Sitges 21 #2: El problema de Zulawski

Mad God forma parte de la Oficial Fantàstic Competició del 54 Festival de Sitges

Salimos de ver Mad God con la certeza de que acabábamos de vivir una de esas noches históricas de Sitges, de las que hacen afición y rememoramos años más tarde con una cerveza en la mano y los ojos alegres. Salimos y tras los abrazos de rigor y esperar a que Alejandro (G. Calvo) atendiera a los tres o cuatro fans de turno —consejo amigo: no le abordéis incluso cuando está orinando en el baño, que el hombre ya no está para esos trotes— nos separamos. Justo en la puerta me encontré con David Broncano, otro icono de la generación Youtube, este encima excompañero de hiperhidrosis. Aunque creo que como les ocurre a los alcohólicos, los obesos y los miembros del jurado de San Sebastián, una vez que has pasado por ahí, es difícil que no te acompañe toda la vida. Encontrarme con Broncano a la salida de Mad God en el Festival de Sitges fue anticlimático y extraño: el popular cómico hace hincapié en su escasa, prácticamente nula, afición al cine cada vez que acude un actor/actriz a su programa. Para colmo, David parecía mantener una conversación en tono grave y circunspecto con sus acompañantes, de la que al pasar por su lado me pareció escuchar que quedaba flotando en el aire lo siguiente: «el problema de Zulawski». ¿El problema de Zulawski? ¿Cuál era el problema de Zulawksi? O, ¿cuál de ellos? ¿Se refería al cineasta polaco o habrá algún joven lateral derecho con el mismo apellido? Pero estos días arrastro tal resfriado que tardé demasiado en procesar la incógnita y ahora es un problema, no sé si de tipo Zulawski, pero sí irresoluble. Salvo que Alejandro (G. Calvo) acabe yendo a La Resistencia.

Fotograma de un personaje ¿con hiperhidrosis palmar? en On the Silver Globe, película de Zulawaski que ha sido presentada en la sección Seven Chances.

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En una de los mejores tramos de las páginas que componen The French Dispatch un barbudo Benicio del Toro da vida a una versión a lo historieta belga de la figura del artista demente, tan torturado y pirado como genial. Una parodia del arquetipo llevada al punto de que el bueno de Benicio cuenta con el asesinato como una de las bellas artes, pues entre sus virtudes no figura la paciencia con el prójimo. Del Toro pasa sus días entre rejas en una cárcel donde, a pesar de todo, o quizás gracias a eso, encuentra las condiciones idóneas para desarrollar su faceta artística, incluido el mecenazgo que le proporciona un avispado marchante de arte al que presta su peculiar físico Adrien Brody y una musa encarnada en la impenetrable belleza de Léa Seydoux, a la postre carcelera de la prisión y amante a tiempo parcial. El artista interpretado por Del Toro realiza una primera obra que alcanza la categoría de maestra ya incluso antes de empezarla a pintar: ¿qué hay más atractivo para las clases pudientes que un salvaje zarrapastroso con talento? El marchante Brody aprovecha el momentum y mientras cuelga el cuadro anuncia ya a bombo y platillo la siguiente hazaña, que será una obra más espectacular, más cara, una obra ¡aún más maestra! Y así pasan los días, los meses, los años y Del Toro sigue sin entregar esa nueva obra maestra que vendría a renovar la fe en el arte en proporción exacta a la cantidad de billetes que debe meter en diversos bolsillos. Hasta que un día Brody, que parece haber nacido para interpretar a marchantes, proxenetas y productores de cine, se planta y obliga al desgreñado preso a enseñar su obra a la decena de ilustres invitados que acuden a la cárcel para contemplarla y, sorpresa, se descubre que la obra en la que tantos años lleva enfrascado el penado es un mural de proporciones bíblicas pintado sobre los muros de la cárcel, y por lo tanto, imposible de enseñar en museos y galerías. Es decir, una obra de arte sin «utilidad», sin rentabilidad, una obra de arte refractaria al sistema. El caos se desata y después de una melé que Anderson filma congelando fotogramas hasta convertirla en una splash page slapstick divertidísima, Brody acaba reconociendo, aún resignado, el acto de genio absoluto del reo Benicio.  

Algo parecido ocurre con Mad God, otra película que supone la radical traslación e–x—a–c—t—a de las imágenes mentales de un cineasta sobre el lienzo de la pantalla de cine. Como The French Dispatch —y aquí conviene aclarar que Wes Anderson parece haber llegado en esta película al punto en el que por fin ha conseguido realizar animación stop motion con actores de carne y hueso— Mad God es la plasmación total del universo particular de un hombre que cobra vida ante nuestros ojos por la voluntad demente de un titiritero que mueve un universo entero con sus manos. Mad God es una película inestrenable que solo responde a su propia lógica interna, la expresión total de un artista en las paredes de la cárcel, como aquel gesto vesánico y genial del personaje interpretado por Benicio del Toro. Una obra de arte sin «utilidad», sin rentabilidad, una obra de arte refractaria al sistema. Un acto de genio absoluto.

