Megalópolis
- V.O.: Megalopolis
- Dirección: Francis Ford Coppola
- Guion: Francis Ford Coppola
- Intérpretes: Adam Driver, Giancarlo Esposito, Nathalie Emmanuel, Aubrey Plaza, Shia LaBeouf, Laurence Fishburne, Jon Voight, Dustin Hoffman…
- País: EEUU
- Género: Drama
- 138 minutos
- Ya en cines
- «Una fábula épica romana ambientada en una América moderna imaginada. La ciudad de Nueva Roma debe cambiar, lo que provoca un conflicto entre César Catilina, un genio artista que busca saltar hacia un futuro utópico e idealista, y su opositor, el alcalde Franklyn Cicero, que sigue comprometido con un statu quo regresivo, perpetuando la codicia, los intereses particulares y la guerra partidista. Dividida entre ellos está la socialité Julia Cicero, la hija del alcalde, cuyo amor por César ha dividido su lealtad, obligándola a descubrir lo que realmente cree que la humanidad merece.»
Por Elisa McCausland y Diego Salgado
Como ya sabe todo el mundo a estas alturas, el germen de Megalópolis, vigésimo tercer largometraje de Francis Ford Coppola pero primero que ve la luz desde Twixt (2011), estrenada hace ya trece años, se sitúa entre los años setenta y ochenta. El cineasta estadounidense imagina tras Apocalypse Now (1979) una Gesamtkunstwerk u obra de arte total sobre las dinámicas de la América imperialista y capitalista, y, cuando concluye Tucker (1988), su oda a la pugna del vanguardista diseñador de vehículos Preston Tucker (1903-1956) con la industria automovilística estadounidense, empieza a adquirir forma como película su secuela espiritual, «una representación social y arquitectónicamente precisa del mundo del futuro» (Jeff Menne) que titula Megalópolis.
Con Megalópolis, Coppola pretende plasmar una alegoría del creador cultural, científico, industrial, y su poder para alumbrar a través de su obra, quizá tan solo sus sueños, una conciencia colectiva sobre el mundo capaz de trascender el tiempo presente para proyectarnos hacia el futuro; más aún, hacia la utopía. Coppola sabe de primera mano de qué quiere hablar porque Megalópolis, retrato indisimulado de sí mismo en tanto promotor del arte ajeno a los compromisos, entregado a la experimentación formal y tecnológica frente al taylorismo —no solo económico— del complejo corporativo-industrial estadounidense, es un proyecto que germina en su fracaso como tycoon del (Nuevo) Hollywood con American Zoetrope; una productora destinada «a hacer sus sueños realidad» (Sam Wasson) que, en la práctica, nunca pasó de ser una marca con carisma, un juguete de niño grande cuyo mayor éxito radicó, con cierta justicia poética, en nutrir las ambiciones de otros artistas, las ensoñaciones de los flâneurs y las imposturas de cierta crítica.
En ese sentido, que Megalópolis haya sido durante décadas una aventura imposible de materializar, frustrada una y otra vez, tuvo una coherencia aplastante, como lo es que, una vez producida gracias al sacrificio de los viñedos de Coppola en el altar de La Grandeza, resulte decepcionante. No puede negarse que Megalópolis es una película especial. Su visión del creador como arquitecto de formas, revoluciones sociales y fantasías individuales, y de la ciudad como Ciudad, el escenario idóneo para debatir el signo del progreso que caracterizó el siglo XX, es modernista. Puede equiparse a las visiones de aquel cine que, entre los años veinte y treinta del siglo pasado, hizo de los skylines urbanos que deslumbraron inicialmente a Federico García Lorca y para siempre a Ayn Rand —cuya El manantial (1943) es uno de los referentes obvios de Megalópolis— el símbolo vanguardista de un nuevo mundo, abocado con la Segunda Guerra Mundial a maravillas y horrores impensables.
Así pues, Megalópolis es heredera de Paul Strand, Dziga Vértov, las sinfonías de grandes ciudades, y una tendencia derivada de todo ello que abarca títulos tan esenciales como Metrópolis (1927) —véase el apretón de manos final entre la sociedad civil y el genio, entre el alcalde Franklyn Cicero (Giancarlo Esposito) y el arquitecto Cesar Catilina (Adam Driver)— y El dinero (1928), donde Marcel L’Herbier logró que cada escenario art déco y cada travelling contribuyesen a visualizar la respiración frenética de París al ritmo de las subidas y bajadas de las cotizaciones en la bolsa de valores. Pero, no menos importante, Megalópolis bebe también de fantasías pulp como la opereta extravagante Madame Satán (1930) y las tiras de prensa de Flash Gordon (1934-), obras donde la ciudad moderna «no ejemplifica únicamente variantes políticas, económicas y tecnocráticas; también es depositaria de añoranzas, deseos, quimeras y alucinaciones» (Josep María Montaner).
Esto es importante porque, como miembro estereotípico del Nuevo Hollywood, Francis Ford Coppola bien pudo admirar las reflexiones de Ingmar Bergman y Michelangelo Antonioni en torno a la crisis del humanismo en la Modernidad, las innovaciones formales de las Nuevas Olas europeas de los años sesenta y el sentido expresivo de las escenografías que pusieron de manifiesto Luchino Visconti o Federico Fellini; pero esas influencias se tradujeron en su cine como relecturas de los géneros del Viejo Hollywood al gusto de estudiantes adinerados y contraculturales de Berkeley y ejecutivos cool de Madison Avenue. Como señaló William Goldman, bajo sus apariencias severas, realistas y autorales las películas de Coppola, como las de William Friedkin o Michael Cimino, tienen mucho de comic book movies, de entretenimientos plagados de efectos melodramáticos, espectaculares y descabellados; no olvidemos en ese sentido que Coppola inicia su trayectoria como director bajo la égida de Roger Corman.
