San Sebastián 19 #4: Fuego

– San Sebastián 19 #4: Fuego –

Decía Jonas Mekas en su ‘Diario de Cine’: 

 
«¿No tenemos ya suficiente fealdad? ¿Y no sabemos ya todo esto? ¿Por qué combatir la fealdad con la fealdad, la estupidez con la estupidez, mostrando aún más y más? ¿Por qué no crear algo bello para combatir la fealdad? No es que yo sea partidario del escapismo (aunque no haya en él nada de malo). René Clair no fue un escapista en Para nosotros la libertad (À nous la liberté, 1931). Y Chaplin nunca lo fue. Ningún poeta lo es. Ni lo son los tulipanes, los sauces, Louise Brooks o las grullas. Pero combaten la fealdad solamente con estar allí, emanando paz, verdad y belleza». 
 
 
Me acuerdo de este párrafo del ‘Diario de Cine’ de Mekas viendo dos películas antagónicas, Ema, de Pablo Larraín (presentada en la sección Perlas) y Pacified (Sección Oficial), de director norteamericano, Paxton Winters, aunque brasileña de cabo a rabo. La primera supone la vuelta de Larraín a los planteamientos de El club tras el pequeño respiro que supuso su incursión hollywoodiense (Jackie) y genérica (Neruda). El cineasta chileno vuelve, pues, a señalar con el dedo, a juzgar con desprecio a sus personajes, también al espectador. La cosa en Ema empieza con un semáforo ardiendo y una chica joven que lo observa sujetando un lanzallamas. Es solo la primera de las metáforas obvias (imágenes-meme) a las que se consagrará Larraín, que tampoco dudará en abrir hilo (diálogos-tuit) a lo largo de su película-clickbait. Inmediatamente asistimos a un enfrentamiento dialéctico entre la misma chica, la Ema encarnada con fuerza por una Mariana Di Girolamo a la que es una gozada escuchar masticar las palabras, y Gastón, al que da vida un Gael García Bernal merecedor de mejor suerte. Se suceden reproches, insultos, esputos verbales. Porque para Larraín la verdad siempre es un asunto sucio que hay que dirimir a navajazos. Para Larraín la verdad siempre empieza con aquel «curita, curita» enfermizo que articulaba El club. Entendemos pronto que la pareja que se está arrancando la piel a tiras acaba de “devolver” al hijo que habían adoptado. Porque el niño en cuestión ha empezado a dar signos de violencia perturbadores: más tarde se nos dirá que ha quemado la cara a la hermana de Ema, dando rienda suelta a una aparente pulsión pirómana. Traumatizados y sin saber cómo hacer frente al asunto, la pareja se sume en una espiral autodestructiva en la que afloran los más bajos instintos. Larraín filma los toma y daca como el que observa algo pintoresco, sorprendente, con un ritmo de montaje cortante, como de comedia epatante. Hasta que Ema decide “empoderarse" urdiendo un enrevesado plan para volver al lado de su malogrado hijo adoptivo. Un camino de “empoderamiento” que no es más que una “venganza” contra el sistema heteropatriarcal. Porque para Larraín nunca ha habido redención posible para la sociedad que no pase por aplastar como hormigas a todos los «culpables» bajo su dedo gordo.

Quemarlo todo para volver a sembrar encima. Solo que el incendio es tan espectacular como caprichoso, puro artificio, uno de esos ejercicios de mala conciencia burguesa. El terreno a su paso queda totalmente estéril. Sin salir del fuego — Ema cogerá el gusto a salir con un lanzallamas a quemar cosas, acaso así entendiendo a ese hijo de una sociedad enferma — Larraín introduce el elemento más populista de este spot de sí mismo: el fuegote. El reggaeton como vía de expresión y liberación de los cuerpos femeninos de sus protagonistas. Y por si no queda claro, se reserva una conversación al respecto entre un Gael García Bernal que desprecia y no entiende el perreo — al que considera como algo denigrante, simplón y zafio— y una de las amigas del grupo de Ema, que le hace un mansplaining a toda la platea por boca de su autor. Puro populismo de redes sociales: Larraín filma las escenas de baile con la misma textura y coreografía flotante que las promos del concurso-reality Fama: a bailar. Pequeños extractos musicales de lenguaje publicitario y un núcleo de baile que se pretende revolucionario pero que no deja de estar conformado por atractivos cuerpos heteronormativos. Cuerpos que se nos mostrarán desnudos y estilizados cuando participen en orgías ¿catárticas? bañadas en neón. En Ema, en sintonía con su capitalización del discurso feminista, el reggaeton que suena de fondo no es el de la calle — contradictorio, incorrecto, sexualizado — sino una depuración electrónica de sugerente voz femenina. «Pobres, se creen que bailamos para ellos» dice una de las chicas. ¿Sabrán que en realidad solo bailan para Larraín? Sea como fuere, el montaje sincopado nos lleva hasta su final, en el que los dos hombres de la película — un bombero iluso e infiel y un coreógrafo ególatra que desconoce que está condicionado por la educación heteropatriarcal como el que más — observan desde la cocina, estupefactos, cómo son ahora las mujeres las que se sientan a la mesa, bajo un nuevo orden líquido conseguido a base de fuego y destrucción. Una cosa queda clara en esta película tramposa: echarle fuego al fuego solo produce chamusquina. 

