San Sebastián #7: Artistas del crimen, crímenes del arte y una fiesta doble

– San Sebastián #7: Artistas del crimen, crímenes del arte y una fiesta doble –

Hace dos noches estuvimos en la fiesta de Quién te cantará, la nueva película de Carlos Vermut, que debuta en la Sección Oficial de San Sebastián. O eso creo. En realidad, estaba el propio Vermut, y Eva Llorach, a la que todo el mundo da como ganadora este sábado. También Natalia de Molina, y el productor Enrique López Lavigne. Y Paco Plaza. Y mucha gente más. Pero eso tampoco aclaró mucho la cosa. Porque cuando llegamos al local – un bar situado en un barco varado en la arena – estaba lleno de gente. De «gente normal», como definió alguien en un divertido desliz (lo que nos convierte a nosotros en subnormales, supongo). Total, que aquello ya era una fiesta. No la fiesta de Quién te cantará. Una fiesta comola de cualquier fin de semana. ¿Quizás nos habíamos equivocado de sitio? En estas estábamos cuando reconocemos la espalda del amigo Luis Martínez, crítico de El Mundo. Solo que no era él. Era un tipo que se le parecía mucho. Segundo intento: allí está Philipp Engel, querido bon vivant de la desmantelada redacción de Fotogramas. Tampoco era él. ¿Cuáles son las probabilidades de que dos tipos vistan como un psicoanalista vienés en el Festival de San Sebastián de 2018? ¿Y si la fiesta de Quién te cantará era una fiesta de dobles? ¿Una fiesta temática de doppelgangers como homenaje al juego de espejos de la película? Entonces Vermut hace acto de presencia. Pero lo observamos y la trama se complica: parece desubicado, buscando con la mirada a alguien y leemos en su rostro que él mismo se está haciendo la misma pregunta: ¿me habré equivocado de sitio? Poco después llega Lavigne que ve a Vermut desde la acera. Después agentes de prensa que ven a Lavigne. Y críticos que ven entrar a los agentes de prensa. Y hasta un actor de Al salir de clase. Eso sí, seguía sin estar muy claro si estábamos en la fiesta de Quién te cantará o si la fiesta de Quién te cantará se formó progresivamente como una absurda cadena que hubiera hecho muy feliz a Fibonacci. 
 
Sea como fuere, acabamos bailando en el único local que permanece abierto de madrugada durante la semana del festival. Un sitio subterráneo y desconcertantemente sobreiluminado que responde al nombre Friends, como si fuera el local de una teleserie, como si fuera el bar al que acuden los personajes de Nada es para siempre. Un sitio en el que ponen música como de esos recopilatorios rollo Ibiza Mix 98. Esa clase de sitios en los que pagas cinco euros por una cerveza y un baile mal tirao de I’m blue (da ba dee) de Eiffel 65 y cuando te vienes a dar cuenta el daño ya está hecho. Un sitio terrible en el que, claro, hemos acabado demasiadas noches. El caso es que allí estuvimos bailando “makinón” con la buena de Natalia de Molina, premio a la bailonga de esta edición. Por allí estaban también las chicas dicharacheras de Las hijas del fuego, la película argentina sobre el poliamor que ganó Bafici y sobre la que corrieron ríos de tinta. Eran un grupo de unas diez chicas, todas uniformadas con camiseta promocional (“agentes del caos”) y que se desplazaban siempre en bloque, como aquellos hermanos mafiosos de Los autos locos que iban todos en el mismo coche.

 
De delincuentes y de bailes también va El Ángel, presentada en las Perlas de Donostia, tras su paso por el Un certain regard del Festival de Cannes. La cosa va de las andanzas criminales del joven Carlitos Robledo Puch, que conmocionó a la sociedad argentina de los años 70. De Carlitos escandalizaban dos cosas: su juventud plena y la jovialidad con la que Carlitos perpetraba sus asesinatos y robos, la misma indiferencia con la que luego los admitía una vez preso. Esa dimensión es precísamente la que fascina al director de El Ángel, el argentino Luis Ortega, que opta por eliminar de la ecuación cualquier atisbo condenatorio y se entrega a un retrato pop enérgico y musical de un personaje conflictivo al que observa con cariño. Decisión que ha levantado ampollas en su país natal, pero que a la postre se revela como una resolución acertada: no es sino a través de la propia personalidad despreocupada y resoluta de Carlitos como podemos empezar a entenderlo. A comprender sus actos obscenos ejecutados con alegría. En un momento de la película se establecen paralelismos entre el artista y el criminal. Nada nuevo, ya saben: aquello de que son personajes que están al margen de las convenciones y estructuras sociales. Y lo están porque es la propia condición que los posibilita. Un artista lo hace para expresar sus ideas, su manera de entender la vida. Un criminal puede que también, no siempre, claro. Luego ya se pueden tomar todas las consideraciones morales oportunas (que lo son). El caso es que Carlitos, un chico de rubios tirabuzones y ambigüedad andrógina, simplemente se niega a ocupar el lugar que le ha tocado. «Trabajas más horas que yo, pero yo tengo más plata», responde a su padre cuando le recrimina su vida al margen de la ley. Carlitos no quiere oír hablar ni de la clase media, ni del trabajo, ni del esfuerzo y el sacrificio. Carlitos quiere vivir la vida «ahora». Para Carlitos todo es una joda, aunque no como las de Videomatch, porque después del balazo nadie se levanta. Un tipo amoral con la férrea convicción de que el mundo es suyo. No puede ser del otro, ¿eso cómo va a ser? En fin, que los asesinatos y los robos se filman como si pertenecieran al universo de ficción de Snatch, cerdos y diamantes. O al de los patosos criminales de las comedias de los Coen. Estilosos o absurdos, casi cartoon. Y el gran drama para Carlitos no es que esté cometiendo asesinatos a sangre fría, si no la constatación de que su vida libérrima y a todo trapo tiene los días contados. Un planteamiento interesante para una película que se quiere medir con Scorsese y Tarantino pero que, sin embargo, encuentra sus momentos más divertidos y hondos como delirante comedia queer. Porque en su búsqueda de la vida sublime, Carlitos parece no renegar a enamorarse de su compañero de fechorías. O de quien haga falta. Porque entre Carlitos y Ricardo (Chino Darín, grata sorpresa) y su padre (Daniel Fanego) hay un triángulo descacharrante y entrañable. Ya saben que de la celebración de la hombría desaforada al homoerotismo no dista ni un paso. Quizás solo un huevo colgandero. Ya lo verán, ya. 