Por tanto, si Megalópolis resulta un fiasco es, en primer lugar, porque no encuentra nunca un equilibrio entre la importancia de sus argumentos y su exposición, ora comprometida, ora enloquecida. A momentos de extrema seriedad —el complot final contra las autoridades, reminiscente de la trilogía El padrino (1972-1990)— les corresponden imágenes ridículas, mientras que escenas juguetonamente subversivas —esos fastos que incluyen carreras de cuadrigas— se resuelven del modo más ramplón posible. Esto sucede durante toda la película, y va más allá de la sinergia frustrada entre lo autoral y las claves de género, entre los discursos y el desenfreno.
En efecto, a niveles elementales de realización, el descontrol, la incompetencia de Coppola sobre el material que gestiona es evidente desde los primeros minutos. La narración y sus sentidos han de exponerse repetidamente mediante cartelas y la voz en off de Fundi Romaine (Laurence Fishburne) porque los encuentros entre unos y otros personajes, ya sea en grupo o en conversaciones dos a dos, son ininteligibles, como lo es la aspiración de Cesar Catilina a erigir un futuro mejor gracias a su habilidad para detener el tiempo y su descubrimiento de un innovador material de construcción; los superpoderes de Catilina se enuncian, no tienen ninguna repercusión significativa en las imágenes. Defender, como han hecho Richard Brody y otros críticos, ese caos y esa pobreza expresiva como muestra de «juventud creadora» implica obviar que las imágenes de Megalópolis tienen poco de experimental, no ya en comparación a lo logrado en su momento por Paul Strand, Walther Ruttmann o Marcel L’Herbier, sino frente al Coppola de Corazonada (1982), La ley de la calle (1983) o Drácula (1992).
Pero hay más. La comparación que establece Megalópolis entre la Roma republicana contra la que conspiró el senador Lucio Sergio Catilina en el año 63 a. C. y Nueva York como emblema sociocultural de Estados Unidos carece de pertinencia en 2024, lo que demuestra —como ese satélite soviético que se precipita sobre la ciudad, propio de una ucronía comiquera escrita en los años ochenta por Frank Miller o Alan Moore— que Coppola ha revisado poco su ficción desde que la ideó antaño. La Nueva York que el director tomó como referente hace medio siglo, cuyos perfiles conjugaban el glamour de los sesenta, los desequilibrios urbanos de los setenta y los rasgos especulativos e hiperhormonados de los ochenta, dio paso con el 11-S a una desustanciación y un vaciado de valores que transformaron la ciudad en un mausoleo para turistas. Hoy por hoy, el aura de poder tangible que pudiera tener la ciudad se ha esfumado. Como cualquier otra gran urbe contemporánea, Nueva York ha quedado reducida a la condición de parque temático de sí misma en su almendra central y colmena humana sin rasgos distintivos de ningún tipo en el extrarradio; su conjunto funciona como la placa base de un pc donde los diversos componentes —sus habitantes— ejercen virtualmente como consumidores y, quizá, ciudadanos. «La ciudad del siglo XXI es posciudad. Un ensamblaje de urbanismos por los que fluyen la multipolaridad, lo mutable y las irradiaciones del no lugar, sin relación con lo que puedan ordenar o diseñar en torno a su desarrollo centros de decisión» (Felipe Luis García).
Lo curioso es que las casposas texturas digitales de Metrópolis podrían haber contribuido al debate que Coppola no sabe o no quiere establecer con sus planteamientos añejos sobre nuestro presente, nuestro futuro, y los núcleos fácticos donde se definen sus perfiles. Pero tampoco en ese aspecto Coppola ha sabido estar a la altura de los tiempos. De haberse estrenado entre 2000 y 2009, su película podría haber sido partícipe de la utopía audiovisual, el futuro del cine de gran espectáculo que pudo ser y no fue, profetizado por Casshern (2004), Sky Captain y el mundo del mañana (2004), 300 (2006), Speed Racer (2008), Enter the Void (2009) o Tron: Legacy (2010), películas en las que el kitsch preludiaba el alba de una nueva conciencia estética y en las que se celebraba la posibilidad de una nueva dimensión inmaterial para La Ciudad, una nueva frontera. Aplaudir en 2024 lo que ha hecho Francis Ford Coppola a nivel de composición y plástica digitales supone ignorar que tiene un involuntario carácter retro, que todo lo que él ha intentado ya había sido probado, y con efectos mucho más estimulantes, hace quince y veinte años. Su obligación como supuesto visionario era recuperar ese legado innovador, ponerlo en valor, e impulsarlo en direcciones inéditas. Ha preferido gritar que él llegaba primero, aunque haya quedado el último. Los privilegios del autor.
- Montaje: Cam McLauchlin, Glen Scantlebury, Robert Schafer
- Fotografía: Mihai Malaimare Jr.
- Música: Osvaldo Golijov
- Distribuidora: Tripictures