Romanticismo de carne y hueso

Libre, libre quiero ser: los personajes de Libertad

Por Ania Ullén

Tras estrenar Gigantes en 2018, el realizador Enrique Urbizu vuelve a reunir a su equipo habitual para explorar de nuevo el lado más oscuro y violento del ser humano. Con LIBERTAD, mini-serie y película al mismo tiempo, el imaginario del bandolerismo (al fin) se sacude el polvo del camino. 

Donde habita el olvido

«Prefiero una libertad peligrosa a una servidumbre tranquila». La frase es de María Zambrano, pero bien podría ponerse en boca de cualquiera de los bandoleros que Enrique Urbizu nos presenta en  Libertad, una mini-serie que se echa (sin remilgos) al monte para rescatar del olvido la figura del bandolero patrio. Con una particularidad: esta rehabilitación se efectúa asumiendo todas sus consecuencias. «Muchos bandoleros adoptaban esa forma de vida marginal porque eran personas crueles y ventajistas, que sólo buscaban obtener dinero fácil», nos recuerda Michel Gaztambide —guionista de la serie junto a Miguel Barros—. En este sentido, a Urbizu no le tiembla la mano a la hora de mostrar una realidad humana donde lo más piadoso que podía pasarte es que te dejaran sin caballo, sin manta, sin agua y sin navaja en mitad de una sierra tan salvaje como los bandoleros que la habitaban. Así, desde el momento en que John, escritor inglés que viaja a España con la intención de documentar la vida de la bandolera conocida como La Llanera, pone en marcha la linterna mágica y comienza a rememorar los hechos, nos convertimos en receptores de una historia que se transforma en mito al ser narrada desde un punto de vista externo, extranjero —en el sentido más profundo de la palabra—, que hunde sus raíces en un romanticismo tan simbólico como encarnado.

Ser demasiado libre siempre se ha considerado uno de los pecados más grandes que puede cometer el ser humano. Si anhelas la libertad, no tienes sitio en este mundo. Sucedía en el siglo XIX y sucede en el XXI

Michel Gaztambide

Y es que Libertad no mira formalmente al western —aunque fuesen de origen español los primeros que se enfrentaron a los Apaches en la frontera sur norteamericana—: los sombreros, las botas, los caballos, las hogueras en mitad de la noche cerrada… Son todos elementos que aparecen en la obra de Mariano Fortuny y Francisco de Goya —dos referentes estéticos de Urbizu—, significantes que, junto al paisaje agreste que pudieron recorrer a diario personajes míticos como Diego Corrientes, Luis Candelas o José María, El Tempranillo, y las ruinas arquitectónicas que a duras penas les dieron cobijo, nos remiten directamente a una visión romántica y arrebatada de la vida sostenida por un único deseo: ser libres.    

No sin mi hijo: Lucía, La Llanera

Como libre ansía ser Lucía, La Llanera (Bebe), que tras pasar 17 años en prisión junto a su hijo Juan (Jason Fernández) y esquivar el cadalso en numerosas ocasiones, sólo aspira ya a dejar atrás un pasado de muerte y violencia. La Llanera quiere para su hijo lo que ella nunca tuvo. Pero en el mundo libre ambos seguirán padeciendo en sus propias carnes los mismos elementos represivos sobre los que se fundamentaba su reclusión, como así lamentará Juan: «Madre, me dijiste que aquí afuera había otras cosas: yo sólo veo verdugos y cadenas». Si en la cárcel La Llanera debía obedecer las órdenes de una autoridad que disponía a su antojo de su vida (y de su posible muerte), en los caminos se topará con una serie de personajes masculinos (John, Pedro, El Lagartijo) empeñados en que la libertad inalienable que la mantiene (y la ha mantenido) respirando durante tantos años, acabe finalmente plegándose a planes y deseos ajenos. Frente a estos arrebatos de autoridad externa, normalizados porque se dirigen contra una mujer que se mueve en un mundo absolutamente masculino —si bien historiadores como F. Hernández Girbal o el inglés George Borrow ya mencionaban a bandoleras de renombre como Victoria Acebedo, Juana, La Valerosa o Margarita Cisneros—, La Llanera no cederá un ápice en su empoderamiento y no dejará de cantar por la libertad: «Eres libre, Juan —le recordará siempre a su hijo—. Libre de no hacer siempre lo que se te diga».  

