San Sebastián 22 #3: Encontrar a Dios (o un taxi)

Foudre (Thunder) compite en la sección New Directors del 70 Festival de San Sebastián.
Unrest compite en la sección Zabaltegi-Tabakalera del 70 Festival de San Sebastián.

Uno entra en una fiesta esperando encontrar a Dios y sale conformándose con encontrar un taxi. La cosa va así: salimos de la decepcionante fiesta de Rainbow, la nueva película de Paco León, que se presentaba aquí en San Sebastián, fuera de competición, como paso previo a su inclusión en el catálogo de Netflix. La fiesta no fue especialmente decepcionante, solo decepcionante al modo en que lo son un poco todas las fiestas «oficiales» de alguna gran producción. Ya sabéis, cuando el encuentro festivo deviene en una especie de juego de Quién es quién de esto que viene a llamarse industria del cine español. Con la particularidad de que muchos de los ágapes se celebran aquí en un bar que imita las formas de un barco atracado en el puerto de la ciudad y la cosa a ratos toma tintes de whodunit. Como Muerte en el Nilo o, ejem, Puñales por la espalda. Un concurso de miradas inquisitorias cruzadas de punta a punta del navío que buscan dilucidar si eres un killer o, al menos, un sospechoso habitual. En caso contrario, es que eres un mero cadáver y te toca echarte a un lado para que avance la trama. Dicho de otro modo, «¿eres alguien o no?» Una crisis ontológica que le arruina el gin tonic a cualquiera. El anfitrión, por cierto, no paraba de cruzar la fiesta de un lado a otro, de popa a proa, tan guapo y despistado como es Paco León, pero también con un gesto de cierta consternación. Como me cuesta mucho creerme que el alegre director sevillano se estrese en una fiesta “de verdad”, ya no quedaba duda de la auténtica naturaleza del sarao. Paco León acababa de descubrir al mayordomo asesinado con el candelabro en la biblioteca.

No encontramos a Dios, así que solo quedaba confiar en encontrar al menos un taxi. En la parada más cercana, sin tiempo apenas para cavilar sobre las implicaciones de que Rosalía no sonara en la fiesta de Paco León, nos abordó una voz desconocida pero reconocible: un borracho. El borracho. Todos los borrachos. «¡Yo quiero que me toque un Mercedes!». El beodo en cuestión —no un desamparado borrachín de calle, más bien un tipo un poco cuñado que por algún motivo se había pasado de cervezas— no hablaba de ninguna rifa, sino de la posibilidad de que entre todos los taxis de la flota de Donosti le tocara un coche de la casa Mercedes. Supongo que para llevarle de vuelta a su casa, o quizás a otro bar, al encuentro de Dios. A la petición automovilística le siguieron una serie de majaderías ante las que Xavi Serra, crítico del diario ARA y, sin embargo, hombre cabal y conciliador, optó por la estrategia de hacer oídos sordos. Una digna tercera vía que delata el aprendizaje de toda una vida en Cataluña. La reacción del crítico, cómico y, sin embargo, amigo Santi Alverú, fue distinta. A Alverú se le notaba tenso, incómodo, y optó por centrar su atención en el móvil para tratar de neutralizar la presencia etílica. Supongo que cuando uno es monologuista y, además, famoso, estas cosas adquieren otro matiz más desagradable. En fin, que tan ensimismado andaba Santi en el feed de su timeline que cuando alzó la cabeza para compartir una noticia, no sopesó el alcance de su retuit analógico: «Acabo de ver que ganó ayer España el campeonato, ¿no?» Al ajumado donostiarra se le dilataron las pupilas. «¡España huele a sobaco de mono!».

A mí me salió instintivamente darle un poco de coba. No puedo evitarlo: siempre me apiado del borracho, del loco o de cualquier persona con la desesperación en los ojos. Porque, cuando uno se ha criado en un pueblo aprende pronto a asumir que ese tipo es el hijo de alguien, quizás es padre, incluso tu padre. Si es que no eres tú. No se trata de bondad, altura moral, si acaso conciencia de clase: mi eterna inquietud, negro desasosiego, hacia la posibilidad de que un día doble la esquina del restaurante de Mulholland Drive y me encuentre conmigo mismo. España, la Selección Española, por cierto, sí que había ganado la noche anterior la medalla de oro más improbable de la historia del deporte. Jugando a remontar y creyendo en ellos mismos todo lo que ninguno habíamos hecho. Un descabellado campeonato de Eurobasket ganado por una selección española que incluía, entre otros, a un negro de Roswell que jamás había puesto un pie en el país, un pelirrojo de Málaga que luce menos español que su compañero afroamericano y un puñado de jugadores que ni siquiera son del quinteto titular en sus equipos de la ACB. Un equipo extraño, improbable, noble y alegre por el que era imposible no acabar sintiendo simpatía, pues, como decíamos, yo también asumí hace tiempo que soy un poco negro, pelirrojo y suplente. Por eso me dio gran alegría cuando el borracho se montó en su taxi y se fue: era un Mercedes. 