 

De la mirada empática de El Ángel pasamos a la mirada equidistante de Neon Heart, primer largometraje del danés Laurits Frensted-Jensen, con puesta de largo en la sección New Directors. Neon Heart nos presenta a tres personajes perdidos que tratan de sobrevivir en un mundo horrible. Laura es una chica joven que vuelve a su país natal después de verse obligada a probar fortuna en Estados Unidos en el sórdido mundo del porno. Ahora vuelve con un bebé a cuestas, que entendemos que probablemente sea de su ex-pareja, Niklas. Niklas es drogadicto, ahora rehabilitado, pero con puntuales recaídas. Un personaje torturado que no quiere saber nada de Laura, y que solo encuentra la redención haciéndose cargo de dos chicos con síndrome de Down en un centro de voluntarios. El hermano de Niklas, Frederik vive una confusa adolescencia que le ha llevado a coquetear con los grupos violentos de ultraderecha. Es una película dura filmada razonablemente. Sin excesivo morbo pero inmisericorde. Una de esas miradas pretendidamente neutras tan queridas en el cine europeo de las últimas décadas. Vemos la agonía de un chico parapléjico arrastrándose por el suelo poco después de intentar abusar de su cuidadora, Laura, a la que ha reconocido de su pasado como webcamer sexual. Vemos a Niklas regalando una tarde en un prostíbulo a sus dos protegidos, a los que las prostitutas tratan con cariño y consideración. También el intento de Frederik por asaltar a un homosexual. Vemos muchas cosas, todas plausibles, todas jodidas en mayor o menor grado Cosas que, sospecho, nos quedan tan lejos a mí como al director. Y luego me pregunto realmente para qué hemos visto todo eso. 

 

 
Pero siempre puede ir todo a peor: aquí llega Jaime Rosales a la sección Perlas. Petra se quiere un thriller impactante, que desafíe al espectador, que lo agarre del cuello y no lo suelte. Y es una cosa bien ridícula y caprichosa. Hasta con coros solemnes de fondo. Pretenciosa e inofensiva, si acaso irritante por la tomadura de pelo. Una película protagonizada por personajes que sufren, y un tipo al que se la sopla todo y actúa disfrutando de su inmoralidad como un gorrino, porque es artista y rico y está en una película de Rosales. Una patochada de retrato del mal que quiere reflexionar también sobre la moral y el arte, pero que solo tiene salvación posible como negrísima parodia involuntaria de una burguesía fatal (catalana para más inri). Rosales desprecia a sus personajes y, por tanto, desprecia a sus espectadores. Si sus personajes son una y otra vez sometidos, el espectador va de la mano: montaje desordenado para que el golpe sea mayor (ie: primero la tragedia, después el enamoramiento previo). La clase de película que se reserva el desnudo frontal de una señora de avanzada edad como gesto de impacto. Una porquería, vaya. Permitidme que vuelva a Mekas. Pero antes una pequeña reflexión: ¿cómo es posible que a un mismo crítico le pueda gustar Petra y, qué sé yo, una película de John Ford? 
 
9 de abril de 1964
SOBRE LA BONDAD Y EL CINE
«Solo las películas costosas, brillantes, estrepitosas, tienen la oportunidad de conseguir la aprobación inmediata de los críticos. El cine más humilde está abandonado a su propia suerte. Open the door and see all the people (de Jerome Hill) tuvo mala suerte. No es estrepitosa, no es brillante, no hay en ella demasiada acción. Sobre todo, está llena de bondad y de encanto. La bondad, sin embargo, nos aburre a la mayoría de nosotros (y los críticos no son diferentes). El mal es excitante. La muerte, el crimen, nos atraen. El mal es como la pimienta roja. Vamos al cine para saborear los siete pecados. Pero la bondad nos aburre, la quietud nos aburre, la simplicidad nos aburre. Hasta el amor nos aburre, a menos que sea pervertido. Todos los placeres se han vuelto pervertidos, están al borde de la autodestrucción. Las palabras amateur (que viene de amor) y casero son utilizadas para describir algo en sentido peyorativo. 
Pero yo podría decirles que la más bella poesía cinematográfica será revelada algún día por el cine casero de 8mm; poesía simple, con niños sobre la hierba y criaturas en brazos de su madre, y con todo ese pudor y esas payasadas delante de la cámara. Hay poesía en las películas caseras, y de todos modos el New York Times es un periódico ignorante. 
 
La bondad y la humildad del hombre que está detrás de Open the Door and see all the people, de un hombre humilde haciendo sus películas, ocupándose de lo suyo, y divirtiéndose – algo que se nota en cada imagen de la película-, esto es lo que yo argumento en contra de la arrogancia y de la pretensión de los críticos. ¿Y con quién creen que me quedaré?»