Story. La segunda muerte de JFK

– Story. La segunda muerte de JFK –

En 1991, mientras los Estados Unidos terminaban a su vez la guerra fría y la Guerra del Golfo, Oliver Stone lanzaba JFK. Una película de una increíble envergadura rodada entre Dallas, Nueva Orleans y Washington, entre vertiginosas pilas de libros, circunstancias paranoicas y unos asesinos titulares de prensa. No importa: antes que nada, JFK constituía la primera vez que, de forma grandiosa, se ponía en entredicho la teoría oficial sobre el asesinato del presidente Kennedy de cara al gran público. Hasta el punto de hacer que se cambiaran los textos legales. 
Por David Alexander Cassan y Matthieu Rostac. Fotos: Colección Christophe L.
 
«Yo estaba en último de primaria en un colegio de Thief River Falls, un pueblecito del norte de Minnesota. Era la pausa de la comida, hacía frío fuera. Recuerdo haber visto a mi profesora sacudiendo cabeza, luego diciéndonos que habían disparado al presidente. Media hora más tarde, el director del colegio anunciaba por el altavoz que el presidente acababa de morir. Nos dieron la tarde libre y volví a mi casa. Toda mi vida me acordaré de aquel día.» Ese día era el 22 de noviembre de 1963 y el que lo recuerda es el juez decano federal del estado de Minnesota, John R. Tunheim. Alrededor de la Dealey Plaza, en Dallas, una multitud de mirones ha acudido para dar la bienvenida al joven y carismático John Fitzgerald Kennedy, que desfila en su descapotable negro. Unos instantes más tarde, el trigésimo quinto presidente de los Estados Unidos es abatido a la vista de todos, luego morirá por las heridas en el hospital. Con el cuerpo de JFK todavía caliente, la policía de Dallas anuncia haber arrestado a Lee Harvey Oswald, antiguo marine de 24 años, al que se apresuraron a declarar como supuesto asesino. Tras dos días y doce horas de interrogatorio, Lee Harvey Oswald abandona la comisaría para ir a la prisión del condado, en directo por la televisión, pero nunca llegará a su destino: es abatido a su vez por Jack Ruby, propietario de una discoteca en Dallas. Un año más tarde, el nuevo presidente Lyndon B. Johnson, encarga a la comisión Warren la investigación del asesinato. ¿Su veredicto? Lee Harvey Oswald ha actuado solo, abatiendo a Kennedy de tres tiros disparados desde el sexto piso del Texas School Book Depository, que domina la Dealey Plaza. Los documentos utilizados para llegar a esa conclusión, que jamás convenció del todo al pueblo americano, son clasificados secretos durante setenta y cinco años, es decir, hasta 2039. Pero el 26 de octubre de 1992, el Congreso estadounidense vota la President John F. Kennedy Assassination Records Collection Act, a menudo abreviada como JFK Records Act, una ley que hace públicos los archivos gubernamentales vinculados de manera directa o indirecta con el asesinato. Entre 1994 y 1998, el organismo independiente Assassination Record Review Board (arrb) revela dichos documentos: 5,5 millones en total. ¿Qué ha podido convencer a los diputados norteamericanos para desenterrar un cadáver sepultado desde hace casi treinta años? «Pese a su condición de ficción, la película JFK de Oliver Stone llevó al Congreso a hacer que se aprobara esa ley. Este filme es la causa directa de todos esos documentos que hemos desclasificado durante los años noventa», explica John R. Tunheim, antiguo primer presidente de la arrb hasta 1995.
 
