvar
  • Intérpretes: Penélope Cruz, Milena Smit, Israel Elejalde, Aitana Sánchez-Gijón, Rossy de Palma, Julieta Serrano
  • Género: Drama
  • País: España
  • 123 minutos
  • Desde el 8 de octubre en salas

Dos mujeres coinciden en una habitación de hospital donde van a dar a luz. Ambas están solteras y se quedaron embarazadas por accidente. Janis, de mediana edad, no se arrepiente y está exultante. La otra, Ana, una adolescente, está asustada, arrepentida y traumatizada. Janis intenta animarla mientras pasean por los pasillos del hospital. Las pocas palabras que intercambien en esas horas crearán un vínculo muy estrecho entre las dos, que por casualidad se desarrolla y se complica, cambiando sus vidas de forma decisiva.

Por Carlos Reviriego

Cuando Ana, el personaje de 18 años interpretado por la casi debutante Milena Smit, le dice a Janis en Madres paralelas que «eso de abrir fosas es reabrir heridas», la enfurecida réplica del personaje interpretado por Penélope Cruz es en verdad la admonición de Pedro Almodóvar a las nuevas generaciones y a su supuesta (y peligrosa) indiferencia por la desmemoria histórica de su país. En ese minuto de discurso político concentra el cineasta manchego su rabia por un silencio y una pasividad, al menos en lo que se refiere al cine español, que no parece dispuesto a seguir perpetuando. Desde su púlpito cinematográfico habla para todos sus espectadores repartidos por el mundo, que se cuentan a millones, aunque eso suponga poner en riesgo la organicidad dramática de su largometraje filmando una suerte de película paralela que acontece por encima, debajo y los alrededores del melodrama nuclear, el de dos madres solteras unidas por equívocos trágicos y azarosos. 

En verdad, esa “película paralela” ocupa fundamentalmente el prólogo (Madrid, 2016, bajo el gobierno de Mariano Rajoy) y epílogo de la función (en un pueblo sin identificar, 2019) que, si ensambláramos, formarían un valioso cortometraje cuya frialdad cuasi documental, pero conmovedora, se expresa en términos opuestos al corto La voz humana que hizo Almodóvar en enriquecedora complicidad con Tilda Swinton el año pasado. Aunque compartan personajes, tampoco hubiera sido descabellado presentar Madres paralelas en dos filmes a su vez paralelos, bajo el esquema quizá de un largometraje y un cortometraje, como hizo con Los abrazos rotos + La concejala antropófaga en 2009. Pero a pesar del artificio en la sutura, uno siente al final de Madres paralelas que todo el conjunto adquiere un sentido mayor, y que el drama íntimo deviene en preocupación colectiva y viceversa, la de una matria maltratada y desmemoriada que no podrá seguir avanzando hasta conocer su verdad, sus filiaciones y extravíos emocionales, incluso la que pasa por desenterrar de las cunetas los restos aún no identificados de nuestros antecesores.

Decimos bien, matria, pues está de mujeres –hijas, madres, abuelas y bisabuelas– poblada casi en exclusiva esta nueva película del universo almodovariano, y el único personaje masculino con algo de relevancia apenas participa como simiente y vaso transmisor de un relato al otro. Se trata de un antropólogo forense interpretado por Israel Elejalde a quien el guion reserva las escenas más expeditivas de Madres paralelas, aquellas que actúan de aglutinante entre, pongamos, una película de Vincente Minnelli y otra de Hadjithomas y Joreige, si es que algo así es posible. Es Almodóvar en estado puro, no en vano, al menos el Almodóvar de la madurez, que a este cronista le interesa cada vez más que el primero, a pesar de sus evidentes rupturas. El Almodóvar de las películas sobre fantasmas que regresan de la muerte o del pasado para modificar (y explicar) el presente, el de los relatos propulsados por azares que no quieren mostrar el deseo sino sus efectos, el que extrae de Penélope Cruz y sus actrices (sean Elena Anaya, Emma Suárez o Adriana Ugarte) su vertiente más dramática y contenida, el que neutraliza todo asomo de barroquismo para expresar lo máximo desde la economía sintáctica y de medios. Un Almodóvar alérgico, como siempre, a las convenciones. Un Almodóvar que muestra orgulloso su código genético.