 

 
Al otro lado nos encontramos Pacified, situada en una favela de Río de Janeiro con la resaca de los Juegos Olímpicos de 2016 de telón de fondo (lo que ya nos regala una de las imágenes del film: aquella en la que la joven chica protagonista observa desde un terraplén de la favela los fuegos artificiales que salen despedidos desde el campo de fútbol, situado a lo lejos en la ciudad). La dirige el norteamericano y desconocido Paxton Winters, y la produce Darren Aronofsky. Dos singularidades que ya plantean dos incógnitas: ¿cómo filma un director norteamericano con tanta familiaridad las singularidades de una favela de Brasil? ¿Y qué hace el director de Mother! y la ahora defenestrada Fox en la producción? A la segunda pregunta le responde la pura arbitrariedad: Winters conoció a Aronofsky de casualidad en un festival hace ya casi veinte años cuando este presentaba Requiem for a dream. De esa amistad nace ahora el impulso al proyecto personal de un viejo amigo. A la primera pregunta le responde la más pura determinación: de filmar las favelas y de hacerlo de manera justa. Una determinación que llevó a Paxton a convertir los seis meses iniciales de convivencia con la comunidad de la favela en ocho años. La comunidad es la de Morro dos Prazeres, con chabolas y calles desperdigadas sobre el costado de una colina como granos de sal sobre una lubina (lo que ya nos regala otra de las imágenes del film: el travelling vertical de un drone en su lenta subida por la empinada loma). Se trata de la misma “colina de los placeres” que visitara en su día José Padilha en Tropa de élite, pero la motivación de Winters pasa por mostrar la dignidad y la belleza que resiste obstinada hasta en el peor de los sitios y en la peor de las situaciones. Todo empieza con la joven Tati (interpretada con mucha intuición por la hermosa adolescente Cassia Gil) tratando de conectar con su padre, Jaca, con el que no ha tenido nunca contacto puesto que acaba de salir de pasar trece años en la cárcel. Antes de entrar preso, Jaca era el líder de la comunidad y el jefe del narcotráfico en la zona. Un “padrino”. A su salida, su puesto lo ocupa un joven al que designó como sucesor en su ausencia pero que ahora, tantos años después, gobierna como un matón de ciudad y no como un patriarca de barrio. «Pero… ¿te has metido anabolizantes?». La comunidad de la favela ve en la salida del viejo Jaca la oportunidad de recuperar a un líder benévolo donde ahora hay un jefe que los somete. Ambos, vecinos y la joven Tati, ven en la vuelta de Jaca la oportunidad de recuperar una figura paterna en un mundo bastardo. La misma oportunidad de la que se vale Winters para trazar un relato afectivo en clave de thriller y western que retrata cómo solo la decisión (metafísica) de la bondad basta para que la dignidad se abra paso entre balas, pobreza y otras formas de la violencia estructural. La misma decisión que rigen las imágenes de Winters, al que le sirve un fuera de campo (un turbio embarazo no deseado de una menor) para dejar claro que él no combate la fealdad con fealdad. Sin grandes aspavientos y un esqueleto arquetípico funcional, el norteamericano confía en sus actores locales — todos fabulosos, en especial su protagonista, Bukassa Kabengele, desde ya uno de los grandes mostachos morales del cine —, es decir, en filmar a la comunidad que se le muestra. Pacified se revela así como una película de género eficaz y un retrato social digno. Que no se nos olvide nunca que el fuego también puede dar calor y luz. A.L.