La avería del ascensor socialista
¿Qué puede haber más lógico que ver a Oliver Stone, el gran objetor de conciencia de los Estados Unidos de Reagan y luego de Bush padre con dos películas como Platoon o Wall Street, que arremeter contra el mito «JFK»? «Ya lo sabe, a mi padre no le gustaban los Kennedy. Era pro Nixon, republicano, incluso Eisenhower era su preferido. Para él Kennedy era de izquierdas, un ladrón cuyo padre había amañado las elecciones y que intentaba hacer que el gobierno fuera más rooseveltiano. Acepté la historia de Oswald: yo no tenía la sofisticación necesaria para tratar de comprender lo que había sucedido», suelta hoy Stone entre dos sorbos de agua, arrellanado en un sillón de cuero del hotel Meurice, en París. Un encuentro en el calor húmedo de un ascensor averiado, durante la edición de 1988 del festival de La Habana, cambiará la situación. Ellen Ray, editora de Sheridan Square Press, aprovecha la ocasión para hablarle de la obra que acaba de publicar, JFK. Tras la pista de los asesinos. Con, digamos, mucha convicción. «¿Que el ascensor estaba roto? ¡Entonces era un ascensor socialista! Sólo tenía que subir siete malditos pisos y me quedé encerrado en un ascensor atiborrado de gente con esa mujer que me vociferaba en la oreja… Estaba apuradísimo, pero mandó que me subieran un ejemplar a mi habitación. No es que estuviera loca por eso, pero yo no podía leerme todo lo que la gente me da», dice Stone burlonamente. Rechazado por varios grandes editores, JFK. Tras la pista de los asesinos fue redactado por Jim Garrison, antiguo procurador de Nueva Orleans y único magistrado que dirigió un proceso en relación con el asesinato de JFK atacando al hombre de negocios (absuelto) Clay Shaw en 1969. Un detalle que tiene su importancia: el libro está escrito a modo de whodunit que poco a poco se transforma en un whydunit. Una idea de Zachary Sklar, negro de Garrison y pronto guionista de JFK. «El primer manuscrito de Jim estaba escrito en tercera persona, como si fuera un historiador objetivo. Lo reescribimos todo en primera persona, como una novela policíaca, con él en el papel de detective ―recuerda Sklar―. Sólo retomando su propio proceso intelectual podría convencer a la gente.» En el avión que lo lleva hacia Asia para el rodaje de Nacido el 4 de julio, Stone acaba hojeando la obra. Para no soltarla jamás. «No me dije: “¡Oh, mira una gran película!”, sino más bien: “He aquí un buen thriller a lo Costa-Gavras” ―matiza Stone―. En aquella época tenía una excelente relación con la Warner Bros.: no querían trabajar más conmigo después de La mano (1981), pero me habían abordado después de Salvador y Platoon. Les dije a Terry Semel y a Bob Daly: “Quiero hacer este thriller, es una gran historia”. Se quedaron dos horas sentados escuchándome en un restaurante de Los Ángeles y, enseguida, se interesaron por el proyecto.»



Z
y Rashōmon: los modelos
Con todo, vista la sensibilidad del tema, el cineasta aplicará el único método de preparación que conoce: leer toneladas de libros y documentos y entrevistarse con un número incalculable de personas. Verificar, retocar las fuentes para brindar un máximo de consistencia al conjunto. Primer interlocutor, el central: Jim Garrison, claro está. Stone baja hacia Nueva Orleans para «detener», de forma preventiva, al anciano de 69 años. A su lado, Zach Sklar en el pellejo del good cop: «Oliver no quería basar su película en un personaje del que se decía que estaba loco. De manera que se vio con Jim Garrison, y el interrogatorio duró tres horas. Éste le habló de Carlos Marcello, el padrino de la mafia cubana en Nueva Orleans, quien supuestamente había tenido a Jim bajo sus órdenes. Jim respondió a sus preguntas y terminó diciendo: “¿Ya ha terminado usted? Bien. Pues coja su material, su equipo y vaya a ver a Marcello a la cárcel, porque es él quien de veras le interesa a usted, no yo”. Esto convenció a Oliver de que Jim era auténtico, que no necesitaba su película». Stone guarda un tierno recuerdo de Big Jim: «Cuando caminabas por Nueva Orleans con él, se acercaban a él Fulanito o Menganito porque confiaban en él». Convencido por Garrison, Stone no se contenta con adaptar su relato: compra los derechos del libro de Jim Marrs sobre el asesinato, Crossfire: The Plot That Killed Kennedy, y contrata a Jane Rusconi, recién diplomada por Yale y con tan sólo 24 años, como «coordinadora de investigaciones». El regidor de los exteriores de la película, Jeff Flach parte para instalarse en Dallas ya un año antes del rodaje y hostiga a los responsables políticos locales para obtener las autorizaciones de rodaje en Dealey Plaza y el Texas School Book Depository, lo cual no era poca cosa en una ciudad decidida a olvidar ese episodio sangrante de su historia. Pero no era lo único. «Estando allí ―explica― entré en contacto con Larry Howard, entonces a la cabeza del JFK Assassination Information Center de Dallas, quien me ayudó a distinguir entre las personas bien informadas y los charlatanes. Era yo quien tenía que verse con esa gente y decidir si debían o no ver a Oliver Stone: los testigos, los amigos de los testigos, los que tenían fotos… ¡Debí de ver a más de trescientos! El único que nos engañó durante un tiempo fue un tal Rickie White, que decía haber encontrado, en su granero, las pruebas de que su padre había sido uno de los asesinos…» En total, según los cálculos de Zach Sklar, él, Stone y Rusconi, vieron a más de doscientas personas. Una cantidad absurda de informaciones que alimentará un primer guion de quinientas páginas firmado por Sklar, que Stone reducirá ciñéndose a «las referencias más evidentes de mi carrera: Z, de Costa-Gavras, y Rashōmon de Kurosawa». Por lo demás, si la película de Stone lleva una sigla por título, ello se debe a la famosa carta del realizador franco-griego. Sklar: «Oliver me aconsejó no leer ningún manual de escritura de guiones, sino conocer a fondo esas dos películas para emplear la estructura de Z y la técnica narrativa de Rashōmon, con diferentes puntos de vista, voces en off y saltos del pasado al presente.» Aunque difícil, el proyecto cuenta a la vez con un tema polémico y con el pedigrí de su realizador dos veces oscarizado para excitar a la flor y nata de Hollywood. Pero para financiar la película conforme a sus ambiciones, Oliver necesita una estrella. «Harrison Ford rechazó el papel porque no quería arriesgarse ―lamenta el cineasta por puro formulismo―. Fui a ver a Costner a Inglaterra al plató de Robin Hood: príncipe de los ladrones: era la estrella de la Warner, pero lo encontré frío, algo distante. No sabía que, por aquel entonces, él era republicano, pero creo que su agente y su esposa lo convencieron para hacer la película. Con él, teníamos asegurado ese gran presupuesto que necesitábamos»:Cuarenta millones de dólares, es decir, apenas algo menos que el de la adaptación de Robin Hood citada por Stone, estrenada en 1991 y taquillazo en su día.
 
