Sitges 2020 #1: Cuerpos derretidos, decrépitos y adolescentes

– Sitges 2020 #1: Cuerpos derretidos, decrépitos y adolescentes –

Dicen los psicoanalistas que donde comienza a aparecer dolor, hay goce. Más bien, Lacan decía algo así como que cuando aparece el dolor, el cuerpo se empieza a experimentar. Los intestinos nos pasan inadvertidos hasta que se producen retortijones. No nos enteramos de la existencia del menisco hasta que nos duele. Es curioso, pero es lo primero en que pienso cuando bajo del tren en Sitges y arrastro la maleta por el habitual camino que conecta el pueblo con el Meliá, sede del Festival. Probablemente sea porque el año pasado casi escupo de mis entrañas haciendo este trayecto para llegar a una película del Auditori que empezaba pegada a la finalización de otra que veía en el Retiro. Corría desbocada para ver otra cosa de ritmo desbocado: First Love, de Takashi Miike. No recuerdo si llegué a perderme mucho de la primera escena, pero sí de cada bocanada de aire que tomaron mis pulmones para recuperar el aliento. Cuántas veces habré hecho ese camino sufriendo, sintiendo las rodillas, las piernas, la garganta mientras comía algo rápido en las largas filas para pillar un buen sitio. El goce: en Sitges, uno acaba siendo consciente de su cuerpo. 
Por razones que ya todos sabemos, este año el festival es distinto: no hay filas (las sesiones están numeradas) y, en definitiva, no hay que correr tanto. Y aún así me encuentro con la idea del cuerpo con la primera película que veo. Claro, no podría ser de otra manera, es la del hijo del creador de la Nueva Carne. En Possessor, Brandon Cronenberg recoge el testigo de su padre poniendo su interés, como ya lo hizo su progenitor, en el tema de la identidad y su pérdida en un thriller distópico de colores neon. En él, la asesina a sueldo Tasya Vos (interpretada por una Andrea Riseborough que recuerda a la Tilda Swinton más andrógina) trabaja para una organización secreta que se dedica a implantar conciencias en cuerpos ajenos para cometer asesinatos. La cosa se complica cuando Tasya empieza a perder el control de sus huéspedes. Y es aquí donde Cronenberg hijo saca su artillería visual para dar un pasito más allá de las propuestas de su padre: si en las imágenes de la Nueva Carne los cuerpos supuraban y la carne era apaleada y transformada por los injertos tecnológicos, en Possessor la materia humana se deshace, en pedazos, mutilada, derritiéndose, fundida en otros cuerpos o la oscuridad de un fondo negro. Una imaginería que probablemente le ayude a tener un lugar en el palmarés del Festival.
 
La carne que se deshace también está en la escena final de Relic, la ópera prima de Natalie Erika James, que coronó la noche del lunes. Esta vez el cuerpo en cuestión es el envejecido, el de Edna, la matriarca de una familia que desaparece y vuelve a aparecer días después sin recordar dónde estuvo. Kay, su hija, y Sam, su nieta, asisten al deterioro mental y físico de la abuela que se expande (en una metáfora un tanto evidente) hasta las enmohecidas paredes y oscuros rincones del caserón que habita. Cuando ese cuerpo y esa mente ya no pueden ser reconocidas como aquellos que eran, sino como un otro que horroriza, James nos regala en esa secuencia final uno de los momentos más humanos y bonitos del cine reciente: en el momento en que puede huir del monstruo en el que se ha convertido su madre, Kay vuelve y desgarra lentamente la piel decrépita de ese ser que la atormenta, porque qué sentido tiene huir si aquello a lo que tenemos es también lo que amamos. 


Un cuerpo más vital, pero que también adolece, es el de Lulu Wilson, la Becky de la película homónima, que en un arrebato de furia púber despedaza y mutila a un grupo de neonazis que asaltan su casa. Una visita al home invasion irregular, que encuentra sus mejores momentos en el enfrentamiento (y comparación, por qué no) entre líder de la banda (el cómico Kevin James) y la vengativa niña, que ya se deja bien claro en el montaje paralelo de la secuencia inicial en el que se muestra al primero en la prisión y a la segunda en la escuela, para deleite de los foucaultianos. Una jornada de cuerpos, a la postre, en un festival al que se viene a poner el cuerpo. Ana Uslenghi