Sitges 21 #3: La alegría o la angustia de hacer cine
Más allá de los dos minutos infinitos forma parte de la sección Noves Visions del 54 Festival de Sitges
She Will forma parte de la Oficial Fantàstic Competició del 54 Festival de Sitges
El aullido del diablo forma parte de la sección Seven Chances del 54 Festival de Sitges
Todo es fantástico en la semana de Sitges. El mundo se extraña, la gente exhibe comportamientos bizarros, todo toma un cariz algo desconcertante. Más de lo normal, quiero decir. La plaza Santa Madrona es una plazoleta destartalada de Poble Sec, un barrio barcelonés de inmigrantes y juventud precaria, donde vivo yo —como joven e inmigrante—, y que por encontrase colindante con la pesadilla urbana del Paral·lel, la avenida que acoge teatros zafios, bares para estudiantes Erasmus y tugurios deprimentes varios, quieren reconvertir en zona hipster a toda costa. La plaza Santa Madrona, decíamos, es una plazoleta destartalada en la que no hay mucho más que un grupo de borrachines habituales que se reúnen a beber en torno a un banco oxidado, una farmacia, un quiosco, un estanco y dos bares churretosos. Sin más. Ni menos. Al menos así era hasta bien entrada la pandemia, porque el pasado sábado descubrí que ya no existe la farmacia, que el quiosco ha cerrado y que en su lugar han abierto un Carrefour Express regentado por paquistaníes y una tienda de vinilos a tutiplén, justo frente al banco de los borrachines, con un despliegue de luces espectacular, un equipo de sonido para que les escuche todo el barrio quieran o no, una cristalera para lucir colección de discos, una máquina de pinball porque… sí, y una barra de bar convenientemente vintage. La estampa era ciertamente extraña, cuando no inquietante: un tipo absolutamente solo en una tienda absurda pinchando a volumen de festival un remix de Public Enemy, iluminado por más potencia eléctrica de la que recibe toda la plaza, mientras los pobres borrachines trataban de hablar de su movidas por encima del ruido, aturullados, sin saber si romper a bailar o romper..le la cabeza al tipo. Una escena claramente salida de una película de zombies de George A. Romero, tan solo unos segundos antes de que se arme la marimorena. The night of the living baseheads. Por cierto, ¿qué habrá sido de los vecinos chinos que antes ocupaban los supermercados y bares que ahora regentan paquistaníes? Pienso, inevitablemente, en la fábrica de perritos calientes humanos de Bad Taste. Menos mal que al otro lado, el barrio desemboca en el monte de los judíos, que suena como un buen refugio ante el inminente Apocalipsis.
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Junta Yamaguchi tiene 34 años y en Más allá de los dos minutos infinitos hace exactamente la clase de película que uno debería esperar del debut de un tipo de 34 años: alegre, revoltosa, ambiciosa pero modesta, una película de viajes en el tiempo, paradojas espacio-temporales, amistad, chistes socarrones, héroes tímidos, villanos de vecindario y hasta un romance. Es decir, es un filme que expresa la alegría de hacer cine.
Decía Truffaut que cuando ejercía de crítico, cosa que realmente nunca dejó de hacer, le exigía a las películas que expresaran simultáneamente una concepción del mundo y una concepción del cine. Después, con el paso al otro lado de la cámara, matizó: «hoy, a las películas que veo les pido que expresen o bien la alegría de hacer cine o bien la angustia de hacer cine, y me desintereso de todo lo que no sea eso, es decir, de todas las películas que no “vibran”». Más allá de los dos minutos infinitos es una pequeña película que vibra. Yamaguchi reúne a un puñado de amigos en torno al delirio de una premisa estimulante: un buen día Kato, propietario del Café Phalam, vuelve del trabajo, se planta delante del portátil en su ritual de lo habitual y… al otro lado de la pantalla está él mismo, hablándose desde el futuro, el futuro cercano, muy cercano, el futuro dentro de dos minutos, vaya. A partir de ahí Yamaguchi filma una comedia de enredos temporales con la puesta en abismo (¡un portátil enfrentado a otro, vaya sencilla genialidad!) como generadora de un gozoso loop de situaciones que se desarrollan con semejante sentido lúdico que hasta el (falso) plano secuencia que recorre la película de principio a fin sabe a reto y diversión, y no a ejercicio de halterofilia. Una voluntad de juego a la que se mantienen fieles hasta las últimas consecuencias, esto es, si un personaje quiere avisarse a sí mismo o al resto de compañeros de algo que va a ocurrir en los próximos dos minutos, veremos la misma escena desde los dos puntos de vista: el plano del presente siendo avisado desde el futuro y luego su contraplano, conforme el presente avanza hasta el futuro para avisar a su pasado. Algo que por escrito suena más a lío cósmico que cómico, pero que en pantalla Yamaguchi mantiene siempre con una sencillez pasmosa. En la voluntad de mantener ambas acciones en su totalidad hay algo de hermoso compromiso cinéfilo y de pequeña apuesta radical. Para cuando el juego llega a su fin, y después de uno de los microclímax de acción mínima más divertidos de la historia, tenemos a dos personajes hablando de Doraemon (!) en una cafetería, rompiendo el loop vital de atajos y mentiras para encontrarse en la verdad de un presente con futuro prometedor. Y en solo 70 minutos. ¡Viva!
También vaticinaba Truffaut, aquí en ‘El placer de la mirada’ y no en ‘Las películas de mi vida’, que los filmes del mañana (es decir, los de hoy), no serían realizados por «funcionarios de la cámara», sino por artistas para quiénes el rodaje de una película constituiría una «aventura formidable y exultante». Así, las películas del mañana, por hoy, «se parecerán a quien las haya rodado y el número de espectadores será proporcional al número de amigos que posea el cineasta. Las películas del mañana serán actos de amor». Podemos afirmar que Más allá de los dos minutos infinitos es, ciertamente, un acto de amor, la película de un cineasta para el que el rodaje ha sido una aventura formidable y exultante, por lo que si eso es reflejo de su propia expresión, y así lo creemos, esperamos que nos cuente desde ya entre sus amigos.
