SEFF'18: Pablo Llorca

– SEFF'18: Pablo Llorca –

El viaje a Kioto
DE PABLO LLORCA
CON CARLOS DOMINGO, RAFAEL ROJAS, MARÍA JESÚS GARRIDO
SECCIÓN REVOLUCIONES PERMANENTES
 
El de Pablo Llorca (Madrid, 1963) es, sin duda, uno de los casos más singulares del último cine español, único en su especie de francotirador marginal y autónomo empeñado en contar el aquí y el ahora de este país desde la devoción narrativa más depurada. Su nueva película llega este mes al Festival de Sevilla, una buena excusa para repasar su trayectoria y hablar con él de producción estilo guerrilla y, también, un poco de política. 
 
Desde que debutara hace casi treinta años con Venecias (1989), a la que seguirían Jardines colgantes (1993) y Todas hieren (1997), todavía dentro de una voluntad «autorial» de juventud y unas formas estéticas «de calidad» cercanas al fantástico, Pablo Llorca parece haberse empeñado en alejarse paulatinamente de la institución cinematográfica, de sus maneras y peajes, para hacer de su trabajo artesanal a destajo, a suerte de una película al año, una verdadera isla de autosuficiencia a prueba de ego, subvenciones, encargos, grupos, corrientes, modas y, por supuesto, de grandes audiencias o la aprobación de la crítica.   

A través de películas como La cicatriz, Uno de los dos no puede estar equivocado, El mundo que fue y el que es, Recoletos (arriba y abajo), Un ramo de cactus, El gran salto adelante, Días color naranja, Ternura y la tercera persona y, ahora, El viaje a Kioto, Llorca ha ido adelgazando y controlando poco a poco sus producciones, también su «no-estilo», siempre austero y seco, apartándose voluntariamente de todo contexto industrial como gesto de independencia sin contrarios ni oposición a nada, gestionada desde su propia productora (La cicatriz) para hacer películas en las que tampoco renuncia a ciertas ambiciones de escala o género (el cine histórico-político ambientado en épocas pasadas, los repartos amplios, numerosas localizaciones) que desafían a priori la condición povera de sus proyectos.

Desde que abrazara el soporte digital en La espalda de Dios (2001), parece como si Llorca se hubiera empeñado en hacer de este la herramienta idónea no solo para el abaratamiento de costes y la absoluta autonomía de producción, sino también para aquilatar un cine de imágenes concretas y justas, de texturas nítidas que parecen buscar el esqueleto material del lenguaje narrativo como ejercicio de cuestionamiento de los valores «artísticos» del cine. Una experiencia tan radical que, como no puede ser de otra forma, apenas ha encontrado visibilidad (y culto, tal vez a su pesar) más allá de contados festivales y círculos de incondicionales.

En las presentaciones y entrevistas, Llorca se muestra además parco en explicaciones, análisis e interpretaciones de su propia obra, que suele despachar siempre a partir de sus personajes, su contexto social y sus motivaciones, como si su cometido fuera únicamente el de seguir haciendo, seguir trabajando a su manera, seguir contando historias que queden como archivo ficcional del tiempo que nos ha tocado vivir. Toda una política del cine en definitiva.

Días de color naranja (2016)

¿En qué medida o a qué nivel diría que el suyo es un cine «político»?
Es una reflexión difícil. En un primer grado, diríamos que cine político es aquel que hace de un tema político una cuestión concreta. Por otro lado, la política abarca muchas cosas y todo cine es político. Pero si todo cine es político, ¿qué es realmente hacer «cine político»? No creo que mi cine lo sea, si bien es cierto que en algunas películas he tratado la política de manera más directa, como en País de todo a 100, a propósito de la crisis. Mis filmes tratan del aquí y ahora y de personajes que están inscritos en lo social. 
 
Últimamente hay un cierto cine español industrial (B, El reino, Animales sin collar) que intenta hablar del aquí y ahora desde una perspectiva política, pero que evita llamar a las cosas, las personas, las empresas, los medios o los partidos por su nombre…  

A excepción de B, que sí entra de lleno —y sin haber visto los otros títulos que mencionas—, está claro que se marca desde la propia producción lo que puede o no decirse. Cuando se es pobre, como es mi caso, uno tiene poco que perder y, por lo tanto, se puede permitir más cosas, esto es de Perogrullo. Si trabajas con dinero, cadenas de televisión o empresas con muchos intereses económicos, evidentemente no vas a soltar burradas, burradas que son verdades. Sobre todo en el ambiente español o europeo, donde se mueve tanto dinero público. En Estados Unidos es distinto, porque se trata de un ámbito privado y, a lo mejor, decir o denunciar cosas gordas da incluso más dinero. Yo tampoco hago mística de la pobreza: es una cosa muy triste, pero creo que en el arte y en el cine tiene algunas ventajas, entre ellas poder señalar a las cosas con el dedo y decir lo que son.     

¿Cuál es su percepción de la relación de las nuevas generaciones con la política, un tema que ha aparecido en sus últimas películas?
A mí, que ya tengo una edad y me meto en menos saraos que antes, ver el entusiasmo de los jóvenes y su compromiso social, o de generar debates, me parece estupendo. Otra cosa son las decepciones cuando llegan las elecciones. Lo que me importa realmente es el futuro de Europa y su actual deriva hacia el fascismo. El interés de todos los partidos de ultraderecha emergentes o en los gobiernos europeos es claro: destruir la Unión Europea, que es lo único que les impide desarrollar hoy por hoy sus políticas fascistas, racistas y xenófobas. 
 
En este contexto europeo, ¿el caso español tiene alguna singularidad? 
Aquí tenemos en la memoria reciente el franquismo, que aún funciona como barrera de contención. Afortunadamente, el PP ha conseguido aglutinar, aminorar y suavizar a la extrema derecha de este país, pero habrá que ver qué pasa después del despechugue sociológico de los últimos meses de un partido como Vox. A eso sumémosle el asunto del nacionalismo, que opera en cierta forma como la inmigración: no son temas que estén entre las preocupaciones fundamentales de los españoles, son inquietudes ficticias utilizadas por los partidos para dotarse de argumentos que no existen. Veremos qué pasa con la mezcla explosiva de bandera española, inmigración e intolerancia. Si me pregunta sobre la situación política y social en España, puedo tener o aspiro a tener una idea clara. Sin embargo, cuando hago cine, y hay relaciones con lo social, esa claridad desaparece, porque mis películas, más que de política, buscan hablar de la complejidad humana, de cómo toda conducta responde a unos deseos y unas necesidades. 

Texto y entrevista por Manuel J. Lombardo, extracto de la entrevista completa publicada en Sofilm nº 56 (noviembre 2018)