Evitar los micros, recitar a Pushkin
Puesto que la película tiene ya su estrella, no es cuestión de hacer chapuzas con el resto del reparto. Risa Bramon-Garcia, directora del «histórico» casting de Stone, precisa su metodología: «Hasta para el menor papel, incluso ese al que sólo vemos unos instantes, Oliver quería un parecido perfecto; pero, asimismo y sobre todo, deseaba transparencia en la encarnación del personaje. Cada personaje debía tener una textura, una profundidad, una precisión particular». Alrededor de Costner, una miríada de papeles secundarios para los cuales Stone quiere «rostros familiares a fin de compensar la complejidad de la historia». «¡Lo único es que no había presupuesto para más estrellas! ―declara Bramon-Garcia―. Todos aquellos actores conocidos eligieron estar allí más por un papel que por el dinero. “Deme 25.000 dólares y participaré en ella” era el espíritu. Sé que Kevin Bacon y Gary Oldman no recibieron prácticamente nada, por ejemplo.» A los créditos se añaden Tommy Lee Jones, Walter Matthau, Sissy Spacek, Jack Lemmon, Joe Pesci, John Candy…
Recién desembarcada de su Polonia natal a la ciudad de los Ángeles, Beata Pozniak se presenta, sin gran convicción, para el papel de la inmigrante rusa Marina Oswald, mujer asimismo de un inmigrante ruso, convencida de que el papel será concedido a una actriz joven. «Tengo que ver a Oliver Stone para el tercer casting ―contextualiza la actriz―, y hay veinte personas esperando en la puerta de su oficina. Dudo si irme a dar una vuelta, pero me aconsejan que me quede. Y, al cabo de cinco minutos, ¡es mi turno! Cuando hablo, se tapa los ojos con las manos, como imitando el objetivo de una cámara. Me pide que fuerce mi acento ruso, lo cual es fácil, y, a continuación, que me enfade de veras: descompuesta acabo por tirar los libros que hay sobre su escritorio mientras grito. Al salir, miré la hora: había estado allí veinte minutos, ¡la gente no salía de su asombro!» Una vez elegida, Pozniak lee los veintiséis volúmenes de las conclusiones de la comisión Warren y se reúne con Jim Garrison en Los Ángeles: «Para hablar, nos íbamos a la playa de Santa Mónica, pues temíamos que alguien nos escuchara». Stone les pide a sus actores que queden con los testigos, los envía a Dallas a hacer sus propias investigaciones. Antiguo marine y consejero técnico de la película, Dale Dye está encargado de preparar a Gary Oldman, intérprete de Oswald en la película: «Lo llevé a las barracas de tiro de la región de Dallas/Fort Worth y he de decir que, al principio, no estaba muy ducho, pero trabajó en su papel». El trabajo exigido a los actores sobrepasa incluso una preparación intensiva en lo que concierne a la pareja Oswald, a la que Stone considera como «una página en blanco». «Para la mayoría de mis escenas con Gary ―apunta Pozniak―, en el guion sólo se leía escrito “ad lib”: ¡teníamos que improvisar! En Dallas nos reuníamos por las noches para escribir nuestras escenas, después de haber pasado el día investigando.» Por suerte, Pozniak puede contar con un destacado aliado: la verdadera Marnia Oswald, seducida por esta guapa actriz que, como ella, había atravesado el Telón de Acero. «La primera vez que la vi ―precisa la polaca rusófona―, directamente, me propuso dormir en su casa en Dallas. Hablábamos de todo y de nada, en inglés o en ruso, recitábamos a Pushkin… Fue maravilloso. Pude poner algo de su energía en mi personaje, su manera de nunca apagar un cigarrillo sin haber encendido inmediatamente otro.»



