San Sebastián 21 #4: Déjalos que caminen como ellos camelen

Playground forma parte de la Sección Zabaltegi-Tabakalera del 69 Festival de San Sebastián.

Quién lo impide forma parte de la Sección Oficial del 69 Festival de San Sebastián.

Le bruits des moteurs forma parte de la Sección Nuevos Directores del 69 Festival de San Sebastián.

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— Gaspar Noé ha dejado la droga. 

— ¿Dónde?

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«Hay tiempo para comer sin problemas». Un volcán en erupción ruge en Montaña Rajada, en la zona forestal de Cabeza de Vaca, El Paso, municipio palmero. No necesitamos saber ninguno de estos datos, pero me he parado un segundo a escribirlos por el puro placer de hacerlo, porque suenan a western y a fantasía épica. También se paró un segundo el héroe anónimo del meme volcánico que aún cuando el cráter bufaba amenazante prefirió combatir la lava con comida, el drama con comedia, el miedo con la alegría. 

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Playground (Un monde) es el debut de la cineasta belga Laura Wandel, que se hizo con el Premio FIPRESCI en el pasado Festival de Cannes, dentro de la sección ‘Un certain regard’. La suya es, desde luego, una cierta mirada: la del realismo cogotero que nació con los Dardenne y ahora agoniza en festivales de medio mundo; también la de atisbar el mundo como un lugar cruel, agresivo, implacable. En este caso, se trata de seguir a la pequeña Nora desde su primer día de colegio para mostrar los horrores del bullying con un catálogo truculento de violencia infantil. El monde de Wandel es asfixiante, terrorífico, desenfocado. Como en El hijo de Saúl, la cámara seguirá de cerca a Nora y su hermano Abel, quedando a menudo fuera de foco el resto de la información del plano. Para cuando llegamos al final del descenso a los infiernos y el patio del colegio se ha convertido ya en el patio de la cárcel dejamos a la pequeña niña abrazando a su hermano para convencerle de que asfixiar a un compañero con una bolsa de plástico no es una buena idea. Nunca entendí y nunca entenderé qué lleva a alguien a filmar una película así, ni quién quiere ver una película así. ¿Por qué combatir la fealdad con fealdad y no con belleza? «¿No tenemos ya suficiente fealdad? ¿Y no sabemos ya todo esto? —decía Mekas en sus Diarios. ¿Por qué combatir la fealdad con la fealdad, la estupidez con la estupidez, mostrando aún más y más? ¿Por qué no crear algo bello para combatir la fealdad?» Me preocupa especialmente que, además, esta sea esta la primera película de una directora joven. ¿Filman hoy los jóvenes pensando en el circuito de festivales? ¿Qué visión tienen del mundo? ¿Y qué busca, qué quiere decir, la crítica cuando premia este tipo de propuestas? 

En ese sentido, podríamos ver Quién lo impide  como una invitación al optimismo. El proyecto de Jonás Trueba se remonta al otoño de 2016, cuando el cineasta madrileño escoge a un grupo de chavales de instituto para filmarlos bajo una idea sencilla de explicar pero sumamente compleja de llevar a cabo: se trata de reflejar, mediante el juego entre la ficción y el registro documental, sus deseos, anhelos, miedos, conquistas e, incluso más importante, su apertura al amor, que es lo mismo que plantarse como ciudadano en el mundo por primera vez. Jonás los acompañará durante cinco años en diferentes situaciones y propuestas, que van de los juegos de roles a la espontaneidad del botellón en un viaje de fin de curso. Durante ese período de tiempo, Jonás los escucha, los observa y abre el plano para que entre la vida. Su visión del mundo es, pues, generosa, curiosa, tan amplia como la efervescencia emocional de un adolescente. Me acuerdo entonces de aquello que decía Truffaut sobre esa etapa de nuestras vidas que el cine tiende a reflejar siempre sobre unos mismos parámetros: «la adolescencia conlleva el descubrimiento de la injusticia, el deseo de independencia, el destete afectivo, las primeras curiosidades sexuales. Es, por tanto, la edad crítica por excelencia, la edad de los primeros conflictos entre la moral absoluta y la moral relativa de los adultos, entre la pureza del corazón y la impureza de la vida; en fin, desde el punto de vista de cualquier artista, es la edad más interesante para poner en evidencia».