«Eres libre, Juan. Libre de no hacer siempre lo que se te diga»

La comunidad de El Lagartijo

Como nos confirma el propio Gaztambide, «uno de los personajes más atormentados de la serie es sin duda El Lagartijo», jefe de partida, capitán —como se llamaban a sí mismos— de la banda de forajidos más temida (y perseguida) en la región. «Lo que quiero, cojo», amenazará a La Llanera en su reencuentro. El Lagartijo (Xabier Deive) reúne en torno a sí dos rasgos rastreables en el bandolerismo real: uno que apunta al fuerte sentido de comunidad que se establecía en las bandas, fundamentado en un respeto y unos valores que se imponían de manera despiadada; y otro que nos recuerda que no todos aquellos que se adentraban into the wild lo hacían buscando mejorar (por la fuerza) sus condiciones materiales de vida. «El Lagartijo es un hombre que tuvo y al que le quitaron», precisa Gaztambide. Pertenece a otra clase social. Ese es su propio drama, un drama al que buscará poner fin planeando un regreso a la ‘vida normal’ junto a La Llanera y Juan, el hijo de ambos. Pero como bien sabemos, «lo que uno quiere y lo que uno obtiene a menudo suelen ser dos cosas distintas». 

«Lo que quiero, cojo»

El sueño truncado de Gaspar, El Aceituno

Y si el plan de venganza de El Lagartijo tiene por objeto la materialidad, en este caso la recuperación de una hacienda, también hay lugar en Libertad para razones de índole más poética —uno de los miembros de la banda de El Lagartijo literalmente se dedica a componer versos: «soy del pino y de la jara, de la encina y del halcón: libre como el agua clara. Por eso me buscan, pa’ arrancarme el corazón»—. Así, las acciones de Gaspar, El aceituno (Isak Férriz) toman impulso en su relación de amor con El Soñador, ajusticiado por el Gobernador (Luis Callejo). Nada fuera de lo común, por otra parte. Gaztambide subraya al respecto cómo «las motivaciones de los bandoleros no se reducían a quitarle unos reales al primer incauto que tuviera la (mala) suerte de atravesar el camino». Como a El Aceituno, a muchos bandoleros les movían razones que iban más allá de lo monetario. Historia aparte es que algunas de esas razones —como era el caso del amor homosexual—, también sobrepasaran los límites de la libertad establecida por la autoridad de turno (política, eclesiástica…), condenando a la marginalidad toda forma de relación no normativa. De ahí las palabras del Aceituno: «nosotros tenemos el mismo derecho que el brezo o la amapola. No hemos nacido para ser cultivaos, sembraos ni recogíos».  

«Tenemos el mismo derecho que el brezo o la amapola. No hemos nacido para ser cultivaos, sembraos ni recogíos»

Reina sin reino

Condición humana esta que no conoce clases sociales, como así vemos a través del personaje de Reina (Sofia Oria), la joven hija de Don Anastasio (Pedro Casablanc), tomada por loca (y ramera) y enviada por su padre a un convento de monjas tras descubrir que ha mantenido relaciones sexuales con un mozo de la hacienda —en el siglo XIX los monasterios seguían haciendo las veces de instituciones mentales, ‘velando’ tanto por la salvación espiritual de las internas, como por su salud psicológica y física: «No tratéis a estas personas, llevan el demonio dentro», le advertirá a La Llanera la Madre Superiora. Repudiada y expulsada para siempre del hogar, Reina seguirá entonces los pasos de la bandolera y su hijo, movida por el amor a este y, sobre todo, por su intenso deseo de libertad, aunque ello suponga ser vista a ojos de todo el mundo como una pecadora condenada a arder en el Infierno. Y es que, como comenta acertadamente Gaztambide, «ser demasiado libre siempre se ha considerado uno de los pecados más grandes que puede cometer el ser humano. Si anhelas la libertad, no tienes sitio en este mundo. Es algo que sucedía en el siglo XIX y que sigue sucediendo en el XXI». 

Movida por el amor y, sobre todo, por su intenso deseo de libertad