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En la escena más hermosa de Adoration, el amor fou adolescente que firmó Fabrice Du Welz en 2019, la protagonista masturba a su amado en medio del bosque, entre ramas y malezas, y al rostro turbado extático (y estático) del joven le correspondía el gesto empoderado y cariñoso de ella. Se trataba de un gesto espléndido, por resplandeciente y generoso, el de alguien que acababa de revelarle el más sublime de los secretos alquímicos a su enamorado: convertir el amor en sustancia. O materializar el milagro. En Foudre (Thunder en el título internacional) ocurre algo parecido cuando su protagonista encuentra a Dios al materializar un orgasmo místico junto a sus tres jóvenes acompañantes en una sacrosanta escena de sexo a cuatro que, centrada en los rostros y el tacto, en la comunión de los cuerpos, va de Bernini a Claire Denis. Porque si Dios es amor, si Dios está en el encuentro con el otro, tiene sentido que Dios sea poliamoroso. Digo yo. Hablamos del dios cristiano, además, por lo que la dialéctica culpa/absolución dará lugar a otra escena memorable en esta ópera prima suiza: el binomio dolor/placer puesto en escena cuando el grupo de amigos y amantes se refriegue con fruición con ortigas del campo hasta caer exhaustos. Esto de la religión siempre fue muy kinky, no lo he inventado yo.

Cuenta su realizadora, la directora suiza Carmen Jaquier, que la génesis de Foudre se encuentra en dos shocks fundacionales: la noticia de la inmolación de dos jóvenes amantes adolescentes en el extrarradio berlinés y el descubrimiento del diario de su bisabuela, en el que confesaba sus más profundos sentimientos a Dios, en quien confiaba anhelos y frustraciones amorosas que jamás desvelaría a nadie. En Foudre se tratará, pues, de los tormentos de la represión del más irrefrenable y sagrado de los sentimientos, también del éxtasis místico de su sublimación. La película se abre con la sucesión de una serie de instantáneas en blanco y negro de mujeres curtidas por la dureza inclemente de los entornos rurales de principios del Siglo XX, a las que sigue inmediatamente la recuperación del cuadro ‘Nature’ de Giovanni Segantini, el correspondiente a la primavera en el tríptico de los Alpes del pintor italiano, que completarían ‘Vida’ (verano) y ‘Muerte’ (invierno). Un significativa primera decisión de montaje de una ópera prima que, aún casi obligatoriamente irregular, tiene todo lo que le pido a una primera película: técnica, emoción y estética. Es decir, cargar la suerte. Arrojo y personalidad.

En el verano de 1900, la joven novicia Elizabeth es obligada a volver a casa para ayudar a sus padres en las labores del campo siguiendo el suicidio en extrañas circunstancias de su hermana Innocente. Será solo a partir de encontrar el diario de su hermana cuando Elizabeth entenderá que Innocente ha sido inducida a acabar con su vida por el acoso y derribo al que le ha sometido su familia y el pueblo, abnegados en un sentimiento religioso enfermizo. La lectura del diario íntimo de su hermana, donde relata su despertar sexual casi a modo de una versión cargada de angst teen de la poesía mística de Santa Teresa, supondrá en Elizabeth una revelación que la llevará a encontrar a Dios a través del amor carnal, del contacto con su cuerpo y con el de los otros, un proceso que a la vez la conectará a la tierra, a las montañas, los claros y ríos del cantón del Valais, que Carmen Jaquier filma como si fueran parte de una naturaleza que se despierta también deseante, rebosante de vida. 