«Harrison Ford rechazó el papel porque no quería arriesgarse.» ― Oliver Stone
 
El asesinato de JFK a escala natural
Llega entonces el comienzo del rodaje, en Dallas, donde Bramon-Garcia ha de terminar el casting: «Cuando publicamos el anuncio para buscar figurantes, la Policía nos avisó de que nadie acudiría. Pues bien: diez mil personas invadieron la Dealey Plaza vestidas con ropa de la época. Al ver a Oliver navegando entre aquella marea humana, emocionado y aturdido, comprendí entonces que aquella película iba a ser importante». La producción gasta cuatro millones de dólares para desviar la que era una de las principales arterias de la ciudad texana en 1963. Además de los alquileres que paga al Dallas County Administration Building, la producción paga a treinta policías el doble de su salario para desviar el tráfico de Dealey Plaza, y ello durante tres semanas del rodaje en el lugar. Oliver Stone, no ahorra esfuerzos: «La Dealey Plaza ―recuerda― es gigantesca: atraviésala treinta veces al día y acabarás hecho polvo. Por fortuna, estábamos muy preparados, teníamos ideas para cada plano, cada rincón de la plaza, y un equipo de siete cámaras dirigido por Bob Richardson, quien se ocupaba de organizar todo aquello». Unas ideas que todavía siguen entusiasmando a Jane Rusconi: «Cuando ocurrió el asesinato de JFK, la gente tenía cámaras Super 8 para filmar, ¿verdad? Pues bien: dimos cámaras Super 8 a nuestros figurantes para que pudieran producir una película de la época». Un rodaje de descabellada envergadura que agota a su demiurgo, física y psicológicamente: «Es muy cruel, muy horrible disparar al presidente ―recalca Stone―. Cada vez que el cortejo descendía por la calle y oíamos los disparos, se nos rompía un poco el alma. No queríamos hacer como Michael Mann y reproducir aquello a la perfección: nos habríamos muerto». Si el proyecto es escandaloso desde sus primeros balbuceos, esta primera reconstrucción a tamaño natural del asesinato hace de él blanco ambulante. «La polémica suscitada por la película se dio cita en Dealey Plaza ―señala el ex militar Dale Dye, asimismo intérprete del misterioso General Y en la película―. Gente no siempre muy equilibrada acudía al plató con carpetas u hojas sueltas que supuestamente contenían el fruto de sus investigaciones sobre el asesinato. Por suerte, teníamos un servicio de seguridad.» Jane Rusconi evoca el aspecto didáctico de la gargantuesca escena: «Todo el mundo aprendió mucho sobre el asesinato por el mero hecho de reproducirlo a escala. Podías dónde estaba colocada la gente, cuál era el mejor ángulo de tiro. En los años sesenta, hubo reconstrucciones parciales, pero jamás a tamaño natural, como lo hicimos nosotros. Está claro que Oswald no pudo actuar solo». A cargo de la seguridad del plató en Dallas, Jeff Flach tenía cosas más importantes que hacer: «Mi verdadero problema eran los turistas, que venían a tocar los paneles de poliestireno que yo había colocado a pie de la calle para reproducir la fachada de 1963… ¡El poliestireno es frágil!».
 