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Phil Tippett, alquimista de la animación stop motion, «diseñador de criaturas» que hizo carrera como gurú de los departamentos de efectos visuales antes de que la imagen de síntesis se impusiera como la técnica más económica, ha tardado treinta años en poder completar el monumental filme, animado fotograma a fotograma y financiado a lo largo de los años de diferentes formas hasta encontrar en el crowdfunding su modelo de recaudación natural. Doblemente oscarizado por trabajos artesanales de diseño y animación de criaturas tan esenciales como los exhibidos en la primera trilogía de Star Wars y en Parque Jurásico, Tippett estrena ahora una película que sublima el acto artístico: un gesto inútil, caprichoso, un juego sin fin, un asunto de vida o muerte. Uno de esos actos heroicos que rechazan toda consideración crítica, pues sería igual de absurdo que tratar de calificar aquel «flu game» de Jordan en relación a otros partidos. Mad God tiene más que ver con aquella «mano de Dios» de Maradona, con Paul Newman comiéndose cincuenta huevos duros, con Clint Eastwood echándose la siesta en Cry Macho, con pasarse una vida coleccionando primeras ediciones de El Quijote en todos los idiomas. Pulsos radicales contra uno mismo, espléndida declaración de intenciones cantada desde lo alto de una montaña, gestos «inútiles y estúpidos» en pos de la belleza y de una manera de entender la vida, de una manera de estar en el mundo, con el mundo y frente al mundo, que subliman la condición humana, machadas fuera de carta que son tan «innecesarias» como determinantes para hacer de la vida una circunstancia más hermosa. 

La manera más fidedigna que se me ocurre para describir Mad God es hablar de la trepanación a un autor sin obra, una perforación médica y mística que nos haría descubrir que en el interior de su cráneo anida aquella Tierra hueca que citara el apóstol Pablo y Juan el Evangelista, también Allan Poe en uno de los pasajes más pesadillescos de las desventuras de Arthur Gordon Pym, y Lovecraft en La sombra más allá del tiempo. Una Tierra hueca que contiene su obra al completo, con seres y criaturas que deambulan salvajes en hipnóticos ciclos de vida y muerte, como si Svankmajer o alguno de aquellos hechiceros de la animación checa se hubieran propuesto adaptar la retahíla de sacrificios que recoge el Levítico, libro oscuro del Antiguo Testamento con el que Mad God comienza su viaje. Una bajada en stop motion por los nueve círculos de Dante con la inventiva deslumbrante del panel derecho del jardín de las delicias y el aliento posapocalíptico industrial de aquel Oddworld, un recorrido por lo monstruoso impregnado sin embargo por aquella extraña calma adictiva que nos producía sacrificar a los Lemmings en cadena. No sé si me explico: el problema de Zulawski…

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Tippett, californiano orondo de barba blanca y aspecto afable, como un dios nórdico bondadoso o un Papá Noel al que le divirtiera asustar a los niños, soñaba con los dinosaurios de Ray Harryhausen —al que llegó a conocer gracias a su amistad con otro héroe vital, Forrest J. Ackerman— y acabó dando forma a alguna de las criaturas más célebres del cine popular hollywoodiense: pensad en los músicos y parroquianos de la cantina que nos daban una nueva esperanza; en los «Tauntaun», aquellas fabulosas bestias con cuernos en sus fauces y plumas de reptil sobre las que Luke Skywalker se aventuraba en la nieve al tiempo que propulsaba la saga y la imaginación de espectadores y herpétologos por igual hacia nuevos territorios; en los AT-AT, las máquinas paquidermas con las que el imperio galáctico podría haber cruzado los Alpes en busca de Aníbal; piensen en la más hermosa partida de ajedrez intergaláctico, en la horrorosa belleza con la que lucen y se mueven los dinosaurios del parque de Spielberg, en aquellas máquinas policiales que angustiaban al propio Robocop, en aquel dragón bicéfalo tan temible que Val Kilmer se decidía finalmente a besar a la chica en Willow. Tippett pensó en todas aquellas criaturas antes que nadie, pues habitaban en su cabeza, y con sus manos les dio forma y movimiento, para desprenderse de ellas, y que vivieran y revivieran ante nuestros ojos por toda la eternidad.

