San Sebastián 19 #3: Aretha

– San Sebastián 19 #3: Aretha –

Amazing Grace
de Sydney Pollack y Alan Elliott 
Presentada en la sección Perlas del 67 Festival de San Sebastián // Estreno en salas el 4 de octubre
 
Allan Elliot recupera el material que Sydney Pollack filmó durante la grabación de uno de los mejores de discos de góspel de la historia, el Amazing Grace de la gran Aretha Franklin. Una película-concierto, que es, también, ni más ni menos que el evangelio según la afamada Lady Soul.   
 
Los Estados Unidos de América son la nación más religiosa de Occidente. No puede entenderse su propia gestación ni los grandes momentos que han configurado su historia sin la presencia ética y estética de la religión en el discurso público. La lucha, primero contra la esclavitud, y luego contra la segregación racial, se articuló desde el origen a través de este lenguaje devoto. Ya el propio Abraham Lincoln acudió al Evangelio según San Mateo para advertir a los norteamericanos que «una casa dividida contra sí misma no puede permanecer». Luego, en la vertiginosa América de los sesenta, segundo gran escenario de la nunca acabada revolución racial por la igualdad, todos los protagonistas se hicieron presentes desde la fuerza de la fe, ya fuera a través del verbo evangélico del reverendo Martin Luther King, del verbo vengador y mahometano de Malcolm X y Muhammad Ali, o de la voz sobrenatural y transverberada de aquella profeta que fue Aretha Franklin. Una voz que era una Iglesia, la Iglesia del negro. Esa confesión que nace en los campos de esclavos, como el baptisterio invisible de una comunidad de dolor y ensimismada, que se dice evangélicamente a sí misma a través no del canto, sino del cante, como diferenciarían en Jerez nuestros gitanos. Ellos también horadaron ese tránsito religioso del grito a la armonía, de la pena a la fiesta. ¡Negros! ¡Negros! ¡Negros! ¡Negros! ¡Gitanos! ¡Gitanos! ¡Gitanos! ¡Gitanos!, custodios ambos, como vería Lorca, de un compás intransferible. 
 
En 1972, en el New Temple Missionary Baptist Church de Los Ángeles, Aretha Franklin fue convocada para recibir el cetro de la música religiosa negra. Para ese honor ella tenía la legitimidad de origen que da la sangre. Hija de una legendaria intérprete de soul, Barbara Franklin, su paisaje uterino fue el de la New Bethel Baptist Church, de Detroit, lugar donde predicaba su padre, el celebérrimo pastor Clarence LaVaughn Franklin, y adonde peregrinaban aquellas voces que, junto con la de su propia madre, iban a definir su aproximación musical al góspel. Voces con la majestad de Clara Ward, James Cleveland o Mahalia Jackson, que sonaron como música de fondo de una ardiente biografía, en la que pronto Aretha, quien a los 14 años ya tenía dos hijos, abandonó la infancia para prestar las necesarias armas de la madurez a su causa artística. 
 
Pero además de esa legitimidad genética, en 1971, a sus 45 años, Aretha Franklin disfrutaba ya de una legitimidad en el ejercicio del oficio. De ese lugar de autoridad en el que se sentaban James Brown, Sam Cooke, Etta James o Ray Charles. Así que cuando es convocada para hacer dos grabaciones nocturnas de góspel en el New Temple Missionary Baptist Church, la Franklin era ya una monarquía en sí misma. Era reina, sí, mas no era aún la suma sacerdotisa que a partir de ese momento iba a ser. 
 
 
En el origen de la confesión baptista en los Estados Unidos está la persona del reverendo Williams, quien estableció la primera comunidad de esta congregación en Rhode Island. De entre sus muchas frases célebres hay una que sintetiza a la perfección el reto que asumió Aretha Franklin cuando accedió a grabar Amazing Grace en el templo de Los Ángeles: «Hay que levantar un muro para que el desierto del Estado no contamine el jardín de la Iglesia». Y es que Aretha había conquistado ya la sociedad norteamericana, era y fue hasta su muerte un icono patriótico de la lucha por los derechos civiles y ahí quedará para siempre, como sello de esa empresa, su interpretación de «My Country Tis of Thee»en la primera toma de posesión de Obama. Sin embargo, el desafío más severo es siempre el de la propia comunidad, profetizar en la propia arena, más cuando esta es una arena codificada de fervorosa creencia. En definitiva, una vez dado al césar lo que es el de césar, había que dar a Dios lo que es de Dios (Mateo 20, 21). En el New Temple Missionary Baptist Churchde Los Ángeles, frente a su padre, a la vera del reverendo Cleveland, y entre un íntimo coro de ¡Negros! ¡Negros! ¡Negros! ¡Negros!, la Franklin escaló el Everest del góspel, ejecutando el recital religioso más célebre de la música negra. Aretha en la Missionary Baptist ChurchesAli en Kinshasa,Camarón en Paris, Paula en Vista Alegre, o quizá mejor, Händel descubriendo El Mesias en el Great Music Hallde Dublin. Un momento sublime de la humanidad, en definitiva. 
 
 
Dicho momento fue filmado. La Warner, quien había adquirido los derechos de esas grabaciones, encargó esta tarea a un joven director llamado Sydney Pollack. La filmación se llevó a cabo, pero la película nunca ha podido verse hasta ahora, años después de la muerte de Aretha, quien hasta en tres ocasiones impidió judicialmente que se proyectara el trabajo. El que en su día la Warner no pudiera explotar la grabación de Amazing Grace se debe a los graves defectos de la misma, en concreto, a la descoordinación entre las imágenes y el audio. Unos defectos que la tecnología actual pudo felizmente enmendar. En cualquier caso, el cometido de filmar esas sesiones era un cometido casi imposible. Y es que, en último término, no se trataba de registrar la música, sino otra cosa que no tiene nada que ver con la representación y que raramente tolera el filtro de la cámara: se trataba de filmar la religión, el acto de fe, la palabra encendida. El otro milagro de Amazing Grace reside, en este sentido, en que Sydney lo consigue. Y lo hace a través de la reducción del cine a una vicaria función de testigo. Amazing Grace no es un documental, es un testimonio, y como tal, solo puede verse como quien asiste a una experiencia religiosa. En la película uno puede entrar en ese sagrado refugio religioso que es la música negra. Es un mundo de rostros que retumban y brillan, filmados aquí con una perfecta apoteosis de luz, filmados con amor. Intruso accidental en ese paraíso de redención, uno tiene que ver esta película como con la cautela de no ser descubierto. Sentado en un lugar secundario, como se le ve a Mick Jagger, en algún plano. Allí, en un ladito, callado, sin meter baza. Seguro que nostálgico de unos zapatos de cocodrilo, de una grasa en el pelo, de una piel de visón, de unos oros que nunca él podrá llevar con esa misma autenticidad. En definitiva, como cualquier otro payo en una zambra. Víctor J. Vázquez