Mimang: Las vidas pasadas del D’A
En el festival de cinema d’Autor de Barcelona triunfó Mimang, de Taeyang Kim, una película que hizo que la nostalgia nos embriagara de manera tan dulce como amarga Por Philipp Engel
La nostalgia es ese pasado que roe el presente y no te deja ver el futuro. La nostalgia es, en esencia, reaccionaria, pero también puede ser apacible y reconfortante como una manta sobre las piernas en pleno invierno, una metáfora que ya estaría completamente fuera de lugar, porque, si el D’A toca a su fin, el calor ha llegado para quedarse. El triunfo de Mimang, del surcoreano Taeyang Kim, en Talents, buque insignia del festival, hizo que nos rebozáramos en la más amable de las nostalgias, retrocediendo mentalmente a los albores del siglo XXI, en plena transición digital, cuando aquel BAFF ya tan lejano, quintuplicó nuestro conocimiento del cine oriental. El BAFF es prehistoria del D’A, ahí estaba ya buena parte de su ADN: Carlos Ríos, Silvia Grumaches, Loles Fanlo, entre otros.
Contemplando Mimang, nos vino a la mente el pase de Goodbye Dragon Inn (2003), el clásico de Tsai Ming-liang, que este año estuvo en el D’A con Abiding Nowhere, porque en la ópera prima de Taeyang Kim también vemos las luces que se apagan de un cine a punto de cerrar, en un plano bastante inolvidable. Y de el de Turning Gate (2002), la primera película de Hong Sang-soo que vimos en pantalla grande (al menos en mi caso particular), aunque sólo sea porque va de personajes que se reencuentran casualmente, que hablan mientras caminan por las calles de Seúl (o mientras van en coche, o por teléfono), y acaban encontrando refugio en pequeños cafés donde la gente bebe alcohol. De Hong se vieron en esta edición In water y Nuestro día.
Pero, más que el cine de Hong o de Tsai, Mimang recordaba a la más reciente Vidas pasadas, porque también gira en torno a una pareja que no llega a formarse, a pesar de sus sucesivos reencuentros, la evidente química y las conversaciones íntimas, y por aquello que el título es una de esas palabras coreanas de difícil traducción a nuestro idioma. En este caso, porque tiene no menos de tres sentidos, y cada uno de ellos vertebra las tres historias que componen este tríptico de un modo que quizás nunca acabaremos a comprender del todo, cosa que, de hecho, pega con el primer significado de Mimang, algo así como “incapaz de encontrarle sentido a algo, por ignorancia”: en imágenes, eso se traduce con el reencuentro fortuito de un chico y una chica que quizás en el pasado fueron amantes o quizás solo se gustaron tímidamente, a lo Vidas pasadas. Después de un largo paseo conversacional se separan.
En la segunda historia, que corresponde al segundo sentido de Mimang, es decir “ser incapaz de olvidar lo que uno quiere olvidar” –pura nostalgia–, ella da una conferencia sobre un clásico no identificado de cine coreano, y acaba paseando, en estado de semi-ebriedad, con el organizador del evento, del que también se acaba separando, quién sabe si atenazada por el recuerdo del chico del primer momento. En la última parte, el chico y la chica de la primera historia se acaban reencontrando con un tercero, de profesión taxista, en el entierro prematuro de un amigo común: “buscando a lo largo y ancho” sería el sentido de Mimang que corresponde, de manera más bien críptica, a esta última historia que termina en un pequeño café, donde el chico, ahora convertido en artista, se arranca con una canción romántica que sirve de telón para los títulos de crédito finales.
Si bien las relaciones entre los personajes y las historias no es que quede meridianamente clara, se intuye esa imposibilidad de estar juntos y la condena al desencuentro, aunque sin llegar a ser un monumento a la renuncia tan rotundo y universal como la película de Celine Song. Mimang tiene sin embargo su encanto particular, y adquiere personalidad propia por su trama urbanística. Al principio, el chico es delineante y reflexiona sobre los cambios de la ciudad, y en particular del barrio de Seul, en constante mutación, donde se desarrolla la película: el histórico distrito de Jongno, atravesado por la no menos histórica calle Sejohngno, donde se erige la estatua del Almirante Yi, que al parecer era zurdo, pues lleva el sable colgando a la derecha.
Seúl, como todas las ciudades, no deja de cambiar, pero al mismo tiempo conserva el recuerdo de la ciudad que fue tiempo atrás. En su charla urbanístico-cinéfila, la protagonista nos revela que las calles siguen siendo las mismas que los de la película –una película de la que se ha perdido el final–y que los callejones paralelos, que también siguen existiendo, se crearon para que los más humildes no tuvieran que cruzarse con los nobles a los que estaban obligados a saludar. Esos callejones, en los que los personajes se esconden para fumar y mirar la lluvia, o de los que emerge la balada del café triste del pasado, podrían acabar definiendo a los protagonistas de la película, que no se atreven a circular por calle principal de la vida, que no pueden llegar a vivir su amor. Sus lágrimas se disuelven en las luces de la ciudad nocturna, hermosísima. Una pequeña, inteligente y delicada sinfonía urbana, que nos trae recuerdos tan buenos como amargos: todas las ciudades conservan la memoria del pasado, esas calles por las que una y otra vez paseamos juntos.