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Al otro lado del espejo nos encontramos con She Will, debut en la dirección de la artista multidisciplinar franco-británica Charlotte Colbert, a Competición Oficial en esta 54 edición del Festival de Sitges. La directora apenas tarda tres minutos en exhibir todas sus cartas sobre el tapete: tras una doble mastectomía, Veronica Ghent, vieja dama de la interpretación de aspecto adusto y ademanes aristocráticos, viaja a una clínica de retiro en Escocia junto a la joven enfermera Desi, frente a la que Ghent realiza una divertida observación: «es sorprendente lo bien que os sienta la androginia a los jóvenes». Una vez allí, Verónica empezará a tener unos extraños sueños que, poco a poco, tomarán la realidad con la densidad viscosa del barro que aparece cada vez que tiene una de estas ensoñaciones. Barro y cenizas. Porque en los bosques de Escocia se llegaron a quemar más de tres mil mujeres acusadas de brujería y la tierra, bañada en cenizas, tomará la conciencia de la actriz para reclamar su venganza. La sororidad, la memoria latente del abuso silenciado, las reverberaciones del patriarcado a lo largo del tiempo y la siempre sugerente expresión de la brujería como canalización fantástica de todo esto recorren los largos 95 minutos de una película que conjura el tema pero se olvida de los ingredientes en el caldero: sus fugas oníricas carecen de sustancia, su montaje es tosco y errático, su aliento fantástico un jadeo desinteresado, y sus imágenes ofrecen una imaginaría del mínimo esfuerzo en composiciones de una corrección aburridísima. ¿Cómo puede una cineasta que ha trabajado en la cerámica, la fotografía y la escultura ofrecer una visión tan escasa en el cine? Una película vetusta de una cineasta joven que no expresa en ningún caso ni la alegría ni la angustia de hacer cine, quedando todo ahogado por la «necesidad» de su «tema». Una película de turismo por el género, uno de esos productos coyunturales que solían despertar recelo por aquí…
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El día anterior asistimos a uno de esos pases que solo pueden tener lugar en el Festival de Sitges y que dan sentido a una sección como Seven Chances: el de El aullido del diablo, película olvidada de 1987 de Paul Naschy, absolutamente fuera de tiempo y de toda consideración de género que no sea la del género de terror y fantástico, y que expresa como pocas la angustia de hacer cine. Una película escandalosamente misógina, misántropa, con Jacinto Molina escupiendo sobre las tumbas abiertas de todos aquellos que no supieron reconocerle nunca su talento, poco menos que viles hijos de puta y «zorras traicioneras». El compañero Gerard Casau apuntaba acertadamente que esta película vendría a ser el testamento definitivo de la tensión siempre presente en torno a Naschy, esa distancia irreconciliable entre la altísima consideración que él tenía de sí mismo y el cariño que le tenían sus fans «pese a todo», a los que siempre recriminó las sonrisas cómplices. Naschy llena su película de diálogos terminales y situaciones al límite, especialmente sangrantes en cuanto a su visión de la mujer, que será siempre una mala pécora, sin excepción, pero a las que, no obstante, no está de más filmar desnudas. En una película inyectada de la rabia demencial de una pataleta infantil con formas de mala baba adulta, Molina, que se quiere galán y héroe suicida del cine fantástico en peligro de extinción, solo admite salvar de la quema a sus queridos monstruos, los que nunca le fallaron, aquellos injustamente marginados, en los márgenes de la sociedad, frente a esos auténticos monstruos que están ahí afuera, en las calles, no hablemos ya en la industria del cine español. Frankenstein, Fu Manchú, Quasimodo y el resto de iconos monstruosos de la Universal —a los que está dedicada la película— visitarán uno por uno al pequeño Adrián (encarnado por su propio hijo), prestándole consejo y consuelo hasta que finalmente consuma su venganza contra el gemelo malvado de su padre, un insufrible actor de teatro «serio», un tipo de la peor calaña aficionado a abusos de todo tipo, interpretado por el propio Naschy, que también se reserva el gusto de encarnar al resto de monstruos, a los buenos. Una curiosidad fascinante, un interesante documento de un artista en un momento muy concreto, que hoy se presta a la risa y el pasmo ante la brutalidad de sus andanadas, pero que se reserva también un inesperado aullido postrero en su sentido homenaje a los monstruos del cine, con aquel licántropo con colmillos de Jacinto Molina, Waldemar, «el más sufrido de todos», a la cabeza.
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Es de agradecer la programación de una película tan abiertamente execrable desde consideraciones que trascienden lo cinematográfico, confiando en la madurez del público, que supo entender en todo momento lo que estaba viendo y así se hizo además constar, con naturalidad, desde la propia presentación de la película, por voz del propio hijo de Naschy, precisamente. Me pregunto pues, por qué hay tanto miedo a enunciar el oportunismo con el que se pretende capitalizar el feminismo en varias de las películas, dirigidas por mujeres y por hombres, presentes en el programa de Sitges. Por ejemplo, She will, que en su cacao ideológico y dada su propuesta discursiva solemne coquetea hasta con la misandria en su retrato de los personajes masculinos, todos ellos abusadores o desagradables en alto grado. Toda idea, todo movimiento político, es susceptible de ser capitalizado por el sistema, y flaco favor se hace aplaudiendo producciones absolutamente coyunturales solo porque muestran su pin en la solapa de la chaqueta. A. L.