Cuenta Tippett que durante el rodaje de El retorno del Jedi se decidió a tomar LSD y gracias a eso pudo hablar con su gato Brian, que le llevó en un plácido viaje hacia el centro de la Tierra, donde recorrieron trescientos billones de años hacia el interior del tiempo mismo en un periplo en el que, de repente, todo eran moléculas, qué si no. Mad God bien podría ser la traslación a cámara lenta de la odisea de Tippett con su gato Brian hacia el centro de la tierra, un viaje lleno de horrores, puesto que, si acaso, narrativamente, se trata aquí del ser humano en el deglutir eterno hacia las entrañas de la bestia, pero presentado con la inquietante tranquilidad de un viaje de LSD, al menos uno guiado con decisión felina. Los gatos, ya se sabe, siempre están alerta porque son viajeros sigilosos de tiempos y lugares más allá de la experiencia humana, que tienen a bien regalarnos de vez en cuando el mayor de los reconstituyentes: un ronroneo somnoliento y cálido que devuelve con una fuerza inexplicable la paz al desorden cósmico. Como Clint Eastwood y su plácida siesta en Cry Macho

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Es bastante difícil tratar de describir Mad God sin dejar la errónea impresión de que se trata de un videoclip interminable de Tool, o de un catálogo asfixiante de stop motion monstruoso, cuando la realidad es que toda la película transmite una extraña sensación de paz, supongo que porque un trabajo así solo puede llevarse a cabo como un acto de amor a fondo perdido, y eso siempre acaba empapando el resultado final.

Me acuerdo aquí de un divertido artículo que el crítico Jonathan Rosenbaum dedicó a analizar la relación del cine con las drogas. Según el pensador estadounidense, en los sesenta hubo una cierta ruptura en el sentir cultural cuando la marihuana y las drogas alucinógenas sustituyeron al alcohol como forma recreativa de evasión, que vendría a significarse en el paso de un «cine del alcohol» a un «cine de las drogas»: la nouvelle vague, 2001: una odisea del espacio, el documental de Woodstock… o la ruptura de la narrativa en pos de la «experiencia». Mientras Beatles y Stones hacían lo propio en la música, Pauline Kael se quejaba amarga de este nuevo «cine de medianoche», quizás por qué ella pertenecía a «la generación de Agee y el alcohol». Poco después, otro crítico legendario, con menos fandom pero de mayor interés, Andrew Sarris, afirmaba alegremente en el Village Voice haber aprendido a ver la película-trip de Kubrick con otros ojos tras la asistencia de una, ejem, pequeña estimulación herbaria. «Todas estas experiencias tienen algo que ver con la droga —afirma Rosenbaum. Ninguna de ellas luciría, sonaría o se interpretaría del mismo modo hoy si treinta años atrás la marihuana no se hubiese apoderado y transformado del estilo de las películas populares». En mi caso particular, la única droga que he ingerido venía de la farmacia, y no sé si el bueno de Tippett ha dejado atrás sus años hippies felinos o no, pero da igual. «Esto no significa decir que los cineastas en cuestión sean necesariamente fumetas o que los miembros del público tengan que estar colocados para apreciar esos esfuerzos. A esta altura la conciencia volada es un hecho histórico, lo cual significa que las experiencias de personas colocadas con marihuana han afectado profundamente la estética de las películas para todo el mundo: tanto cineastas como espectadores y tanto fumadores como no fumadores». No he probado jamás el LSD, pero estoy convencido de que la inmersión alucinada de Mad God tiene mucho que ver con el buen viaje lisérgico de Phil y su gato. Y no solo porque para cuando Tippett introduce la divertida presencia real de Alex Cox como Mad Doctor ya hayamos visto varios monolitos y hasta destellos primordiales de luz y color. Mad God es la pesadilla de la experiencia humana contada desde la psicodelia del peace and love por un tipo que aprendió a calmar su ansiedad y su depresión trabajando voluntarioso con sus manos hasta dar vida a pequeñas figuras monstruosas que acabarían siendo grandes y queridas criaturas de cine. Como un dios demente. 

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Mad God está en Competición Oficial de Sitges, cosa que me extraña. Hay películas que son «algo más» y no deberían competir. No premiarlas sería una grosería, y ponerlas a competir con otras películas es tan equivocado como aquel ex eaquo de Adiós al lenguaje y Mommy. Fue en aquella edición cuando Godard esgrimió los hoy célebres «problemas de tipo griego» para no acudir a recoger el premio. Queda por ver cómo resuelve Sitges este entuerto, pero en un festival donde ni la muerte es el fin, supongo que todo problema tiene solución. Salvo, quizás, los de Zulawski. A. L.

Tippett recibió el Vision Award en el último Festival de Locarno