«Si alguien se volviera loco en la calle, llamar a la policía sería lo peor que puedes hacer por esa persona…»
Su última película, First Cow, fue coronada como la gran ganadora en el pasado Festival de Gijón —premio a mejor película en la sección Albar (para cineastas consagrados)—, y actualmente puede verse en nuestros cines. Mientras, en Francia, el Centro Pompidou celebra su cine dedicándole una retrospectiva. Y la gran Kelly Reichardt hace una amarga declaración de impotencia frente a un mundo que está perdiendo el norte… Declaraciones recogidas por Valentin Lutz – Ilustración: Iris Hatzfeld
El Centro Pompidou le dedica una retrospectiva dentro del festival L’écologie des images. ¿Puede el arte tener un alcance importante en la promoción del respeto por el medioambiente?
No sé si tengo la respuesta a una pregunta tan amplia, pero el medioambiente no se convirtió en una cuestión relevante solo hace dos días y, sin embargo, no me parece que el arte haya tenido el efecto deseado. Recientemente leí una cita de Ken Loach, que básicamente decía lo decepcionado que estaba al darse cuenta de que el arte no produce ningún resultado político. He cambiado un poco su cita, pero es verdad: no hay pruebas de que el arte contribuya al cambio.
La naturaleza aparece en muchas de sus películas…
Si mis primeras películas se hicieron en exteriores, ello obedece a que no tenía presupuesto para rodar en interiores. Pero es cierto que en River of Grass también quería mostrar en el fondo lo que estaba pasando con los humedales. En general, cuando escribo, siempre empiezo visitando los lugares en los que me gustaría rodar, así que a veces las películas empiezan por los espacios. Pero la lucha del hombre o del capitalismo contra la naturaleza procede de los escritos de Jon Raymond, en quien me inspiro mucho. En Old Joy, por ejemplo, está la idea de que el hombre ataca la vida salvaje, unos espacios cada vez menos protegidos…
… Y viajó usted mucho por todo Estados Unidos, a esos estados rurales donde la actividad humana lo ha transformado todo. Parece que ha dejado de hacerlo…
Sí. Al principio eran viajes familiares y luego aquello se convirtió en un hobby cuando fui a la universidad. Había un sistema en virtud del cual podías conducir el coche de un propietario rico hasta su domicilio, así que conducías hasta Tennessee, por ejemplo, y esperabas allí a que el siguiente coche estuviera disponible. Pasé veranos enteros haciendo eso. Luego viví en Nueva York e hice películas en Oregón, de modo que habitualmente hacía esos largos viajes de ida y vuelta. Pero con el paso del tiempo, todo se volvió menos aventurero. Cuando dirigí Wendy y Lucy y Old Joy, recorrí el país durante semanas, y al final estaba todo el rato en las carreteras. Se había convertido más en una tarea que en un descubrimiento.
¿Se debe también a que los paisajes han cambiado demasiado?
Sí, ahora es deprimente viajar en coche, mientras antes solía ser muy inspirador. Es deprimente ver la poca imaginación con que estamos cambiando las cosas. Hoy en día, las principales carreteras que usamos son en su mayoría carreteras con comida basura y muchas cosas malas.
Decía usted que los coches y la arquitectura modernos se han vuelto «feos» y que tenemos que «vivir con la fealdad». ¿Se ha vuelto Estados Unidos uniformemente feo?
(Risas.) No, por supuesto, todavía hay belleza por descubrir. En la vida cotidiana no creo que esta tendencia de la que hablaba sea deliberada, no hay problemas con las máquinas de café, los coches o cualquier otra cosa. Pero en lo relativo a la belleza del paisaje, hay que ir cada vez más lejos de los caminos trillados para encontrarla. Las empresas y los negocios han ganado: hay muchísimas regulaciones ambientales que no han salido adelante en las últimas décadas…
Y, sin embargo, hoy en día existe precisamente ese desafío ecológico. ¿Es consciente Estados Unidos de lo que está en juego?
Creo que la gente ha comprendido los riesgos, pero también creo que parte de la población piensa que simplemente podrá pagar dinero para salir de los desastres que se avecinan. Aun así, cuando miras el número de personas que han tenido que dejar la tierra donde vivían sus familias para verse luego en una situación precaria… Es un momento muy deprimente para el medioambiente. Aquí en la Costa Oeste, hemos perdido los árboles más viejos por los incendios. Proporcionalmente, equivale a algo como el impacto de una bomba atómica. Y no creo que la Costa Este y el centro de Canadá haya entendido siquiera la magnitud de la devastación.
¿No sigue la población norteamericana demasiado aferrada al capitalismo y al productivismo como para preocuparse realmente por el medio ambiente?
¡Eso es! Estos son temas que están muy presentes en First Cow. Nos interesamos por los antecedentes en un momento en que la Costa Oeste aún no era estadounidense y el comercio empezaba a aparecer. E incluso antes de que todo se pusiera en marcha, ya existían unas estructuras de poder que siguen influyéndonos. También nos centramos en la caza del castor y sus efectos: diezmaron la población de castores, mucho más que la de búfalos, eso por no hablar de lo que se hizo con las poblaciones nativas… Vivieron allí durante siglos y, de repente, en unos pocos años, todo cambió por completo.