«¿Eres la Virgen María o el diablo?» le preguntan en un momento las dos hermanas pequeñas de Elizabeth, asustadas, cuando esta empieza a florecer en medio del asfixiante clima represivo del pueblo. Las alusiones a la Virgen y el diablo son constantes en la película por parte de unos personajes que entienden a la mujer solo bajo esas dos coordenadas. En un matiz muy inteligente, parece decirnos Jaquier que la intransigente comunidad más que creer en Dios lo hace en su opuesto: se trata de encontrar a Dios esquivando al Diablo; la fe por la via del miedo, el castigo y la represión como salvoconducto. No obstante, cuando al principio de la película Elizabeth es sacada a rastras del convento, Jaquier la filma como si fuera una figura crística a la que acarrean en volandas, en una idea de puesta en escena divertida, por audaz: con el rostro de Elizabeth en primer plano, desvalida casi al modo de Jesús en la pietà, la cámara adopta como movimiento el vaivén acompasado de las procesiones de Semana Santa. Más tarde, si el despertar de Elizabeth se concreta en una escena de masturbación que la libera del tormento, será cuando mantenga relaciones por primera vez con tres chicos del pueblo, rodeados por las montañas y a la vera del río, cuando se completará la transfiguración, con los chicos siguiéndola a partir de entonces en el camino del amor como tres apóstoles. Del mismo modo, Jaquier filma a menudo al grupo de amantes con Elizabeth acogiendo los rostros de los chicos en su regazo, en un gesto casi de ternura cristiana. Con la fotografía evocadora y voluptuosa de la cinematógrafa francesa Marine Atlan, el renacer de Elizabeth se filma con una aproximación epidérmica, con arrebatos de querencia poética y primeros planos muy expresivos, apoyándose en el ardor de Lilith Grasmug (Elizabeth), un hallazgo a sumar al de los tres chicos que la acompañan y que bien podrían ser la respuesta millennial a los chavales del arroyo de Pasolini. Siguiendo con el juego de dualidades, la naturaleza pictórica del enclave natural dialoga con colores y texturas que a menudo asemejan los del vídeo digital doméstico, o el color rojo/azul de las imágenes de anaglifo, lo que me hizo pensar en el efecto que a veces se producía en las últimas películas de Godard (Adiós al lenguaje, El libro de las imágenes). Serán cuestiones estéticas de tipo suizo.

Con aquelarres, monjas poliamorosas y un punto macarra a sotto voce, podríamos decir que la estimulante Foudre es una película de brujas a la manera en que El seductor de Don Siegel era una historia de fantasmas. 

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Sin salir de Suiza y sin alejarnos del 3D, ni de Dios, ni de Godard, llegan buenas nuevas: Unrest es una película fabulosa. Bastante impresionante, de hecho. Va de la (re)organización del trabajo, el tiempo y el dinero toda vez que las nuevas tecnologías comienzan a asomar a finales de finales del Siglo XIX por un pueblecito de la región del Jura en cuyo corazón anida una fábrica de relojes. O dicho de manera rotunda e inapelable: va de relojeros anarquistas. ¿No es eso maravilloso? Por allí aparece Kropotkin, que recorre la zona ejerciendo de topógrafo, y se discuten ideas que te pueden sonar a Simone Weil o a Kracauer, pero Unrest, imbuida de la nobleza romántica del anarquismo y bajo el agradable equilibrio tonal de Cyril Schäublin, hace que los engranajes de tu cerebro se muevan con la cadencia placentera de un reloj.

A partir de un planteamiento argumental mínimo, cuestiones de hondo calado político discurren en hermosos dioramas coreografiados con ritmo y precisión, en los que Schäublin encuentra siempre el plano más placentero, el encuadre más original y armonioso, con un uso prodigioso del teleobjetivo. Los personajes entran y salen del plano, las conversaciones se suceden como líneas de un pentagrama y un plano general alejado y esquivo puede tener la misma fuerza expresiva que sus hermosos primeros planos de manos y rostros. Hablamos de una película sobre el trabajo en el que las condiciones laborales son asunto esencial, y la labor de sus relojeros protagonistas se filma como si sus manos estuvieran haciendo el trabajo de Dios. Hablamos de un tipo, Schäublin, capaz de filmar un momento concreto de la Historia, un país y un cambio social complejo, valiéndose tan solo de un sombrero y una esquina bien buscada. Una película hipnótica que siempre propone algo (imágenes, diálogos, sonidos; ideas) verdaderamente sorprendente. Obviamente, no hay ni un solo plano filmado en 3D, pero prueben a ver en pantalla grande la escena en la que el cineasta suizo divide el plano en dos partes, situando un árbol en el centro, y haciendo que personajes entren y salgan de él en diferentes niveles de profundidad. De frotarse los ojos.