San Sebastián 19 #6: Acuérdate de vivir

– San Sebastián 19 #6: Acuérdate de vivir –

¿Conocen a Álvaro Arroba? Quizás les suene su nombre como el del principal impulsor de la restitución de Gonzalo García Pelayo (Vivir en Sevilla), al que nos descubrió como un cineasta valioso e insólito en nuestra cinematografía. También puede que les suene por ser el tipo que puso en valor a Francisco Regueiro, señalando con el ejemplo desde Argentina el olvido histórico a la Seminci. O quizás el nombre les recuerde a la portada del primer (¿y único?) libro publicado en España sobre Claire Denis, hace ya más de una década. O puede que el vallisoletano — aunque a veces es bilbaíno— les retrotraiga a la extinta ‘Letras de Cine’, donde escribió apasionadamente sobre Nobuhiro Suwa y Jia Zhangke en el justo momento en el que había que hacerlo. Y de Oliveira, Rita Azevedo Gomes y un puñado de portugueses de Iberia. Y de muchos más. Aunque casi más importante que lo que ha escrito es todo lo que ha dejado sin escribir. Porque el ya mítico abrazo a pie de pantalla cannoise que todos seguimos por Twitter con devoción radiofónica es incluso más importante que cualquier texto que haya escrito sobre Apichatpong. Álvaro pertenece a esa rara estirpe de autores sin obra, de críticos sin publicación, de programadores sin festival. Un tipo que, sin dedicarse profesionalmente a esto de la crítica de cine, siempre ha ido un paso por delante de las revistas especializadas. Publicaciones que cuando quieren apropiarse de algún autor o alguna cinematografía lo pueden intentar porque en primer lugar alguien les hizo llegar algún enlace de Arroba. Y es que él tiene enlaces de películas hasta antes de que se filmen. Pero lo suyo no va de querer apuntarse ningún tanto, sino de compartir el disfrute. Arroba es un pasante generoso y un erudito alegre que ha hecho más por la circulación del cine en España que todos los cuadernillos especiales publicados y encuadernados en piel de cocodrilo. Porque la cinefilia de Arroba es la de una juventud en marcha, no la de las editoriales desde el púlpito y el caballo dinero. Arroba es uno de los secretos mejor guardados de la cinefilia nacional. Un tipo con el que todos han hablado en algún momento, pero del que nadie sería capaz de asegurar dónde vive, de qué trabaja ni cómo tiene tiempo de ver tanto cine sin dejar nunca de estar en las calles y los bares. Un tipo que ha sido visto en varios festivales a la vez. Arroba es, digámoslo ya, el Tom Bombadil de la crítica. 
 

En fin, que íbamos camino a una de las sesiones de la retrospectiva de Roberto Gavaldón que celebra este año el Festival de San Sebastián en los cines Príncipe cuando, de repente, alguien nos mete entre sus brazos de un empujón. Nos despejamos del desconcierto y ahí estaba: se trataba de uno de esos abrazos de lucha canaria a los que acostumbra Álvaro Arroba. «¿Habéis visto Acuérdate de vivir? Es algo impresionante». ¿Qué hacía Arroba, ahora sito en Buenos Aires, en San Sebastián? Quién sabe. Lo cierto es que íbamos a ver otra película del mexicano, de cuyo título ya ni nos acordamos, pero el encuentro casual nos retrasó y para cuando llegamos ya era demasiado tarde. ¿Cuál era la siguiente sesión disponible de Gavaldón? Acuérdate de vivir. Cosas de Arroba.

Efectivamente, de Acuérdate de vivir (1953) sale uno transfigurado como Jesús en la montaña. De la historia es preferible no desvelar demasiado para dejarse embriagar por su carrusel melodramático, pero digamos que la cosa va de una profesora de piano que antepone la felicidad de los demás — primero de sus hermanas, luego de sus empleadores — a la propia, y a poco que se despiste corre el peligro de quedar para vestir santos. Quizás lo más adecuado sea recurrir a la brillante definición del colega Dani de Partearroyo (búsquenlo en Cinemanía): «Mary Poppins dirigida por Orson Welles». Porque desde lo puramente popular — un melodrama musical de pasiones truncadas y traumas de familia — Gavaldón se consagra a un cine total en el que cada escena puede doblarse y desdoblarse ante nuestros ojos con un sencillo movimiento de manos. Elipsis que se suceden como trucos de magia (¡quince años de un portazo tremendo!), fundidos y sobreimpresiones que nos dejan flotando en el éter de lo onírico (hay dos escenas con un tocadiscos de por medio que no desentonarían en Mulholland Drive), un arrebato de ideas de puesta en escena que no escatima en su despliegue pero que nunca fanfarronea (¡esa grúa que recorre los pináculos rosados de la Parroquia de San Miguel de Arcángel en Guanajuato!). Gavaldón quiere que cada escena sea un tango, pero sin pisarte los pies y cuidando siempre de no extenuarte antes de proponerte el siguiente baile. Tomemos como ejemplo la propia estructura de la película, diferenciada de manera clara en tres bloques que son casi tres películas. Bien, la pasión es tal que para cuando un personaje del primer bloque vuelve de improviso en el segundo acto, su regreso es una aparición casi dreyeriana; Gavaldón lo introduce sin mediar aviso, casi como si fuera un espectro que se ha colado de la anterior bobina. O ese otro momento en el que Libertad Lamarque — ¡qué actriz viejoven! — entona esta canción en un aula escolar y con una simple máscara de zorro (!!) la escena transmuta en una cosa salida de los sueños de Léos Carax. En fin, que Acuérdate de vivir, es de esas películas ante las que uno nunca puede estar seguro de que, al volver a verlas, vaya a ser tal como lo recuerda. Una película tan viva que se queda uno arrobado.