A lo largo de los cinco años de filmaciones Jonás ha ido sacando pequeñas piezas temáticas que se han presentado en distintos espacios culturales acompañados de debates, conciertos y bailes, parte de los cuales han quedado registrados ahora para la versión cinematográfica del proyecto, que aglutina las tres piezas en un película que se va hasta los 220 minutos. Como en todo proyecto monumental la irregularidad se da por hecho, y junto a algunos tramos llenos de verdad y alegría encontramos otros que no terminan de funcionar, como aquellos en los que los chavales recitan sus angustias vitales en la oscuridad de su cuarto, o algunos encuentros entre persona y personaje a medio camino de ningún sitio, escenas más cerca de la voz del autor que de la de los jóvenes. Curiosamente, la propuesta alcanza sus momentos más inspirados cuando Jonás llega a los dos extremos de la experiencia: cuando el simulacro deja al descubierto la más pura verdad y esta es la más apasionante de las ficciones —los chavales embriagados de alcohol y amistad en su viaje de fin de curso— y en ese pequeño interludio amoroso en el que el pretendiente y su pretendida se encuentran en el «pueblo» donde ella pasa las vacaciones, y se escapan, y se refugian en el campo, y se besan, y cruzan un riachuelo y se vuelven a besar, y es todo tan luminoso y fulgurante como solo lo son los besos adolescentes. Un capítulo, este, en el que Jonás narra con su voz lo que va ocurriendo en pantalla, y lo que ocurre en pantalla reverbera con la misma literatura sencilla con la que lo cuenta el cineasta, un episodio muy en línea con las propuestas de Mariano Llinás. La verdad a través de la pura ficción, y la ficción a través de la pura verdad. Al retrato de los chavales de Quién lo impide se le podría achacar el sesgo de la mirada, pero sería un poco de perogrullo. El compañero Gonzalo de Lucas, que entrevistará a Jonás en el número de noviembre de Sofilm, apuntaba a una cuestión más pertinente: qué habría sido del cine español si la modernidad hubiera pasado por Rossellini en lugar de Antonioni, o si todo ese cine de «comunidades autónomas» —esto lo digo yo, no Gonzalo— mirara más a la ficción documental de Rouch que a los destilados que se hacen de Benning y los Straub

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El cabreo de Playground (Un monde) se me pasa con Le bruits des moteurs, la ópera prima de un chaval canadiense de veintitantos-treinta-y-pocos que tiene el buen juicio de filmar lo que tiene delante. Esto es, al equipo de instructores de agentes de aduanas de su país, trabajo con el que se sacó unas pelas durante algunos veranos. Y partiendo de esa estrafalaria premisa Philippe Grégoire despliega una sátira extrañada sobre este mundo absurdo y fronterizo en el que nos ha tocado vivir. Instalados ya en la más desconcertante simulación (descacharrantes los ejercicios de simulacro durante el entrenamiento de los agentes), el joven protagonista de la película vuelve a su pueblo natal, donde un par de policías con bigote le pisará los talones ante la sospecha de que el ahora forastero esté tras los dibujos sexuales que aparecen de repente en papelines diseminados por el pueblo. Un relato con mucho humor deadpan y mucha guasa generacional, el tipo de película en el que el desarraigo y el dolor de volver a casa se representan en palizas de extrema violencia cartoon en divertidísimos fuera de campo. Por momentos, me acuerdo del mejor Dupieux, aunque habría que recuperar a André Forcier, cineasta quebequense al que se cita explícitamente en varias ocasiones. Ambiciosa y pudorosa, al mismo tiempo derivativa y puerta de acceso a un nuevo mundo propio, humilde pero con arrojo. Empieza con un coche quemando neumáticos haciendo trompos y acaba en apenas 79 minutos. Una película de un chaval que parece exactamente eso. ¡Viva! A.L.