Paranoia, cadáveres abandonados y fotos de mujeres desnudas
De todos modos, la amenaza no viene de los mirones de la Dealey Plaza, sino de un establishment que no mira con buenos ojos la profanación llevada a cabo por Stone. En pleno rodaje, un periodista del Washington Post especializado en los entresijos de la seguridad interior, George Lardner, escribe un vengativo artículo sobre la película. Unas críticas basadas en una versión largamente obsoleta del guion de la que se ignora cómo llegó hasta sus manos. El Chicago Tribune tacha a la película de «insulto a la inteligencia», mientras que Time habla de «periodismo sensacionalista en su más pura forma». Oliver Stone decide responder a las críticas y contrata al periodista Frank Mankiewicz, antiguo comunicante de Robert F. Kennedy para que lo ayude. Stone: «Llamé a Ben Bradlee, redactor jefe del Washington Post a la sazón (que aparece en Todos los hombres del presidente, ndlr) para solicitarle el derecho de réplica. Al final, ésta la publicaron dos semanas más tarde, editada y cortada. No sabía qué estaba haciendo, todo el establishment se estaba movilizando contra la película.» La paranoia se cierne poco a poco sobre el plató y fuera de él: «they» aparece una y otra vez en las conversaciones. Ya miembro de los conciliábulos en la playa, Beata Pozniak desconfía de las coincidencias: «Un día, en el avión de Dallas a Los Ángeles, la persona sentada a mi lado entabla conversación conmigo y me entero de que no sólo es periodista, sino que está muy interesado en JFK. Me hizo muchas preguntas, pero no solté prenda. Los del equipo nos reíamos porque nos preguntábamos si de veras estaban tendiéndonos trampas de ese calibre. Muchos se sentían perseguidos, pensábamos que teníamos los teléfonos pinchados». Jane Ruscone incide en ello: «Durante los tres años que siguieron al rodaje, cuando vivía en Los Ángeles, mi correo llegaba constantemente abierto. Era desesperante, pero me habían explicado que “ellos” funcionaban así, precisamente para hacérmelo saber. ¿Qué iba a hacer? ¿Quejarme a correos? Y luego, aquello se acabó de golpe». Convertido a su pesar en el cineasta de la paranoia, Oliver Stone alza la mirada al cielo al escuchar esta anécdota, cómodo en su traje: «Creo que está un poco paranoica ―dice quitando leña al fuego―. Yo conservo todas las cartas extrañas que comencé a recibir con mis películas sobre Vietnam en la misma caja de cartón que las fotos de las mujeres desnudas que querían casarse conmigo. Ya sabe, no soy un gran combatiente, pero estuve en Vietnam: si de veras tienes a alguien al acecho, acabará cogiéndote…». Después de Dallas, el rodaje se desplaza a Nueva Orleans, «una ciudad un poco loca que despierta cosas en el alma», según Stone. Jane Rusconi guarda unos recuerdos más concretos: «Una mañana encontramos un cadáver delante del taller del equipo de decoración. Llamamos al 911 y nos respondieron: “¿Y qué quieren que le hagamos? ¡Muévanlo y punto!”. Tardaron once horas en retirar el cuerpo. En otra ocasión, desapareció un técnico: acabamos encontrándolo en la comisaría, en una celda de desintoxicación, sólo que él no había bebido una gota de alcohol desde hacía ocho años. Y esta era Nueva Orleans.» Tras esta larga escala, el rodaje se termina en Washington D.C., para la secuencia en que Garrison está con Mr. X, el hombre en la sombra de la cia y uno de los heterogéneos personajes reunidos para la ocasión. «Yo tenía mis dudas al respecto de ese densísimo monólogo que dura dieciséis minutos. Pero Oliver me dijo que era preciso confiar en el público. Y tenía razón», admite Sklar. «Nos dicen que jamás escribamos escenas así, pero yo les dije: “Fuck it!” ―suelta Oliver, seguro de sí mismo―. Necesitábamos que nos dieran un móvil, que nos explicaran quién era Kennedy. Era difícil, pero ¡Donald Sutherland nos salvó el culo! Se sabía su texto al dedillo, y eso que era muy largo. Tenía la fluidez de una metralleta. Y pensar que, al principio, yo quería a Brando para este papel… Afortunadamente, éste dijo que no. Imagínese la escena con su ritmo al hablar: ¡habría durado dos horas!»
 