«El cineasta manchego expone su rabia por un silencio y una pasividad en torno a la memoria histórica, al menos en lo que se refiere al cine español, que no parece dispuesto a seguir perpetuando»

Códigos genéticos

De pruebas de maternidad y peritajes de ADN, de hecho, se alimentan dramáticamente, casi en bucle, ambas historias paralelas, como si los análisis genéticos, efectivamente, fueran el motivo principal de Madres paralelas. Incluso el del propio Almodóvar, su identidad como cineasta (desde Julieta parece determinado a hacer películas a la contra de sus formas y tonos más reconocibles), que se muestra una vez más dispuesto a emprender operaciones de alto riesgo sin que por ello, casi milagrosamente, extravíe su reconocible identidad. Decir que Almodóvar siempre hace la misma película y que se repite una y otra vez responde o bien a una ignorancia suprema o, peor, a una maledicencia que ni se molesta en ver sus filmes antes de juzgarlos. Con su vigésimo largometraje, el manchego asume con plena conciencia su autoridad creativa y condición como ciudadano y artista político de alcance global. Después de varias películas ensimismadas, que culminan en el dolor y la gloria de las confesiones autobiográficas, regresa con el espíritu de participar en los debates que considera fundamentales del tiempo en el que vive, y tomar posturas claras al respecto.

De tal modo, la maternidad, la sororidad, el feminismo, los abusos sexuales, el lesbianismo, las familias disfuncionales y no biológicas que van emergiendo en la trama principal, terminan por establecer una conexión más o menos directa con la identidad generacional y la memoria histórica, en una suerte de equilibrio que convierte el guion de Madres paralelas en un prodigio de finura asociativa. No hay puntada sin hilo en su prodigioso libreto. Está en manos del espectador, por tanto, “desenterrar” esos significados y recomponer sus restos, para armar el telar cuya imagen final (la de un bebé observando la extracción de una fosa común) apela con emoción y belleza a una memoria que lucha contra la amnesia colectiva y por ello, a pesar de todo, todavía esperanzada.

«El manchego no solo ha logrado domar como nadie sus excesos, sino que haciéndolo ha encontrado la energía que nos conmueve, su genuino código genético»

No son pocas las señales diseminadas en un guion hilado con inteligencia y precisión, en el que incluso el fantasma de Federico García Lorca asoma como el autor de la obra de teatro que el personaje de Aitana Sánchez-Gijón, una madre y abuela sin instinto maternal, protagoniza dentro de la ficción. El juego de espejos, perpetuo y sugerente a lo largo de todo el filme, actúa a partir de Doña Rosita, la soltera como una moción a la soltería resignada, pues se espeja en dos mujeres y madres solteras, Janis y Ana, que no solo redefinen y subvierten el relato de conformidad del poeta granadino, sino que proponen una variante más en las múltiples familias no biológicas que pueblan la filmografía almodovariana, si bien el asomo del vínculo romántico que se apropia en determinado momento de la compleja relación que establecen –surcada de secretos, intereses y complicidades– no termine de funcionar del todo. Para el autor de Todo sobre mi madre, la patria (perdón, la matria) no la definen banderas ni filiaciones genéticas, sino exclusivamente los límites del amor y la sororidad. 

Si bien el Almodóvar que escribe sobresale por encima del Almodóvar que dirige en una película que no concede demasiados alardes formales, que confía más en la palabra que en las formas visuales (aquellas que llevó al límite expresivo en el cortometraje que venía de hacer), el autor de Hable con ella nos conduce con tensión y vértigo dramático por los cauces morales de un relato en el que nos veremos obligados a tomar partido. No hay medias tintas. Acaso por primera vez en su filmografía, sentimos que el espíritu documental se cuela entre las imágenes con una intención manifiesta, a través de fotografías sepia y de investigaciones que privilegian el testimonio sobre la imagen, si bien actúan en contraste con un melodrama que sostiene en todo momento la tentación de desatarse, de hacerse demasiado pasional o formalista, y es ahí cuando comprendemos que el manchego no solo ha logrado domar como nadie sus excesos, sino que haciéndolo ha encontrado la energía que nos conmueve, su genuino código genético.

(Crítica publicada en Sofilm 78, actualmente en quioscos)

  • Fotografía: José Luis Alcaine
  • Montaje: Teresa Font
  • Música: Alberto Iglesias
  • Distribuidora: Sony