San Sebastián #6: Pattinson y el agujero negro

– San Sebastián #6: Pattinson y el agujero negro –

Sobre Pattinson, Claire Denis y la fuerza gravitatoria de los festivales

Volvamos a aquello de Steve Carrell que comentábamos el otro día a raíz de Beautiful Boy. Por un lado, decíamos, acudimos al cine a ver una determinada persona en pantalla. No hace falta que sea la personalidad fuerte de un Denzel Washington o un Tom Hanks. También puede ser una personalidad de media intensidad, a lo Joaquin Phoenix, o melosa y low key, como la de Owen Wilson. Gente a la que queremos ver haciendo cosas, sea enamorándose, desembarcando en Normandía o pegando martillazos contra una mafia de prostitución infantil. Las grandes estrellas de Hollywood, de Wayne a James Stewart, pertenecían a este grupo. Queremos ver a hombres y mujeres excepcionales, aquellos “bellos y verdaderos espíritus” que pueden cambiar el mundo, como nos decía Mekas. En el extremo opuesto están aquellos actores que que son todo intensidad y método, que interpretan como si el cine fuera una ciencia exacta. Sean Penn, Tom Hardy, Christian Bale y compañía. Bien, en medio hay otro tipo de actor. Como Robert Pattinson. Un tipo tan celoso de su intimidad, tan poco proclive a la aparición pública, que no terminamos de dilucidar su personalidad. Podemos adivinar que es un tipo tímido, humilde, algo retraído. Sensible. E inteligente. Pero eso es solo una conjetura. Es un actor esquivo. No existe tal cosa como "una película de Pattinson", como sí hay "películas de Bruce Willis" o "películas de Diane Keaton". Hay un punto ciego entorno a Pattinson que es el que nos seduce, como ese agujero negro al que todos se dirigen indefectiblemente en High Life, la contundente película que Claire Denis presenta hoy en Sección Oficial del Festival de San Sebastián. Y es ese punto ciego el que hace que Pattinson convenza como el misterioso convicto espacial del último tratado fílmico y filosófico (metafísica de la carne, y de los fluidos) de la autora de L’intrus. Pero también como vampiro que brilla con highlighter en una saga young adult. Porque Pattinson es precísamente, sin salirnos del agujero negro, una singularidad. Un tipo que quiere hacer cine de autor pero atrae a la inversión. Un tipo que puede ser leading o el más sutil de los secundarios. Lo de arriba abajo y lo de abajo arriba. Sabemos que Hanks nunca podría hacer de tipo hosco y violento. Pero a Pattinson sí nos lo creemos en la violencia soterrada de su personaje en High Life. También nos lo creeríamos como padre dedicado y amoroso. El actor líquido de nuestro tiempo, siempre fluctuando sobre la posibilidad de imponerse o de deshacerse en el entorno. Si me permiten la tontería. Tiene todo el sentido del mundo pues que Pattinson esté consagrando su carrera a trabajar con autores de los que siempre cabe esperar lo impredecible (James Gray, Claire Denis, los Safdie, Cronenberg, Assayas…). Como esos planos cósmicos inauditos de High Life. O esa alucinante liturgia corporal protagonizada por Juliette Binoche, unas cuerdas y un consolador. Un ritual de carne y efluvios, de luz, cuerpo y movimiento, que debería poner fin al prestigio absurdo de Under the skin, y propiciar que Grandrieux entregara de una vez las armas. O ese final hermoso y terrible con el que nos deja Denis – «esperanza y suicido», como apuntaba el colega Luis Martínez en su crónica de El Mundo. 

 
En el último Festival de Cannes, donde presentó Good Time, Pattinson se ausentó de las entrevistas personales dejando con la tarea a los hermanos Safdie. ¿El motivo? «A Robert le dan ataques de pánico, no le gusta hablar con la prensa». Sin embargo, hoy hemos hablado un rato con él y nos ha recibido tranquilo, con aplomo. Con un discurso que lanzaba ideas interesantes… que terminaban quedaban suspendidas a medio desarrollo entre las paredes de la suite del Hotel María Cristina, donde nos hemos encontrado. Como si ya estuviera pensando otra cosa diferente conforme iba pronunciando la frase. O quizás incapaz de verbalizar sus pensamientos. Cualquier de las dos opciones es plausible. Un tipo que abandonó el blockbuster para, por ejemplo, ser violado por una Juliette Binoche que anhela su semen en una nave espacial a mandos de la directora de Beau Travail. Un tipo objetivamente guapo, pero no de manera excesiva. Un tipo de estatura media, que viste razonablemente. Pero con una de esas cabelleras a las que solo pueden aspirar las estrellas de Hollywood. Como sabe cualquiera que se haya plantado delante de una estrella alguna vez, las piezas humanas están hechas de otro material en Hollywood. Pero Pattinson solo tiene de Hollywood el pelo, en el que ha enredado sus manos una y otra vez. El resto, según cómo se le filme. Cuando se levanta una vez concluida la entrevista se tropieza con el sofá, cayendo patósamente. Después, huye al baño. Como tantas veces hemos huido nosotros al baño. Pero con ese pelazo y esa filmografía a cuestas. Una singularidad. 
 
 
Una último apunte sobre High Life, a la que volveremos con más calma. Cuando salíamos de la sala, con la voz del propio Pattinson al frente de los Tindersticks, quizás solo teníamos una certeza respecto a lo que habíamos visto: ¿qué demonios hemos estado haciendo el resto de la semana? Un fenómeno peligroso muy propio de los festivales; te acabas acomodando a las medianías. Por pura supervivencia. Pero, ¿qué hacemos dedicando tanto tiempo a tratar de rascar virtudes en películas insatisfactorias? ¿Qué sentido tiene elucubrar sobre la pertinencia del vaticinado premio a mejor actriz para Eva Llorach después de ver a Binoche saltando al vacío, cuando además hace décadas que ya no necesitaría hacerlo? He aquí una película en la que sí merece pararse a explorar, pues un agujero negro habita en su interior.