«Es muy cruel, muy horrible disparar al presidente. Cada vez que el cortejo descendía por la calle y oíamos los disparos, se nos rompía un poco el alma.» ― Oliver Stone
 
Correr la cortina, como en El mago de Oz
Después de ocho meses de preparación, cinco de rodaje y otros cinco de postproducción, para la que Stone estima haber «batido todos los récords», JFK sale por fin en las pantallas en diciembre de 1991. A pesar de sus tres horas de duración y su complejo contenido, el público se reúne para verla. El establishment, también, todavía cabreado ante el objeto fílmico de Stone. David W. Belin, abogado y ex consejero de comisión Warren, inventa al precursor del caso Godwin al calificar JFK como «gran mentira digna del orgullo de Adolf Hitler» en la edición del 15 de diciembre del Bulletin. Jack Valenti, presidente de la Motion Picture Association of America (mpaa) no le va a la zaga en un comunicado de siete páginas: «Un poco de la misma manera que con JFK, la juventud alemana de 1941 estaba deslumbrada por El triunfo de la voluntad, de Leni Riefenstahl. […] Dos películas que son tanto obras maestras de la propaganda como farsas». Al cabo de unos días, Pat Dowell del Washingtonian, deja su puesto después de que su breve crónica en defensa de la película haya sido censurada por su redactor jefe. En cuanto a Risa Bramon-Garcia, ella se acuerda con lasitud de «la manera totalmente desproporcionada en que la gente reaccionó ante la película. ¡En cenas mundanas llegaron a abuchearme!», algo que no impide que haya un antes y un después de JFK. En primer lugar, en la vida de Oliver Stone, que defenderá la causa de su película hasta en el Senado, a la manera de Kevin Costner en su monólogo de culto en JFK. «Nunca había hecho esto y yo era muy inocente. No me esperaba para nada ese tratamiento negativo porque antes había sido una especie de héroe con las películas sobre Vietnam, y porque el “caso JFK” estaba cerrado desde hacía mucho ―confía el cineasta norteamericano―. JFK significó un giro en mi carrera porque desde entonces llevo esa etiqueta. Cada vez que hago una película, llevo esa carga, aun cuando soy capaz de cambiar, de ser demócrata un día y republicano al siguiente.» En segundo lugar, en la vida de los estadounidenses, que exigen mayor transparencia a sus instituciones. «Esta película puso el dedo en una llaga que jamás ha cicatrizado del todo. El asesinato de Kennedy y, luego, todas las operaciones de ocultación que se sucedieron: el Watergate, la guerra de Vietnam, el caso Iran-Contra, los golpes de Estado organizados por la cia en Chile, en el Congo… El pueblo americano había acumulado una verdadera rabia en relación con todo ello, con la cia, que debe estar a nuestro servicio, pero cuyo presupuesto sigue permaneciendo en secreto ―teoriza Sklar―. El asesinato parece haber sido el momento en que corremos la cortina para ver qué está pasando realmente, como lo hace Toto en El mago de Oz. Esta es la razón por la que pusimos ese intertítulo al final de la película y por eso también por lo que tanta gente comenzó a escribir al Congreso, al creer que había menos transparencia en Estados Unidos que en la urss, donde había habido la Perestroika.» Un pequeño seísmo cinematográfico-legislativo que permite ver un poco más claro, todavía hoy. «Trabajé con James Bamford en Snowden, y me dijo que la decisión de la arrb le había ayudado mucho en su trabajo de investigación sobre la nsa (Agencia de Seguridad Nacional). Pudo acceder a elementos de la operación Northwoods en los años 60, lo cual ha abierto nuevas perspectivas para esta agencia», afirma Oliver Stone. En cuanto al asesinato de John Fitzgerald Kennedy, 40.000 documentos quedan todavía por ser desvelados. Será en octubre del año que viene, si todo va bien. Pero el juez Tunheim avisa de lo siguiente: «No creo que nada de lo que se desclasifique nos permita saber más sobre el asesino de JFK». ¿El asesino o los asesinos? Todas las declaraciones recogidas por D-A.C. y M.R.