Además, las poblaciones nativas viven ahora en pequeñas reservas sin posibilidad de defender sus derechos.
Todo es cuestión de voluntad política. La crisis de la COVID ha demostrado una vez más cuánto han sufrido y siguen sufriendo los indígenas, lo difícil que les resulta beneficiarse de infraestructuras que están a kilómetros de sus hogares. Los nativos se vieron privados de sus derechos, aunque era difícil hacer un balance general: la situación variaba de un estado a otro y todos estos tenían relaciones muy diferentes con esa población. Pero también hay motivos para la esperanza: mientras rodábamos First Cow, el Chachalu Museum, que cuenta la historia de diferentes tribus autóctonas americanas, acababa de abrir en Grand Ronde. Los fundadores habían transformado completamente una escuela secundaria en un magnífico museo, muy inspirador y auténtico, así que también hay muchas buenas iniciativas.
En esos grandes espacios del interior de los Estados Unidos hay también otra realidad social, con una población muy aislada que votó en masa a Donald Trump. ¿Cómo se puede explicar esta elección?
Me cuesta mucho contestarle porque soy solo cineasta, y es muy difícil hablar de la actualidad. Son temas sobre los que se puede hablar durante horas sin llegar a una idea concreta: incluso tus amigos tienen opiniones políticas diferentes y, justo cuando crees que vas a llegar a un acuerdo, ni siquiera puedes estar seguro de dónde procede la información de los demás. Claramente, este es un momento muy especial sobre el cual no tenemos control. Vivo en Portland y justo fuera de mi casa hay tanta gente sin hogar… Y desde la muerte de George Floyd, la ciudad se ha vuelto muy conflictiva.
A raíz del movimiento Black Lives Matter, Portland registró semanas de intensas protestas. ¿Cómo lo vivió usted?
Es difícil hablar de ello. Al principio, todo comenzó de manera espontánea: la gente salió a la calle, y luego el movimiento comenzó a organizarse. Hubo un episodio en el que mil personas se arrodillaron en un puente al atardecer, durante nueve minutos, en silencio. Y luego el movimiento mutó con el tiempo, ahora varía según los lugares. Hoy en día, en Portland, cuesta saber quién hace qué exactamente, hay mucha violencia, y para mí, el mensaje se ha vuelto borroso. La gente argumenta que hay que destruir las cosas para reconstruirlas mejor, pero ya no entiendo el propósito. Claro que comprendo las críticas a la policía, pero no me entra en la cabeza que la gente vaya corriendo a los pequeños negocios para destruir sus escaparates una y otra vez, noche tras noche. Las ventanas de la Sociedad de Historia de Oregón se rompieron y se retiraron algunas de las obras de arte: no lo entiendo.
Su padre era policía, ¿cómo percibe esta desconfianza hacia esta fuerza de seguridad?
Mi padre era inspector de homicidios y mi madre también trabajaba en las fuerzas del orden, así que crecí rodeada de policías. No era realmente consciente de lo que se decía, pero más tarde lo reconsideré todo y pensé: «Ah, sí, pero bueno…». Así pues, me resulta sencillo ver que hay un problema de racismo, y no hablo de mi padre, que no es así. Pero la verdad es que no necesitas policías entre tus parientes para darte cuenta, de modo que sí: hay que reestructurar la policía. Dicho esto, soy muy escéptica en este momento: es fácil hacer observaciones, pero es muy difícil tener ideas concretas porque las cosas cambian de la noche a la mañana. Quieres luchar por la gente que vive en la calle y llevarles sopa, pero al día siguiente te destrozan el coche y te das cuenta de que estás cuestionando tus ideas liberales.
¿Se puede sacar una conclusión a pesar de todo?
Incluso con mis amigos, cuando hablamos, ninguno de nosotros llega a ninguna conclusión sobre nada, salvo esta: somos un país muy rico y tenemos un altísimo número de personas sin hogar en todas las ciudades, no podemos dar a todos un seguro de salud y tampoco se da tratamiento para las enfermedades mentales. Si alguien se volviera loco en la calle, llamar a la policía sería lo peor que podrías hacer por esa persona, yo ni siquiera sabría a quién llamar. Y mucha gente se derrumba y ni siquiera puede tomar su medicación… Por lo tanto, lo único que es obvio es que somos un país rico que cuida de la gente que está en lo alto de la escala social pero no del resto. Esa es la conclusión, y luego hay millones de detalles por todas partes. Es muy interesante ver la última película de Wiseman, City Hall, y ver la burocracia para darse cuenta de lo difícil que es lidiar con ella …
¿No es esa también la razón de la desconfianza en el gobierno?
Sí, pero me estoy volviendo menos comprensiva y empática últimamente. Y de nuevo, no estoy tan segura de eso. ¿Cuánto tiempo más va a hacer la gente lo que siempre ha hecho y votar en contra de sus propios intereses?
Entrevista publicada en Sofilm nº 74.